Un mundo feliz - Prólogo

    


    Para aquellos integrantes del Club que eligen no leer el prólogo antes de la novela (es mi caso también) dejo el prólogo de Un mundo feliz, ya sin peligro de spoilers.

    ¿Otra distopía cuyo final nos deja un sabor amargo? Pues sí. La investigación continúa:¿Existen distopías que terminen bien? Otra manera de preguntarnos ¿hay salvación?

    Para quienes tengan interés, les dejo el link al libro "Nueva visita a un mundo feliz", en el que Huxley analiza mediante varios ensayos, la obra que acabamos de terminar, a más de 20 años de su publicación.

Como siempre, nos leemos en comentarios. Un beso, los quiero mucho.

 Flor.-

Foto x Marcos Pastorutti.


Un mundo feliz - Prólogo

    El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es
un sentimiento sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete,
enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos a la tarea de
comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a
una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la
mejor manera de limpiarse.
    También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son
las mismas que las de la ética corriente, o al menos análogas a ellas. El
remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con nuestra
creación artística como en relación con las malas acciones. En el futuro, la
maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar
sobre los errores literarios de veinte años atrás, intentar enmendar una obra
fallida para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, perder
los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos
cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo en la
juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo
Un
mundo feliz
sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte
son considerables; mas para corregirlos debería haber vuelto a escribir el
libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como otra persona que soy,
probablemente hubiese soslayado no solo algunas de las faltas de la obra,
sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así,
resistiéndome a la tentación de revolcarme en los remordimientos artísticos,
prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del libro y pensar en otra
cosa.

    Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave
defecto de la novela, que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen solo dos
alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un
poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi
igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue
escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para
elegir entre la locura de una parte y la insania de otra, se me antojaba
divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin embargo, en
atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al Salvaje hablar
más racionalmente de lo que su educación entre los miembros practicantes
de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad
de los «Penitentes», le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su
conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus expresiones. Y al
final, naturalmente, se le hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo
recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de
maniático y un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron
miserablemente, con gran satisfacción por parte del divertido y pirrónico
esteta que era el autor de la fábula.
    Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible.
Por el contrario, aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que
en el pasado la cordura es un fenómeno muy raro, estoy convencido de que
cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo. Por haberlo
dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber compilado
una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura y sobre los
medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico ha
dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase
intelectual en tiempos de crisis. Supongo que ello implica que el profesor y
sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los
bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados
perpetuamente. Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos
levantarlo entre las ruinas de una de las ciudades destruidas de Europa o el
Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una inscripción, en letras de
dos metros de altura, con estas simples palabras: «Consagrado a la memoria
de los Educadores del Mundo.
Si monumentum requiris circumspice».
    Pero volviendo al futuro… Si ahora tuviera que volver a escribir este
libro, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico
y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una
posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de
desterrados o refugiados del mundo feliz, que viviría en una especie de
Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de
Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la
tecnología serían empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen
sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre
debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda
consciente e inteligente del Fin Último del hombre, el conocimiento unitivo
del Tao o Logos inmanente, la transcendente Divinidad de Brahma. Y la
filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto Utilitarismo,
en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio
del Fin Último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en
toda contingencia de la vida sería: «¿Hasta qué punto este pensamiento o
esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte
del mayor número posible de otros Individuos, del Fin Último del
hombre?».
    Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva
versión del libro) no sería trasladado a Utopía hasta después de que hubiese
tenido oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera mano acerca
de la naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan
libremente, consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios,
Un
mundo feliz
poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra
tan trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual,
en su forma actual, evidentemente carece.
    Pero
Un mundo feliz es un libro acerca del futuro, y, aparte sus
cualidades artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede
interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente,
a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más abajo en
el plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen
plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que
confirme o invalide las previsiones de 1931?

    Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión. Un
mundo feliz
no contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente,
es raro que no la contenga; porque las posibilidades de la energía atómica
eran ya tema de conversaciones populares algunos años antes de que este
libro fuese escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una
comedia de éxito sobre este tema, y recuerdo que también yo lo había
mencionado en una narración publicada antes de 1930. Así, pues, como
decía, es muy extraño que los cohetes y helicópteros del siglo
VII de Nuestro
Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no puede
excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de
Un mundo feliz no
es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los
logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por
sobreentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen
específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres humanos de
los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología.
La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la
historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos
en pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la
más profunda.
    Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el
mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos.
    Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade hizo
uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de
racionalizar su forma peculiar de insania. Robespierre había logrado la
forma más superficial de revolución: la política. Yendo un poco más lejos,
Babeuf había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí
mismo como el apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más
allá de la mera política y de la economía, la revolución de los hombres, las
mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a
ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de
todo pudor natural, de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de
la civilización tradicional. Entre sadismo y revolución realmente
revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable.
    Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran

el caos y la destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo
feliz pueden no ser cuerdas (en lo que podríamos llamar el sentido absoluto
de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta no es la anarquía, sino la
estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios
científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria.
    En la actualidad nos hallamos en la primera fase de lo que quizá sea la
penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la guerra atómica, en cuyo
caso no vale la pena de que nos preocupemos por las profecías sobre el
futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no
para dejar de luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan
racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo
XVIII. Los
horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron
realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los
políticos y generales de Europa resistieron conscientemente la tentación de
emplear sus recursos militares hasta los límites de la destrucción o (en la
mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del
enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria;
pero hubo también conservadores, decididos a toda costa a conservar
intacto su mundo. Durante los últimos treinta años no ha habido
conservadores; solo ha habido radicales nacionalistas de derecha y radicales
nacionalistas de izquierda. El último hombre de Estado conservador fue el
quinto marqués de Lansdowne; y cuando escribió una carta a
The Times
sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un
compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del
siglo
XVIII, el director de aquel diario, otrora conservador, se negó a
publicarla. Los radicales nacionalistas no se salieron con la suya, con las
consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación,
depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos
los males imaginables menos el hambre universal.
    Suponiendo, pues, que seamos capaces de aprender tanto de Hiroshima
como nuestros antepasados de Magdeburgo, podemos esperar un período,
no de paz, ciertamente, pero sí de guerra limitada y solo parcialmente
ruinosa. Durante este período cabe suponer que la energía nuclear estará
sujeta al yugo de los usos industriales. El resultado de ello será,

evidentísimamente, una serie de cambios económicos y sociales sin
precedentes en cuanto a su rapidez y radicalismo. Todas las formas de vida
humana actuales estarán periclitadas y será preciso improvisar otras nuevas
formas adecuadas al hecho —no humano— de la energía atómica. Procusto
moderno, el científico nuclear preparará el lecho en el cual deberá yacer la
Humanidad; y si la Humanidad no se adapta al mismo…, bueno, será una
pena para la Humanidad. Habrá que forcejear un poco y practicar alguna
amputación, la misma clase de forcejeos y de amputaciones que se están
produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a la carrera; solo que
esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado. Estas operaciones,
muy lejos de ser indoloras, serán dirigidas por gobiernos totalitarios
sumamente centralizados. Será inevitable; porque el futuro inmediato es
probable que se parezca al pasado inmediato, y en el pasado inmediato los
rápidos cambios tecnológicos, que se produjeron en una economía de
producción masiva y entre una población predominantemente no
propietaria, han tendido siempre a producir un confusionismo social y
económico. Para luchar contra la confusión el poder ha sido centralizado y
se han incrementado las prerrogativas del Gobierno. Es probable que todos
los gobiernos del mundo sean más o menos enteramente totalitarios, aun
antes de que se logre domesticar la energía atómica; y parece casi seguro
que lo serán durante el progreso de domesticación de dicha energía y
después del mismo.
    Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se
parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y piquetes de
ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y
deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día,
le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en
una época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el
Espíritu Santo. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual
los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran
gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario
ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a
amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los
Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros

de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y acientíficos. La antigua
afirmación de los jesuitas, según los cuales si se encargaban de la educación
del niño podían responder de las opiniones religiosas del hombre, fue
dictada más por el deseo que por la realidad de los hechos. Y el pedagogo
moderno probablemente es menos eficiente en cuanto a condicionar los
reflejos de sus alumnos de lo que lo fueron los reverendos padres que
educaron a Voltaire. Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado,
no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la
verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el
silencio sobre la verdad. Por el simple procedimiento de no mencionar
ciertos temas, de bajar lo que Mr. Churchill llama un telón de acero entre
las masas y los hechos o argumentos que los jefes políticos consideran
indeseables, la propaganda totalitarista ha influido en la opinión de manera
mucho más eficaz de lo que lo hubiese conseguido mediante las más
elocuentes denuncias y las más convincentes refutaciones lógicas. Pero el
silencio no basta. Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y otros
síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la
propaganda sean tan eficaces como los negativos. Los más importantes
Proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas patrocinadas por los
gobiernos sobre lo que los políticos y los científicos que intervendrán en
ellas llamarán el problema de la felicidad; en otras palabras, el problema de
lograr que la gente ame su servidumbre. Sin seguridad económica, el amor
a la servidumbre no puede llegar a existir; en aras a la brevedad, doy por
sentado resolver el problema de la seguridad permanente. Pero la seguridad
tiende muy rápidamente a darse por sentada. Su logro es una revolución
meramente superficial, externa. El amor a la servidumbre solo puede
lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las
mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esta revolución
necesitamos, entre otras cosas, los siguientes descubrimientos e inventos.
    En primer lugar, una técnica mucho más avanzada de la sugestión, mediante
el condicionamiento de los infantes y, más adelante, con la ayuda de drogas,
tales como la escopolamina. En segundo lugar, una ciencia, plenamente
desarrollada, de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes
gubernamentales destinar a cada individuo dado a su adecuado lugar en la

jerarquía social y económica. (Las clavijas redondas en agujeros cuadrados
tienden a alimentar pensamientos peligrosos sobre el sistema social y a
contagiar su descontento a los demás). En tercer lugar (puesto que la
realidad, por utópica que sea, es algo de lo cual la gente siente la necesidad
de tomarse frecuentes vacaciones), un sustitutivo para el alcohol y los
demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino y más
placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque este sería un
proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para
llegar a una conclusión satisfactoria), un sistema de eugenesia a prueba de
tontos, destinado a estandarizar el producto humano y a facilitar así la tarea
de los dirigentes. En
Un mundo feliz esta uniformización del producto
humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no
imposible. Técnica e ideológicamente, todavía estamos muy lejos de los
bebés embotellados y los grupos de Bokanovsky de adultos con inteligencia
infantil. Pero por los alrededores del año 600 de la Era Fordiana, ¿quién
sabe qué puede ocurrir? En cuanto a los restantes rasgos característicos de
este mundo más feliz y más estable —los equivalentes del soma, la
hipnopedia y el sistema científico de castas—, probablemente no se hallan
más que a tres o cuatro generaciones de distancia. Ya hay algunas ciudades
americanas en las cuales el número de divorcios iguala al número de bodas.
    Dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se
expenderán como las licencias para perros, con validez solo para un período
de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más
de un animal a la vez. A medida que la libertad política y económica
disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el
dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales
colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esta
libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la
influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual
ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.
Sopesándolo todo bien, parece como si la Utopía se hallara más cerca de
nosotros de lo que nadie hubiese podido imaginar hace solo quince años.
    Entonces, la situé para dentro de seiscientos años en el futuro. Hoy parece
posible que tal horror se implante entre nosotros en el plazo de un solo

siglo. Es decir, en el supuesto de que sepamos reprimir nuestros impulsos
de destruirnos en pedazos en el entretanto. Ciertamente, a menos que nos
decidamos a descentralizar y emplear la ciencia aplicada, no como un fin
para el cual los seres humanos deben ser tenidos como medios, sino como
el medio para producir una raza de individuos libres, solo podremos elegir
entre dos alternativas: o cierto número de totalitarismos nacionales,
militarizados, que tendrán sus raíces en el terror que suscita la bomba
atómica, y, en consecuencia, la destrucción de la civilización (o, si la guerra
es limitada, la perpetuación del militarismo); o bien un solo totalitarismo
supranacional cuya existencia sería provocada por el caos social que
resultaría del rápido progreso tecnológico en general y la revolución
atómica en particular, que se desarrollaría, a causa de la necesidad de
eficiencia y estabilidad, hasta convertirse en la benéfica tiranía de la Utopía.
Usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto.


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