Un mundo feliz - Capítulo XVIII + Trabajo escolar

 Llegamos al final.

Otra alegría por el desafío cumplido.

Aquí un grupo de full grown adults celebrando que leyeron otro libro juntxs. Con intercambio de links y memes incluido, pero eso es exclusivo del grupo de whatsapp.

No me aguanto, ya quiero mostrarles la página de Facebook que encontré. Parece ser el trabajo de alumnos de alguna escuela. Crearon fotos de personajes de la novela. En algunas de ellas, hablan como si fueran el personaje. Cómo se vería y qué diría un Alfa, un Épsilon, un Gamma. Cómo se vería una habitante de Malpaís. Excelente trabajo fechado en 2017, sin más datos de quiénes lo llevaron adelante.

El LINK.

Dejo aquí algunas fotos y la traducción del texto. Recomiendo.

Alphalpha Crowne, Alpha.
"Me gusta pensar que soy mejor que el resto. Para poder trabajar en el Centro de Incubación y Acondicionamiento del Centro de Londres como especialista en hipnopedia, tengo que ser superior, ¿verdad? Sólo trabajo para hacer mi parte porque todos trabajan para todos. No podemos prescindir de nadie. Incluso Epsilons. No habría podido ir a mi golf de obstáculos ayer sin los asistentes del helicóptero deltas. ¿Y si me lo perdiera? Para colmo, asistí al servicio de solidaridad. Había un montón de alfa-plus atractivos y guapos. Fue emocionante. Todos tomamos soma juntos, bailamos y cantamos porque, alabado sea Ford, ¿tengo razón? Pasé la noche con esos Alpha-más y bueno... ya sabes el resto."


Thelma Wright, enfermera gamma
"Hoy, en el Hospital para Moribundos de Park Lane, donde trabajo, tuve que acondicionar para la muerte a muchos Delta, ¡gemelos vestidos de color caqui! Hoy era el día de la muerte y todos los niños estaban extremadamente emocionados porque recibirían juguetes nuevos y helado de chocolate. Siempre es fantástico estar aquí para todos los niños e incluso para mí y para todas las demás enfermeras felices. Un acondicionamiento saludable para la muerte es lo mejor para nuestra sociedad y estoy muy feliz de ser parte de ello. Es fantástico que cuando la gente muere, sus cuerpos pueden reciclarse y convertirse en sustancias químicas".



Ryan Lowish, Beta
"No estoy seguro de qué quieres que hable jaja. Quiero decir, estoy haciendo lo que me encanta: trabajar en la fábrica. Empaquetamos cosas. No estoy seguro exactamente de qué empaquetamos, todo lo que sé es que sello una caja con cinta adhesiva y sello la siguiente caja con cinta adhesiva y sello la siguiente caja con cinta adhesiva y... etc. Me encanta, sin sorpresas, sin complicaciones. Entras, haces tu trabajo y te vas. Sin trabajo sucio como los Epsilons... Jaja "Epsilons".. Qué chiste, ¿verdad? Oye, hablando de chistes, ¿quieres escuchar uno?
Dos Epsilons entran en una comisaría de policía.
Uno dice: "Me gustaría denunciar un robo de identidad".
y el otro dice: "Yo también". 
¿Entiendes? Porque son clones el uno del otro"😂😂.




Seguiría sumando imágenes y texto porque es un trabajo fascinante. 
Los quiero mucho, chicos que leyeron Un mundo feliz. Vayan y recorran tan buen laburo.

¿Vamos directo al capítulo final? ¡Vale! Vamos con el Salvaje que reclamó su derecho a ser un desgraciado.

Nos leemos en comentarios!

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Imágenes por https://www.facebook.com/ourfordship/


Un mundo feliz - Capítulo XVIII - Final


    La puerta estaba entreabierta. Entraron.
    —¡John!
    Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y característico.
    —¿Ocurre algo? —preguntó Helmholtz.
    No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió
un silencio. Después, con un chasquido, la puerta del cuarto de baño se
abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.
    —¡Oye! —exclamó Helmholtz, solícito—. Tú no te encuentras bien,
John.
    —¿Te sentó mal algo que comiste? —preguntó Bernard.
    El Salvaje asintió.
    —Sí. Comí civilización.
    —¿Cómo?
    —Y me sentó mal; me enfermó. Y después —agregó en un tono de voz
más bajo—, comí mi propia maldad.
    —Pero ¿qué te pasa exactamente…? Ahora mismo estabas…
    —Ya estoy purificado —dijo el Salvaje—. Tomé un poco de mostaza
con agua caliente.
    Los otros dos le miraron asombrados.
    —¿Quieres sugerir que… que lo has hecho a propósito? —preguntó
Bernard.
    —Así es como se purifican los indios. —John se sentó, y, suspirando, se
pasó una mano por la frente—. Descansaré unos minutos —dijo—. Estoy
muy cansado.

    —Claro, no me extraña —dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en
otro tono—: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la
mañana.
    —Sí, salimos mañana —dijo Bernard, en cuyo rostro el Salvaje observó
una nueva expresión de resignación decidida—. Y, a propósito, John —
prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en la rodilla del
Salvaje—, quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer. —Se sonrojó—.
Estoy avergonzado —siguió a pesar de la inseguridad de su voz—,
realmente avergonzado…
    El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con
afecto.
    —Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo —siguió
Bernard, después de un silencio—. De no haber sido por él, yo no hubiese
podido…
    —Vamos, vamos —protestó Helmholtz.
    —Esta mañana fui a ver al Interventor —dijo el Salvaje al fin.
    —¿Para qué?
    —Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.
    —¿Y qué dijo? —preguntó Helmholtz.
    El Salvaje movió la cabeza.
    —No quiso.
    —¿Por qué no?
    —Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen —
agregó el Salvaje con súbito furor—, que me aspen si sigo siendo objeto de
experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo
entero. Me marcharé mañana, también.
    —Pero ¿adónde? —preguntaron a coro sus dos amigos.
    El Salvaje se encogió de hombros.
    —A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.
Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta
Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía
hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la

misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham,
Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog’s Back y Hindhead había puntos
en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis
kilómetros. La distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos,
sobre todo de noche y cuando habían tomado medio gramo de más. Se
habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido
desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre
Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el
curso de la antigua ruta Portsmouth-Londres.
    El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de
la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se
hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado
el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado
lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar
tales inconvenientes con una autodisciplina más dura, con purificaciones
más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin
conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al
Cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona,
en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila.
    De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato,
soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una
agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria,
mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía:
«¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!», una y otra vez,
hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.
    Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el
derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la
mayoría de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era
preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se había
trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John
había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su
punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de
un ser divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana
constante de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de

Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo
tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de
sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma razón, el Salvaje
subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del
amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién
reconquistado.
    En el valle que separaba Hog’s Back de la colina arenosa en la cima de
la cual se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de
nueve pisos, con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de
Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas
pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario de lagunas.
    Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la
torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés,
Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada y romántica
distancia. Pero no solo lo que se veía a distancia había atraído al Salvaje a
su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor. Los
bosques, las extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos de
pinos silvestres, las lagunas y albercas relucientes, con sus abedules y
sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de junco, poseían una
intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto
americano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje
pasaba días enteros sin ver a un solo hombre. El faro se hallaba solo a un
cuarto de hora de vuelo de la Torre de Charing-T; pero las colinas de
Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las
multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían solo para jugar al
Golf Electromagnético o al tenis.
    La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para
sus gastos personales, había sido empleado en la adquisición del equipo
necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había comprado cuatro
mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas pocas
herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día un parahúso
para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de
semilla y diez kilos de harina de trigo.

    —No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de
desperdicios de algodón —había insistido—. Aunque sean muy nutritivos.
    En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de
buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del tendero. Ahora,
mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba amargamente su
debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que jamás los
comería, aunque se muriera de hambre. «Les daré una lección», pensó
vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.
    John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría
para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo
suficiente para permitirle vivir con independencia del mundo exterior.
    Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto muchos
conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a
construir un arco y las correspondientes flechas.
    Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban
avellanos llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno
joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de
longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por capa, fue quitándole la
madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta
que obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y
flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy
intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las cuales,
cuando deseaba algo, le bastaba pulsar un botón o girar una manija, fue para
él una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.
    Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un
sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando
consigo mismo desde fuera, se hubiese descubierto de pronto en flagrante
delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido allá para
cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para
purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa.
    Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había
olvidado lo que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre
Linda, su propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos que
pululaban como gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con

su sola presencia, no solo el dolor y el remordimiento del propio John, sino
a los mismos dioses. Había jurado recordar, había jurado reparar
incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal
como suena, cantando… Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a
hervir agua en el fuego.
    Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los
Grupos de Bokanovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead,
y, desde lo alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven de pie
en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a
sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven aparecía
cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco
discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a
un lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando
boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres… Contaron
los azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo,
corrió hasta el borde del bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió
a coger el látigo y siguió azotándose: nueve, diez, once, doce…
    —¡Ford! —murmuró el conductor.
    Y los mellizos fueron de la misma opinión.
    —¡Reford! —dijeron.
    Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron
los periodistas.
    Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo.
El Salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado
treinta varas de avellano, y las había guarnecido en la punta con aguzados
clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado una incursión a la
granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a
todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las
flechas cuando el primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado
con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.
    —Buenos días, Mr. Salvaje —dijo—. Soy el enviado de
El Radio
Horario
.
    Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies,
desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel.

    —Perdón —dijo el periodista, sinceramente compungido—. No tenía
intención… —Se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio en el
que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico—. Perdone que no me
descubra —dijo—. Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía,
me envía
El Radio
    —¿Qué quiere? —preguntó el Salvaje, ceñudo.
    —Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría
muchísimo… —Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de
coquetería—. Solo unas pocas palabras de usted, Mr. Salvaje.
    Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos
cables conectados a la batería que llevaba en torno de la cintura; los
enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio; tocó
un resorte de la cúspide del mismo y una antena se disparó en el aire; tocó
otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó un
pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince
centímetros de su nariz; se bajó hasta las orejas un par de auriculares, pulsó
un botón situado en el lado izquierdo del sombrero, que produjo un débil
zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido
por una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.
    —Al habla —dijo, por el micrófono—, al habla, al habla…
    Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.
    —¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he pescado. Ahora Mr.
Salvaje cogerá el micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, Mr.
Salvaje. —Miró a John y le dirigió otra de sus melifluas sonrisas—. Diga
solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a
marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales
también algo, naturalmente, del látigo. —El Salvaje tuvo un sobresalto.
¿Cómo se habían enterado de lo del látigo?
    —Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo. Díganos también
algo acerca de la Civilización. Ya sabe. «Lo que yo opino de la muchacha
civilizada». Solo unas palabras…
    El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Solo pronunció cinco
palabras, ni una sola más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a
Bernard a propósito del Archichantre Comunal de Canterbury.

    Háni!, sons éso tse-ná!
    Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el
joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero),
tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol,
soltó un puntapié prodigioso.
    Ocho minutos más tarde, una nueva edición de
El Radio Horario
aparecía en las calles de Londres. «Un periodista de El Radio Horario
recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el coxis», decía el titular de la primera
página. «Sensación en Surrey».
    «Y sensación en Londres, también», pensó el periodista a su vuelta,
cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa.
Tuvo que tomar asiento con mucha cautela a la hora de almorzar.
    Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su
colega, otros cuatro periodistas, enviados por el
Times de Nueva York, El
Continuo de Cuatro Dimensiones
de Francfort, El Monitor Científico
Fordiano
y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron
recibidos con progresiva violencia.
    Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas
nalgas, el periodista de
El Monitor Científico Fordiano gritó:
    —¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de
soma?
    —¡Fuera de aquí! —contestó el Salvaje.
    El otro se alejó unos pasos y se volvió.
    —El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.
    
Kohakwa iyathtokyai!
    —El dolor es una ilusión.
    —¿Ah, sí? —dijo el Salvaje.
    Y sujetando una gruesa vara avanzó un paso.
    El enviado de
El Monitor Científico Fordiano echó a correr hacia su
helicóptero.
    A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo.
    Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre,
inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había
acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un
agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez

que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento,
mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto
zumbido (el Salvaje se veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la
Doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos), el Salvaje
trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo
visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre
su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.
    Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había
pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en el suelo. De
pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real, desnuda
y tangible, que le decía: «¡Cariño!» y «¡Abrázame!», con solo las medias y
los zapatos puestos, perfumada… ¡Impúdica zorra! Pero… ¡oh, oh…! Sus
brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios… La eternidad
estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina… ¡No, no, no, no! El
Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa.
    Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro
espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo
de sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de
puntas, lo pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre
Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible
que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero
la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado
olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los
enebros, su carne recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente
real. «Cariño, cariño… si también tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?».
    El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a
mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el
Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo levantó en el aire. Las
cuerdas de nudos mordieron su carne.
    —¡Zorra! ¡Zorra! —gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y
con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida,
perfumada, infame, a quien así azotaba—. ¡Zorra! —Y después, con voz de
desesperación—: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy
malo. Soy pérfido. Soy… ¡No, no, zorra, zorra!

    Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a
trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza
mayor más experto de la Sociedad Productora de Films para los
sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje. La
paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte
se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble
artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los brezos,
ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrando cables en la blanda
arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había
llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las
espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas.
    «Espléndido —se dijo, cuando el Salvaje empezó su número—.
¡Espléndido!».
    Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como
pegadas con cola a su móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente
para captar un primer plano del rostro frenético y contorsionado
(¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un efecto cómico
exquisito, se prometió a sí mismo); y, entretanto, escuchó con deleite los
golpes, los gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista
sonora del film; probó el efecto de una ligera amplificación (así,
decididamente, resultaba mejor); le encantó oír, en un breve momento de
pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el Salvaje se volviera para
poder tomar un buen primer plano de la sangre en su espalda… y casi
inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho se volvió, y el
fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.
    «¡Bueno, ha sido estupendo! —se dijo, cuando todo hubo acabado—.
¡De primera calidad!». Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en los
estudios le hubiesen añadido los efectos táctiles, resultaría una película
perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin Bonaparte, como
La vida amorosa
del cachalote
. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir!
    Doce días más tarde,
El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía
verse, oírse y palparse en todos los palacios de sensorama de primera
categoría de la Europa occidental.

   El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La
tarde que siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue
interrumpida bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de
helicópteros.
    John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia
mente, revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte… E
hincaba su azada una y otra vez… «Y todos nuestros ayeres han iluminado
para los necios el camino hacia la polvorienta muerte». Un trueno
convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada de
tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder
progresivamente su condición humana, y al fin…? El Salvaje sintió un
escalofrío… Y al fin se había convertido en… «una buena carroña para
besar…». Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó profundamente en
el suelo. «Somos para los dioses como moscas en manos de chiquillos
caprichosos; nos matan como en un juego». Otro trueno; palabras que por sí
mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la
misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado
«dioses eternamente amables». Además, «el mejor de los descansos es el
sueño; y tú a menudo lo buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte,
que es la misma cosa».
    Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza se convirtió en
un rugido; y, de pronto, John se encontró a la sombra. Algo se había
interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, levantó los ojos de su tarea y de
sus pensamientos; levantó los ojos como deslumbrado, con la mente
vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la
misma verdad, concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la
divinidad; levantó los ojos y vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de
aparatos voladores. Llegaron como una plaga de langostas, permanecieron
suspendidos en el aire y, al fin, se posaron sobre los brezales, a su alrededor.
    De los vientres de aquellas langostas gigantescas surgían hombres con
pantalones blancos de franela de viscosa, y mujeres (porque hacía calor) en
pijama de shantung de acetato, o pantalones cortos de velvetón y blusas sin
mangas, muy escotadas… Una pareja de cada aparato. En pocos minutos
había docenas de ellos, de pie, formando un espacioso círculo alrededor del

faro mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas, arrojándole
(como a un mono) cacahuetes, paquetes de goma de mascar de hormona
sexual, galletitas panglandulares. Y constantemente —porque ahora la
corriente de tráfico fluía incesante por encima de Hog’s Back— su número
iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se convirtieron en
veintenas, y las veintenas en centenares.
    El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de un
animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro,
mirando aquellas caras con expresión de mudo horror como un hombre que
hubiese perdido el juicio.
    El impacto en su mejilla de un paquete de chicle bien dirigido lo sacó de
su estupor para devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del
todo, en una explosión de ira.
    —¡Fuera! —gritó.
    El mono había hablado; estallaron risas.
    —¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva! ¡Viva!
    Y entre aquella babel de gritos, John oyó:
    —¡El látigo, el látigo, el látigo!
    Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo de
cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como
amenazando a sus verdugos.
    Brotó un clamor de irónico entusiasmo.
    John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada.
    La línea de mirones osciló en el punto amenazado más inmediatamente,
pero recobró la rigidez y aguantó firme. La conciencia de contar con la
superioridad numérica prestaba a aquellos mirones un valor que el Salvaje
no se había supuesto.
    —¿Por qué no me dejáis en paz?
    En su ira había un leve matiz quejumbroso.
    —¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? —dijo el hombre que,
caso de que el Salvaje siguiera avanzando, había de ser el primero en ser
atacado. Y agitó una bolsita—. Son estupendas, ¿sabes? —agregó, con una
sonrisa propiciatoria y algo nerviosa—. Y las sales de magnesio te
mantendrán joven.

    —¿Qué queréis de mí? —preguntó, volviéndose de un rostro sonriente a
otro—. ¿Qué queréis de mí?
    —¡El látigo! —contestó un centenar de voces, confusamente—. Haz el
número del látigo. Queremos ver el número del látigo.
    Entonces un grupo situado a un extremo de la línea empezó a gritar al
unísono y rítmicamente:
    —¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
    —¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
    Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad,
por la sensación de comunión rítmica, daban la impresión de que hubiesen
podido seguir gritando así durante horas enteras, casi indefinidamente. Pero
a la vigésimo quinta repetición se produjo una súbita interrupción. Otro
helicóptero procedente de la dirección de Hog’s Back, permaneció unos
segundos inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos metros de
donde se encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la hilera
de mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó momentáneamente el
griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores enmudecieron,
los gritos de: «¡El látigo! ¡El látigo!». Se reanudaron, fuertes, insistentes,
monótonos.
    La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un joven rubio, de
rostro atezado, y después una muchacha que llevaba pantalones cortos de
pana verde, blusa blanca y gorrito de
jockey.
    Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se
cubrió de súbita palidez.
    La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con una sonrisa incierta,
implorante, casi abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios de la
muchacha se movieron; debía de decir algo; pero el sonido de su voz era
ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que seguían vociferando su
estribillo.
    —¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
    La muchacha se llevó ambas manos al costado izquierdo, y en su rostro
de muñeca, aterciopelado como un melocotón, apareció una extraña
expresión de dolor y ansiedad. Sus ojos azules parecieron aumentar de
tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto, dos lágrimas rodaron por

sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un gesto rápido
y apasionado, tendió los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.
    —¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!
    Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.
    —¡Ramera!
    El Salvaje había corrido al encuentro de la muchacha como un loco.
    «¡Zorra!», había gritado, como un loco, y empezó a azotarla con su látigo
de cuerdas de nudos.
    Aterrorizada, la joven se había vuelto, disponiéndose a huir, pero había
tropezado y caído al suelo.
    —¡Henry, Henry! —gritó.
    Pero su atezado compañero se había ocultado detrás del helicóptero,
poniéndose a salvo.
    Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se produjo
una carrera convergente hacia el centro magnético de atracción. El dolor es
un horror que fascina.
    —¡Quema, lujuria, quema!
    —¡Oh, la carne!
    El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó sobre sus propios
hombros.
    —¡Muera! ¡Muera!
    Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del
dolor, e impelidos íntimamente por el hábito de cooperación, por el deseo
de unanimidad y comunión que su condicionamiento había hecho arraigar
en ellos, los curiosos empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje,
golpeándose unos a otros cada vez que este azotaba su propia carne rebelde
o aquella regordeta encarnación de la torpeza carnal que se retorcía sobre la
maleza, a sus pies.
    —¡Muera, muera, muera! —seguía gritando el Salvaje.
    Después, de pronto, alguien empezó a cantar:
Orgía-Porfía, y al cabo de
un instante todos repetían el estribillo y, cantando, habían empezado a
bailar. Orgía-Porfía, vueltas y más vueltas, pegándose unos a otros al
compás de seis por ocho. Orgía-Porfía…

    Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó.
    Obnubilado por el
soma, y agotado por el prolongado frenesí de
sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre los brezos. El sol estaba muy
alto cuando despertó. Permaneció echado un momento, parpadeando a la
luz, como un mochuelo, sin comprender; después, de pronto, lo recordó
todo.
    Se cubrió los ojos con una mano.
    Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través
de Hog’s Back formaba una densa nube de diez kilómetros de longitud.
    —¡Salvaje! —llamaron los primeros en llegar—. ¡Mr. Salvaje!
    No hubo respuesta.
    La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y penetraron en la
penumbra del interior. A través de un arco que se abría en el otro extremo
de la estancia podían ver el arranque de la escalera que conducía a las
plantas superiores. Exactamente bajo la clave del arco se balanceaban unos
pies.
    —¡Mr. Salvaje!
    Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los pies
giraban hacia la derecha: Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudsudoeste;
después se detuvieron, y, al cabo de pocos segundos, giraron, con idéntica
calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste, Sur, Sudeste, Este…

FIN



Comentarios

  1. Llegamos al final del camino, mucho pensar en estos últimos capítulos dónde las teorías y formas de percibir al mundo se desplegan en totalidad. Mustapha Mond defendiendo el sistema social que permite a todos sus miembros sentirse útiles viviendo vidas vacías desapasionadas, con la hipocresía de quién tiene asegurado el sello de aprobación o el destierro para quienes no cumplen las reglas. John defendiendo la libertad de sufrir por la belleza y crueldad del mundo. Incluso si eso le trajera felicidad su propia desdicha sería propia. Ninguno pudiendo encontrar otra salida para crear puntos de encuentro alguna solución que permita resguardarse del sometimiento absoluto, la servidumbre a la sociedad libre con su soma y su ignorancia programada y la sociedad apasionada, culposa y celosa de parámetros conservadores pero con singularidades únicas.
    Es claro que el "alma" de los hombres buscará maneras de encender su curiosidad el mismo Mustapha Mond admite haber sido uno de los anomarles y elegir quedarse a vigilar al resto en pos de resguardar su pedazo de individualidad, Lenina comienza a pensar en sentimientos románticos más allá del sexo cuando se enfrenta al mensaje confuso que le envía John. Pero todo la imposibilidad de encontrar un punto medio hace que John con su pasión y su culpa y su religión no puedan soportar un minuto más frente al mundo felíz.
    Elige finalmente sobre su propio cuerpo y sobre su propio destino, elige el suicidio aunque es pecado, elige que su cuerpo no sea un producto más para el beneficio de una sociedad que despreciaba y en esa rebeldía termina siendo de alguna manera libre al fin.

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