Un mundo feliz - Capítulo XVII + Emily Carroll



"Como yo soy quien hace las leyes, también puedo quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx —agregó, volviéndose hacia Bernard—, cosa que me temo usted no pueda hacer."
Frasecita que rescato del capítulo anterior en esta fecha aciaga después de una nueva votación en contra del pueblo, en Argentina.

Bernard acusando a sus amigos para que les caiga a ellos el castigo me hace pensar en uno de los capítulos finales de 1984. No dar la vida por nadie, no defender y en última instancia no amar profundamente a nadie.

Y Helmholtz termina en las Malvinas.

Estamos pisando el final de la novela y en el grupo de whatsapp del Club, ya se discute con qué distopía vamos a continuar.
Viene metiendo presión Fahrenheit 451.Y parece que junto con 1984 y Un mundo feliz, son llamados La trilogía fundacional (a pesar de que hay distopías anteriores como Nosotros, del ruso Yevgueni Zamiatin, escrita en 1920 y que pueden encontrar en el Drive de distopías de Lapocalipsi (link debajo, como en cada entrada del blog).
Les dejo este LINK donde alguien hizo una exhaustiva comparación de las tres novelas, por supuesto, contiene spoilers.

Visitar ese enlace me llevó a encontrar las maravillosas ilustraciones de Emily Carroll sobre Un mundo feliz. Pude rescatar dos en buena calidad y aquí las comparto.


Adoro ese estilo retro y espero las disfruten tanto como yo.
Sin más vamos al anteúltimo capítulo de la novela que nos reúne.

¡Nos leemos en comentarios!

Otras novelas de Huxley

Imágenes por Emily Carroll






Un mundo feliz - Capítulo XVII

    —Arte, ciencia… Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por
su felicidad —dijo el Salvaje, cuando quedaron a solas—. ¿Algo más,
acaso?
    —Pues… la religión, desde luego —contestó el Interventor—. Antes de
la Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada… Dios. Perdón, se me
olvidaba: usted está perfectamente informado acerca de Dios, supongo.
    —Bueno…
    El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la
noche, de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo la luna, del precipicio,
de la zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le hubiese gustado hablar de
todo ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni siquiera en Shakespeare.
    El Interventor, entretanto, se había dirigido al otro extremo de la
estancia, y abría una enorme caja de caudales empotrada en la pared, entre
los estantes de libros. La pesada puerta se abrió. Buscando en la penumbra
de su interior, el Interventor dijo:
    —Es un tema que siempre me ha interesado mucho. —Sacó de la caja
un grueso volumen negro—. Supongo que usted no ha leído esto, por
ejemplo.
    El Salvaje cogió el libro.
    
La Sagrada Biblia, con el Antiguo y el Nuevo Testamento —leyó en
voz alta.
    —Ni esto.
    Era un libro pequeño, sin tapas.
    
La Imitación de Cristo.
    —Ni esto.
    Y le ofreció otro volumen.
    
Las Variedades de la experiencia Religiosa, de William James.
    —Y aún tengo muchos más —prosiguió Mustafá Mond, volviendo a
sentarse—. Toda una colección de antiguos libros pornográficos. Dios en el
arca y Ford en los estantes.
    Y señaló, riendo, su biblioteca oficial, los estantes llenos de libros, las
hileras de carretes y rollos de cintas sonoras.
    —Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? —
preguntó el Salvaje, indignado—. ¿Por qué no les da a leer estos libros que
tratan de Dios?
    —Por la misma razón por la que no les dejo leer
Otelo: son antiguos;
tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de ahora.
    —Pero Dios no cambia.
    —Los hombres sí.
    —Y ello, ¿produce alguna diferencia?
    —Una diferencia fundamental —dijo Mustafá Mond. Volvió a
levantarse y se acercó al arca—. Existió un hombre que se llamaba cardenal
Newman —dijo—. Un cardenal —explicó a modo de paréntesis— era una
especie de Archichantre Comunal.
    —«Yo, Pandulfo, cardenal de la bella Milán». He leído acerca de ellos
en Shakespeare.
    —Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba
cardenal Newman. ¡Ah, aquí está el libro! —Lo sacó del arca—. Y puesto
que me viene a mano, sacaré también este otro. Es de un hombre que se
llamó Maine de Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era
un filósofo.
    —Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y
en la tierra —dijo el Salvaje inmediatamente.
    —Exacto. Después, leeré una de las cosas en que este filósofo soñó. De
momento, escuche lo que decía ese antiguo Archichantre Comunal. —Abrió
el libro por el punto marcado con un trozo de papel y empezó a leer—. «No
somos más nuestros de lo que es nuestro lo que poseemos. No nos hicimos
a nosotros mismos, no podemos ser superiores a nosotros mismos. No

somos nuestros propios dueños. Somos propiedad de Dios. ¿No consiste
nuestra felicidad en ver así las cosas? ¿Existe alguna felicidad o algún
consuelo en creer que somos nuestros? Es posible que los jóvenes y los
prósperos piensen así. Es posible que estos piensen que es una gran cosa
hacerlo según su voluntad, como ellos suponen, no depender de nadie, no
tener que pensar en nada invisible, ahorrarse el fastidio de tener que
reconocer continuamente, de tener que rezar continuamente, de tener que
referir continuamente todo lo que hacen a la voluntad de otro. Pero a
medida que pase el tiempo, estos, como todos los hombres, descubrirán que
la independencia no fue hecha para el hombre, que es un estado antinatural,
que puede sostenerse por un momento, pero no puede llevarnos a salvo
hasta el fin…». —Mustafá Mond hizo una pausa, dejó el primer libro y,
cogiendo el otro, volvió unas páginas del mismo—. Vea esto, por ejemplo
—dijo; y con su voz profunda empezó a leer de nuevo—. «Un hombre
envejece; siente en sí mismo esa sensación radical de debilidad, de fatiga,
de malestar, que acompaña a la edad avanzada; y, sintiendo esto, imagina
que, simplemente, está enfermo, engaña sus temores con la idea de que su
desagradable estado obedece a alguna causa particular, de la cual, como de
una enfermedad, espera rehacerse. ¡Vaya imaginaciones! Esta enfermedad
es la vejez; y es una enfermedad terrible. Dicen que el temor a la muerte y a
lo que sigue a la muerte es lo que induce a los hombres a entregarse a la
religión cuando envejecen. Pero mi propia experiencia me ha convencido de
que, aparte tales terrores e imaginaciones, el sentimiento religioso tiende a
desarrollarse a medida que la imaginación y los sentidos se excitan menos y
son menos excitables, nuestra razón halla menos obstáculos en su labor, se
ve menos ofuscada por las lágrimas; los deseos y las distracciones en que
solía absorberse; por lo cual Dios emerge como desde detrás de una nube;
nuestra alma siente, ve, se vuelve hacia el manantial de toda luz; se vuelve,
natural e inevitablemente, hacia ella; porque ahora que todo lo que daba al
mundo de las sensaciones su vida y su encanto ha empezado a alejarse de
nosotros, ahora que la existencia fenoménica ha dejado de apoyarse en
impresiones interiores o exteriores, sentimos la necesidad de apoyarnos en
algo permanente, en algo que nunca pueda fallarnos, en una realidad, en una
verdad absoluta e imperecedera. Sí, inevitablemente nos volvemos hacia

Dios; porque este sentimiento religioso es por naturaleza tan puro, tan
delicioso para el alma que lo experimenta, que nos compensa de todas las
demás pérdidas». —Mustafá Mond cerró el libro y se arrellanó en su
asiento—. Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las que esos
filósofos no soñaron fue esto —e hizo un amplio ademán con la mano—:
nosotros, el mundo moderno. «Solo podéis ser independientes de Dios
mientras conservéis la juventud y la prosperidad; la independencia no os
llevará a salvo hasta el final». Bien, el caso es que actualmente podemos
conservar y conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué
se sigue de ello? Evidentemente, que podemos ser independientes de Dios.
«El sentimiento religioso nos compensa de todas las demás pérdidas». Pero
es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar; por
tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por qué deberíamos correr
en busca de un sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles
nunca cejan? ¿Para qué un sucedáneo para las diversiones, si seguimos
gozando de las viejas tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad
tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen
deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos, puesto que
tenemos
soma? ¿Para qué buscar algo inamovible, si ya tenemos el orden
social?
    —Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? —preguntó el Salvaje.
    —No, yo creo que probablemente existe un dios.
    —Entonces, ¿por qué…?
    Mustafá Mond le interrumpió.
    —Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres
diferentes. En los tiempos premodernos se manifestó como el ser descrito
en estos libros. Actualmente…
    —¿Cómo se manifiesta actualmente? —preguntó el Salvaje.
    —Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en
absoluto.
    —Esto es culpa de ustedes.
    —Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el
maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso
elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la

felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de
seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si…
    El Salvaje le interrumpió.
    —Pero ¿no es
natural sentir que hay un Dios?
    —Pero la gente ahora nunca está sola —dijo Mustafá Mond—. La
inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les es
imposible estar solos alguna vez.
    El Salvaje asintió sombríamente. En Malpaís había sufrido porque lo
habían aislado de las actividades comunales del pueblo; en el Londres
civilizado sufría porque nunca lograba escapar a las actividades comunales,
nunca podía estar completamente solo.
    —¿Recuerda aquel fragmento de
El Rey Lear? —dijo el Salvaje, al fin
—: «Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en
instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te
concibió le costó los ojos», y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está
herido, agonizante: «Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la
vuelta entera; aquí estoy». ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un
Dios que dispone las cosas, que castiga, que premia?
    —¿Sí? —preguntó el Interventor a su vez—. Puede usted permitirse
todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo
de que le saque los ojos la amante de su hijo. «La rueda ha dado una vuelta
entera; aquí estoy». Pero ¿dónde estaría Edmundo actualmente? Estaría
sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una
chica, mascando un chicle de hormonas sexuales y contemplando el
sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado,
en última instancia, por las personas que organizan la sociedad. La
Providencia recibe órdenes de los hombres.
    —¿Está seguro de ello? —preguntó el Salvaje—. ¿Está completamente
seguro de que Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan
duramente como el herido que se desangra hasta morir? Los dioses son
justos. ¿Acaso no han empleado estos vicios de placer como instrumento
para degradarle?
    —¿Degradarle de qué posición? En su calidad de ciudadano feliz,
trabajador y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego, si usted elige

como punto de referencia otro distinto del nuestro, tal vez pueda decir que
ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel a un mismo juego de
postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el
reglamento de Pelota Centrífuga.
    —Pero el valor no reside en la voluntad particular —dijo el Salvaje—.
Conservar su estima y su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí
mismo como a los ojos del tasador.
    —Vamos, vamos —protestó Mustafá Mond—. ¿No le parece que esto
es ya ir demasiado lejos?
    —Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí
mismos dejarse degradar por los vicios agradables. Tendrían una razón para
soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas de valor. He
podido verlo así en los indios.
    —No lo dudo —dijo Mustafá Mond—. Pero nosotros no somos indios.
Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea
seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal
idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a
obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.
    —¿Y en qué queda, entonces, la autonegación? Si ustedes tuvieran un
Dios, tendrían una razón para la autonegación.
    —Pero la civilización industrial solo es posible cuando no existe
autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los límites impuestos por
la higiene y la economía. De otro modo las ruedas dejarían de girar.
    —¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! —dijo el Salvaje,
sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.
    —Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia.
    Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a
su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin
gran cantidad de vicios agradables.
    —Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y
heroico. Si ustedes tuvieran un Dios…
    —Mi joven y querido amigo —dijo Mustafá Mond—, la civilización no
tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son
síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente organizada

como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse noble y
heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes de
que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de
lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales
luchar o que defender, allí, es evidente, la nobleza y el heroísmo tienen
algún sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman todas las
precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a
otra persona.
    »No existe la posibilidad de elegir entre dos lealtades o fidelidades;
todos están condicionados de modo que no pueden hacer otra cosa más que
lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer resulta tan agradable, se
permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no
existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún
desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el
soma, que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay
el
soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos,
para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas solo podían
conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro
entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio
gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede
llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco.
El cristianismo sin lágrimas: esto es el
soma.
    —Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda lo que dice Otelo? «Si
después de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá los vientos soplen hasta
despertar a la muerte». Hay una historia, que uno de los ancianos indios
solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los jóvenes que
aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su
huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos
mágicos. La mayoría de los jóvenes, simplemente, no podían resistir las
picaduras y el escozor. Pero el que logró soportar la prueba, se casó con la
muchacha.
    —Muy hermoso. Pero en los países civilizados —dijo el Interventor—
se puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay

moscas ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de
ellos.
    El Salvaje asintió, ceñudo.
    —Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo
desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en
el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en
armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos enfrentándose a los
mismos… Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni
resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.
    El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su
habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un mar de luces
cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del espacio,
fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus hábitos, de su
cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, exdirector de Incubadoras y
Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de
la humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro
horrible ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en
un mundo hermoso…
    —Lo que ustedes necesitan —prosiguió el Salvaje— es algo
con
lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
    »Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el
peligro, aunque solo sea por una cáscara de huevo… ¿No hay algo en esto?
—preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond—. Dejando aparte a Dios,
aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su
hechizo el vivir peligrosamente?
    —Ya lo creo —contestó el Interventor—. De vez en cuando hay que
estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.
    —¿Cómo? —preguntó el Salvaje, sin comprender.
    —Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos
impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.
    —¿S.P.V.?
    —Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes.
Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico

completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce asesinar
a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.
    —Es que a mí me gustan los inconvenientes.
    —A nosotros, no —dijo el Interventor—. Preferimos hacer las cosas
con comodidad.
    —Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía,
quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.
    —En suma —dijo Mustafá Mond—, usted reclama el derecho a ser
desgraciado.
    —Muy bien, de acuerdo —dijo el Salvaje, en tono de reto—. Reclamo
el derecho a ser desgraciado.
    —Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente,
el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a
ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir
mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser atormentado.
    Siguió un largo silencio.
    —Reclamo todos estos derechos —concluyó el Salvaje.
    Mustafá Mond se encogió de hombros.
    —Están a su disposición —dijo.




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