Un mundo feliz - Capítulo XVI + Ted Kooser




Jueves de capítulo XVI. (Lunes, es lunes de capítulo).

En el capítulo anterior, el Salvaje John ha creado el caos en el hospital de moribundos.

Ha tenido una epifanía.

Su misión es hacer libres a los hombres y que el mundo recobre su belleza.

Hemholtz siente el llamado y acompaña a John en la cruzada.

Bernard demuestra con creces ser un pusilánime (creo que no había usado la palabra pusilánime hasta que conocí a Bernard).

El discurso sintético antidisturbios y el vapor de soma, disuelven toda rebelión, al menos por ahora.


Yo también siento una llamada al leer ese capítulo, y considero que para que el mundo recobre su belleza, es una buena idea leerlo bajo la mirada de Ted Kooser.

Ted es un poeta estadounidense nacido en 1939. En sus poemas parece captar la belleza de los instantes más cotidianos y fugaces.

Dice Ted:  “Escribo para otras personas con la esperanza de poder ayudarles a ver las cosas maravillosas de sus experiencias cotidianas. En resumen, quiero mostrarle a la gente lo interesante que puede ser el mundo ordinario si prestas atención”.

Pero para prestar atención no debemos estar bajo los efectos del soma. ¿Cuál les parece que es el soma de nuestra época?

Un detalle interesante de la vida del poeta: Al darse cuenta de que tenía que ganarse la vida, Kooser aceptó un trabajo inicial en una compañía de seguros en Nebraska. Permanecería en la industria hasta 1999 y finalmente se convertiría en vicepresidente de Lincoln Benefit Life Company. A lo largo de su carrera en seguros, Kooser escribió poemas, generalmente entre las cinco y media y las siete de la mañana, antes de ir a la oficina.

Ted Kooser escribió habitualmente la columna llamada American life in poetry, en la página se ofrece además la opción de suscribirse para recibir un poema por día.

Y aquí viene una hermosa casualidad: sin saber esa información, en el grupo de whatsapp que tenemos con Shirley Temperley, en el que enviamos un poema por día, el primer poema que enviamos es de Ted Kooser. Además es el que da nombre al grupo: Pequeño sistema de cuidados.

Toda esta información es la excusa para compartir con ustedes los poemas de Ted Kooser que pude conseguir en español, para que el mundo, al menos por un rato, recobre su belleza.

Si quieren recibir un poema por día, se unen AQUÍ.

Dice Ted:



Volar de noche


Estrellas ahí arriba. Y debajo, constelaciones.
A cinco mil millones de kilómetros se muere una galaxia
como un copo de nieve que se posa en el agua. Ahí abajo
un granjero, que siente el escalofrío de esa muerte lejana,
prende la luz del patio, y reclama sus galpones y el granero
para su pequeño sistema de cuidados.
Toda la noche las ciudades, como novas resplandecientes,
se disputan con calles iluminadas las noches solitarias
como la suya.


Una vislumbre de lo eterno

Justo ahora,
un gorrión dio contra
la rama de un pino
al otro lado
de la ventana de mi dormitorio
y un soplo
de polen amarillo
se fue volando.


Después de años

Hoy, desde lejos, te vi
alejarte, y sin un sonido
la resplandeciente cara de un glaciar
se hundió en el mar. Un viejo roble
cayó en las Cumberlands, levantando apenas
un puñado de hojas, y una anciana
que esparcía maíz para sus gallinas levantó la mirada
por un instante. En el extremo opuesto
de la galaxia, una estrella treinta y cinco veces
mayor que nuestro sol explotó
y se desvaneció, dejando una pequeña mancha verde
en la retina del astrónomo
como si éste estuviera de pie en la gran cúpula abierta
de mi corazón sin nadie a quien contárselo.


Tatuaje


Lo que alguna una vez pretendía ser una declaración
(una daga sangrante sostenida en el puño
de un corazón tembloroso) ahora es tan sólo una herida
en un hombro viejo y huesudo, el sitio donde una vez
la vanidad le golpeó con fuerza y el dolor se prolongó
interminablemente. Da la impresión de ser
alguien a quien hay que tomar en cuenta,
fuerte como un semental, veloz e irascible,
pero en esta mañana fría, a medida que camina
entre las mesas de una venta de garaje
con su camiseta negra ceñida y arremangada
para enseñarnos quién fuera, hoy sólo
es otro anciano más, tomando las herramientas
estropeadas y devolviéndolas a su sitio,
el corazón reblandecido y triste repleto de anécdotas.


Madre

Mediados de abril ya y los ciruelos silvestres
florecen a la orilla del camino, un blanco de encaje
en contraste con el verde exuberante y jubiloso
de la hierba nueva y el negro polvoriento y descolorido
de las cunetas calcinadas. No hay hojas, aún no,
solamente las flores de delicados pétalos
como estrellas, dulces con su aroma intemporal.

Hoy hace un mes que te fuiste
y te has perdido de tres aguaceros y de una alerta
de tornados que duró toda una noche. Estuve sentado en el sótano
de seis a ocho mientras nubes gruesas de primavera
hacían piruetas y tronaban en el oriente. Entonces llovió a cántaros,
una tormenta que caminaba con piernas de relámpagos,
arrastrando su vientre greñudo sobre los campos.

Los sabaneros regresaron y los pinzones
mudan de verde a dorado. Esos dos mismos
gansos han vuelto al estanque este año,
dando graznidos sobre los árboles para posarse luego sobre el agua.
Nunca hacen nidos, pero se quedan una o dos semanas
y luego se marchan. Las rosas albarderas ya han surgido, los brotes rojos
ardiendo en círculos como velas de cumpleaños,

porque éste es el mes de mi nacimiento, como bien sabes,
el mejor mes para nacer, gracias a ti,
todo listo para rebosar de vida.
Ya no habrá nuevas camisas de dormir de franela
cosidas con tu vieja Singer negra, ni tarjetas de cumpleaños
escritas con mano temblorosa aunque formal.
Me preguntaste si me pondría triste cuando sucediera

y estoy triste. Pero los lirios que mudé de tu casa
ahora sostienen en los puños secos y polvorientos de sus raíces
cuchillos y tenedores verdes como si esperaran la cena,
como si la primavera fuera un festín. Por eso te doy las gracias.
Si no fuera por la forma en que me enseñaste a observar
el mundo, a ver la vida en juego en todo,
hubiera tenido que sentirme solo para siempre.


Tectónica

En tan sólo unos meses
comienzan a aparecer fisuras
en lo que recordamos,
y dentro de un año o dos,
los hechos se separan
los unos de los otros
y lentamente comienzan a desplazarse
y girar, triturando,
alzándose por encima de los otros
hasta que sus formas
han sido modificadas
y el pasado se ha convertido
en un mundo nuevo.
Y después de muchos años,
incluso un romance,
una isla verde exuberante
toda para sí misma,
perfectamente detallada
con incluso una vela
iluminando tenuemente una sonrisa,
puede que se deslicen debajo de las olas
como la Atlántida,
escasamente desgarrando el corazón.


Poema de cumpleaños

Apenas amanece, el sol levanta
su pesada cabeza pelirroja
por la enramada negra
a la espera de que alguien
con su balde
venga a buscar la luz blanca, espumosa
y, luego, un largo día en la pradera.
Yo también les dedico
mis días a pastar,
a gozar del verdor de cada instante
hasta que al fin la oscuridad me llama
y me pierdo en la noche con los otros
haciendo tintinear la campanita
de mi nombre.


En enero

Sólo una celda en la helada colmena de la noche
está iluminada, o eso nos parece:
este café vietnamita, con su luz grasienta,
sus olores, cuyas vistosas formas son como flores.
Riendo y hablando, el tictac de los palillos.
Más allá del cristal, la ciudad invernal
cruje como un viejo puente de madera.
Un gran viento sopla debajo de todos nosotros.
Cuanto más grande la ventana, más tiembla.


Granja abandonada


Era un hombre corpulento, dice la talla de sus zapatos
sobre una pila de platos rotos, junto a la casa;
y también alto, dice el tamaño de la cama
en una habitación de la planta superior; y bueno y temeroso de Dios,
dice la Biblia con el lomo partido,
en el suelo, bajo la ventana, entre motas de polvo iluminadas por el sol;
pero no estaba hecho para la agricultura, dicen los campos
cubiertos de pedruscos y el granero lleno de goteras.

Vivía una mujer con él, dice el empapelado del doritorio
con motivos de lilas y los estantes de la cocina
forrados con hule, y tenían un hijo,
dice el arenero hecho con un neumático de tractor.
El dinero era escaso, dicen los frascos de ciruelas en conserva
y las latas de tomate precintadas en la lucerna.
Y los inviernos duros, dicen los trapos en los marcos de las ventanas.
Era un lugar solitario, dice el angosto camino vecinal.

Algo fue mal, dice la casa vacía
en el terreno tapado por las malas hierbas. Las piedras en los campos
dicen que él no era un granjero; los frascos cerrados
en el sótano dicen que ella se fue precipitadamente.
¿Y el chico? Sus juguetes están esparcidos en el patio
como ramas después de una tormenta: una vaca de goma,
un tractor oxidado con el arado roto,
una muñeca vestida con un overol. Algo fue mal, dicen.


Gracias por leer hasta aquí, espero que estos poemas hayan acariciado sus corazones.
Vamos ahora al capítulo XVI de Un mundo feliz.


Un mundo feliz - Capítulo XVI



    Los hicieron entrar en el despacho del Interventor.
    —Su Fordería bajará enseguida —dijo el mayordomo Gamma.
    Y los dejó solos.
    Helmholtz se echó a reír.
    —Esto parece más una recepción social que un juicio —dijo. Y se dejó
caer en el más confortable de los sillones neumáticos—. Ánimo, Bernard —
agregó, al advertir el rostro preocupado de su amigo.
    Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin mirar siquiera a
Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la estancia, elegida
cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así las iras de los altos
poderes.
    Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del
despacho, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los
estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas de las máquinas de leer
colocadas en sus orificios numerados. Encima de la mesa, junto a la
ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de piel
negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro. John lo
cogió y lo abrió.
Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford. El libro había sido
publicado en Detroit por la Sociedad para la Propagación del Conocimiento
Fordiano. Distraídamente, lo ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo
acullá, y apenas había llegado a la conclusión de que el libro no le
interesaba cuando la puerta se abrió, y el interventor Mundial Residente
para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo.

    Mustafá Mond estrechó la mano a los tres hombres; pero se dirigió al
Salvaje:
    —De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje —
dijo.
    El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión de mentir, de
bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero, tranquilizado por la
expresión comprensiva y de buen humor del Interventor, decidió decir la
verdad, honradamente:
    —No.
    Y movió la cabeza.
    Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué pensaría el
Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que decía que no le
gustaba la civilización —que lo decía abiertamente y nada menos que al
propio Interventor— era algo terrible.
    —Pero, John… —empezó.    
    Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.
    —Desde luego —prosiguió el Salvaje—, admito que hay algunas cosas
excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo…
    —«A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos;
otras veces son voces…».
    El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.
    —¿También usted lo ha leído? —preguntó—. Yo creía que aquí, en
Inglaterra, nadie conocía este libro.
    —Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido,
¿comprende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo
quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx —agregó, volviéndose hacia
Bernard—, cosa que me temo usted no pueda hacer.
    Bernard se hundió todavía más en su desdicha.
    —Pero ¿por qué está prohibido? —preguntó el Salvaje.
    En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que
había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo
demás.
    El Interventor se encogió de hombros.

    —Porque es antiguo; esta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas
no nos son útiles.
    —¿Aunque sean bellas?
    —Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y
nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas.
Queremos que les gusten las nuevas.
    —¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas! ¡Esas películas en las que
solo salen helicópteros y el público
siente cómo los actores se besan! —
John hizo una mueca—. «¡Cabrones y monos!».
    Solo en estas palabras de Otelo encontraba el vehículo adecuado para
expresar su desprecio y su odio.
    —En todo caso, animales inofensivos —murmuró el Interventor, a
modo de paréntesis.
    —¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer
Otelo?
    —Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.
    Sí, esto era cierto. John recordó cómo se había reído Helmholtz ante la
lectura de
Romeo y Julieta.
    —Bueno, pues entonces —dijo tras una pausa—, algo nuevo que sea
por el estilo de
Otelo y que ellos puedan comprender.
    —Esto es lo que todos hemos estado deseando escribir —dijo
Helmholtz, rompiendo su prolongado silencio.
    —Y esto es lo que ustedes nunca escribirán —dijo el Interventor—.
Porque si fuese algo parecido a
Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo
que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a
Otelo.
    —¿Por qué no?
    —Sí, ¿por qué no? —repitió Helmholtz.
    También él olvidaba las desagradables realidades de la situación. Lívido
de ansiedad y de miedo, solo Bernard las recordaba; pero los demás le
ignoraban.
    —¿Por qué no?
    —Porque nuestro mundo no es el mundo de Otelo. No se pueden
fabricar coches sin acero; y no se pueden crear tragedias sin inestabilidad
social. Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que
desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo;

nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay
padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores
excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que
apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha
mal, siempre queda el
soma. El soma que usted arroja por la ventana en
nombre de la libertad, Mr. Salvaje. ¡La libertad! —El Interventor soltó una
carcajada—. ¡Suponer que los Deltas pueden saber lo que es la libertad! ¡Y
que puedan entender
Otelo! Pero ¡muchacho!
    El Salvaje guardó silencio un momento.
    —Sin embargo —insistió obstinadamente—,
Otelo es bueno, Otelo es
mejor que esos filmes del sensorama.
    —Claro que sí —convino el Interventor—. Pero este es el precio que
debemos pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que
la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el arte puro. Y en su
lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
    —Pero no tienen ningún mensaje.
    —El mensaje de lo que son; el mensaje de una gran cantidad de
sensaciones agradables para el público.
    —Los argumentos han sido escritos por algún idiota.
El Interventor se echó a reír.
    —No es usted muy amable con su amigo Mr. Watson, uno de nuestros
más distinguidos ingenieros de emociones.
    —Tiene toda la razón —dijo Helmholtz, sombríamente—. Porque todo
esto son idioteces. Escribir cuando no se tiene nada que decir…
    —Exacto. Pero ello exige un ingenio enorme. Usted logra fabricar
coches con un mínimo de acero, obras de arte a base de poco más que puras
sensaciones.
    El Salvaje movió la cabeza.
    —A mí todo esto me parece horrendo.
    —Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por
comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y,
naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la
inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena
lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la

tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene
grandeza.
    —Supongo que no —dijo el Salvaje, después de un silencio—. Pero ¿es
preciso llegar a cosas tan horribles como esos mellizos? ¡Son horribles!
    —Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan nuestros Grupos de
Bokanovski; pero le aseguro que son los cimientos sobre los cuales
descansa todo lo demás. Son el giróscopo que estabiliza el avión cohete del
Estado en su incontenible carrera.
    —Más de una vez me he preguntado —dijo el Salvaje— por qué
producen seres como estos, siendo así que pueden fabricarlos a su gusto en
esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se puede conseguir, no se limitan a
fabricar Alfas-Doble-Más?
    Mustafá Mond se echó a reír.
    —Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo —contestó—.
Nosotros creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no
podría menos de ser inestable y desdichada. Imagine una fábrica cuyo
personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es decir, por seres
individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de ciertos
límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo! —repitió.
El Salvaje intentó imaginarlo, pero no pudo conseguirlo.
    —Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como
Alfa, se volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un semienano
Epsilon; o se volvería loco o empezaría a destrozarlo todo. Los Alfas
pueden ser socializados totalmente, pero solo a condición de que se les
confíe un trabajo propio de los Alfas. Solo de un Epsilon puede esperarse
que haga sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son
sacrificios; se hallan en la línea de menor resistencia. Su condicionamiento
ha tendido unos raíles por los cuales debe correr. No puede evitarlo; está
condenado a ello de antemano. Aún después de su decantación permanece
dentro de un frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y
embrionarias. Claro que todos nosotros —prosiguió el Interventor,
meditabundo— vivimos en el interior de un frasco. Mas para los Alfas, los
frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros sufriríamos
horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más estrecho. No se

puede verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las
castas bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado
en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue concluyente.
    —¿En qué consistió? —preguntó el Salvaje.
    Mustafá Mond sonrió.
    —Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de
reenvasado. Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla
de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con
una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les otorgó
toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las arreglaran
por sí mismos. El resultado cumplió exactamente todas las previsiones
teóricas. La tierra no fue trabajada como se debía; había huelgas en las
fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se obedecían; las personas
destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por conseguir
altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez para
mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en una
auténtica guerra civil. Cuando ya habían muerto diecinueve mil de los
veintidós mil habitantes, los supervivientes, unánimemente, pidieron a los
Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa
que estos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido
en el mundo.
    El Salvaje suspiró profundamente.
    —La población óptima —dijo Mustafá Mond— es la que se parece a
los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una
novena parte por encima.
    —¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de
flotación?
    —Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices
que sus dos amigos, por ejemplo.
    Y señaló a Helmholtz y a Bernard.
    —¿A pesar de su horrible trabajo?
    —¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es ligero,
sencillo, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y
después la ración de
soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el
sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente —agregó—, pueden
pedir menos horas de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo.
Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de
castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no
lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En
toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado?
Inquietud y un gran aumento en el consumo de
soma; nada más. Aquellas
tres horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una fuente
de felicidad; la gente se sentía inducida a tomarse vacaciones para librarse
de ellas. La Oficina de Inventos está atestada de planes para implantar
métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. —Mustafá hizo
un amplio ademán—. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los
trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto. Lo
mismo ocurre con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir
sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos
mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los campos.
Por su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles
del campo que de una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra
estabilidad. No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza
para la estabilidad. Esta es otra razón por la cual somos tan remisos en
aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es
potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces
como un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
    —¿Cómo? —dijo Helmholtz, asombrado—. ¡Pero si constantemente
decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
    —Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete —dijo
Bernard.
    —Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la
Escuela…
    —Sí, pero ¿qué clase de ciencia? —preguntó Mustafá Mond, con
sarcasmo—. Ustedes no tienen una formación científica, y, por
consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy
bueno. Demasiado bueno: lo bastante para comprender que toda nuestra
ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el

arte de cocinar que nadie puede poner en duda, y una lista de recetas a la
cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina.
Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero antes fui un joven e inquisitivo
pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos guisados por mi propia cuenta.
Cocina heterodoxa, cocina ilícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.
Mustafá Mond guardó silencio.    
    —¿Y qué pasó? —preguntó Helmholtz Watson.
    El Interventor suspiró.
    —Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco
faltó para que me enviaran a una isla.
    Estas palabras galvanizaron a Bernard, quien entró súbitamente en
violenta actividad.
    —¿Que van a enviarme a mí a una isla?
    Saltó de su asiento, cruzó el despacho a toda prisa y se detuvo,
gesticulando, ante el Interventor.
    —Usted no puede desterrarme a mí. Yo no he hecho nada. Fueron los
otros. Juro que fueron los otros. —Y señaló acusadoramente a Helmholtz y
al Salvaje—. ¡Por favor, no me envíe a Islandia! Prometo que haré todo lo
que quieran. Deme otra oportunidad. —Empezó a llorar—. Le digo que la
culpa es de ellos —sollozó—. ¡A Islandia, no! Por favor, Su Fordería, por
favor…
    Y en un paroxismo de abyección cayó de rodillas ante el Interventor.
Mustafá Mond intentó obligarle a levantarse; pero Bernard insistía en su
actitud rastrera; el flujo de sus palabras manaba, inagotable. Al fin, el
Interventor tuvo que llamar a su cuarto secretario.
    —Trae tres hombres —ordenó—, y que lleven a Mr. Marx a un
dormitorio. Que le administren una buena vaporización de
soma y luego lo
acuesten y le dejen solo.
El cuarto secretario salió y volvió con tres criados mellizos, de uniforme
verde. Gritando y sollozando todavía, Bernard fue sacado del despacho.
    —Cualquiera diría que van a degollarle —dijo el Interventor, cuando la
puerta se hubo cerrado—. En realidad, si tuviera un poco de sentido común,
comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a
una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo de

hombres y mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos
ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia
de su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las
personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias.
En una palabra, personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
Helmholtz se echó a reír.
    —Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?
    —Porque, a fin de cuentas, preferí esto —contestó el Interventor—. Me
dieron a elegir o me enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con
mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del Interventor, con la
perspectiva de llegar en su día a ocupar el cargo de tal. Me decidí por esto
último, y abandoné la ciencia. —Tras un breve silencio agregó—: De vez
en cuando echo mucho de menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy
duro, especialmente la felicidad de los demás. Un patrón mucho más
severo, si uno no ha sido condicionado para aceptarla, que la verdad. —
Suspiró, recayó en el silencio y después prosiguió, en tono más vivaz—:
Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias preferencias.
Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la
ciencia un peligro público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha
proporcionado el equilibrio más estable de la historia. El equilibrio de
China fue ridículamente inseguro en comparación con el nuestro; ni
siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el nuestro.
Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia
destruya su propia obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance
de sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla.
Solo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento.
Todas las demás investigaciones son condenadas a morir en ciernes. Es
curioso —prosiguió tras breve pausa— leer lo que la gente que vivía en los
tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer,
creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose indefinidamente,
sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien supremo, la
verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado.
Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford
mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la

comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio
fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante
las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego,
siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era
más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se
permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía
hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos.
Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de
estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las
bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve
Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba
dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa
con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha
salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que
pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr.
Watson; tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí
me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.
    —Pero usted no fue a una isla —dijo el Salvaje, rompiendo un largo
silencio.
    —Así es como pagué yo. Eligiendo servir a la felicidad. La de los
demás, no la mía. Es una suerte —agregó tras una pausa— que haya tantas
islas en el mundo. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ellas. Supongo que
los llevaríamos a la cámara letal. A propósito, Mr. Watson, ¿le gustaría un
clima tropical? ¿Las Marquesas, por ejemplo? ¿O Samoa? ¿Acaso algo más
tónico?
    Helmholtz se levantó de su sillón neumático.
    —Me gustaría un clima pésimo —contestó—. Creo que se debe de
escribir mejor si el clima es malo. Si hay mucho viento y tormentas, por
ejemplo…
    El Interventor asintió con la cabeza.
    —Me gusta su espíritu, Mr. Watson. Me gusta muchísimo, de verdad.
Tanto como lo desapruebo oficialmente. —Sonrió—. ¿Qué le parecen las
islas Falkland?

    —Sí, creo que me servirán —contestó Helmholtz—. Y ahora, si no le
importa, iré a ver qué tal sigue el pobre Bernard.


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