Un mundo feliz - Capítulo XV + Curiosidades de Huxley



Buenas noches. Paso a dejarles un nuevo capítulo de Un mundo feliz.
En el capítulo anterior asistimos a la agonía y muerte de Linda en un pabellón para moribundos, mientras un grupo de mellizos de Bokanovsky es condicionado positivamente acerca de la muerte.

John recuerda con nostalgia al mundo feliz que le relataba su madre, mientras desprecia ese mismo mundo en el que está inmerso. ¿Qué pasará con John ahora que está realmente solo por primera vez?

Les dejo como anexo una nota hermosa sobre el querido Aldous escrita por Danny Heitman: El talentoso Mr. Huxley.

Aquí unos extractos de la misma con lindas curiosidades:




  • Con seis pies y cuatro pulgadas y media 1,94m) Aldous Huxley era quizás la figura más alta de las letras inglesas, su altura era tan sorprendente que sus contemporáneos a veces lo veían como un fenómeno de la naturaleza.
  • Su voz, preservada en grabaciones que se pueden escuchar fácilmente en línea, también era parte de su encanto. (...) Hablaba con frases plateadas, tratando la conversación como una forma de teatro, o incluso de literatura.
  • Al principio de su carrera como escritor, Huxley trabajó como periodista y profesor, incluido un período en Eton instruyendo al joven Eric Blair, quien eventualmente sería conocido en el mundo como George Orwell.
  • Huxley sugiere (...), llevar consigo un volumen aleatorio de la Enciclopedia Británica . “Nunca paso un día fuera de casa sin llevarme un volumen”, confiesa. “Al pasar sus páginas, hurgar entre los depósitos de hechos fantásticamente variados que los azares del orden alfabético reúnen, me hundo en mi vicio mental”.
  • Murió el 22 de noviembre de 1963, pocas horas después del asesinato del presidente John F. Kennedy, y el mismo día que falleció su colega escritor CS Lewis. La muerte de Kennedy eclipsó el fallecimiento de Huxley y Lewis.
Recomendamos leer la nota completa.
¿Cómo vienen con los últimos capítulos de la  novela?


Un mundo feliz - Capítulo XV


    El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido por
ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de
ochenta y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos varones,
dolicocéfalos y morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su
jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el
delegado subadministrador les distribuía su ración de
soma.
    Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su
mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con su dolor, con su
remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía,
empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.
    —¡Eh! ¿A quién empujas?
    —¿Adónde te figuras que vas?
    Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas solo dos voces
chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de
espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y
aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con
barba de dos días, se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los codazos
que recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar
donde se encontraba. Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su
alrededor, y reconoció lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda
de horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la
pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban
por doquier. Mellizos, mellizos… Como gusanos, habían formado un
enjambre profanador sobre el misterio de la muerte de Linda.

    —¡Reparto de soma! —gritó una voz—. Con orden, por favor. Venga,
deprisa.
    Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en
el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado
llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de
satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban.
    Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora
enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla
colocado encima de la mesa, la estaba abriendo. Levantó la tapa.
    —¡Oooh…! —exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas
simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.
    El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.
    —Y ahora —dijo el joven, perentoriamente—, acérquense, por favor.
    Uno por uno, y sin empujar.
    Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa.
    Primero dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres
hembras, después…
    El Salvaje seguía mirando. «¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh,
maravilloso nuevo mundo!». En su mente, las rítmicas palabras parecían
cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su
remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos
espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda
fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín
convocando a las armas. «¡Oh, maravilloso nuevo mundo!».
    —¡No empujen! —gritó el delegado del subadministrador, enfurecido.
    Cerró de golpe la tapa de la caja negra—. Dejaré de repartir
soma si no se
portan bien.
    Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin
permanecieron inmóviles y en silencio.
    La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse
privados del
soma se les antojaba horrible.
    —¡Eso ya está mejor! —dijo el joven.
    Y volvió a abrir la caja.

    Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en
libertad y el mundo debía recobrar su belleza. Como una reparación, como
un deber que cumplir, de pronto, el Salvaje vio luminosamente claro lo que
debía hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un postigo o corrido
una cortina.
    —Vamos —dijo el delegado del subadministrador.
    Otra mujer caqui dio un paso al frente.
    —¡Basta! —gritó el Salvaje, con sonora y potente voz—. ¡Basta!
    Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban
asombrados.
    —¡Ford! —dijo el delegado del subadministrador, en voz baja—. ¡Es el
Salvaje!
    Lo sobrecogió el temor.
    —Oídme, por favor —gritó el Salvaje, con entusiasmo—. Prestadme
oído… —Nunca había hablado en público hasta entonces, y le resultaba
difícil expresar lo que quería decir—. No toméis esta sustancia horrible. Es
veneno, veneno.
    —Bueno, Mr. Salvaje —dijo el delegado del subadministrador,
sonriendo amistosamente—. ¿Le importaría que…?
    —Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.
    —Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto.
Sea buen muchacho.
    —¡Jamás! —gritó el Salvaje.
    —Pero, oiga, amigo…
    —Tire inmediatamente ese horrible veneno.
    Las palabras «tire inmediatamente ese veneno» se abrieron paso a través
de las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia.
Un murmullo de enojo brotó de la multitud.
    —He venido a traeros la paz —dijo el Salvaje, volviéndose hacia los
mellizos—. He venido…
    El delegado del subadministrador no oyó más; se había deslizado fuera
del vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.

    —No está en sus habitaciones —resumió Bernard—. Ni en las mías, ni en
las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad.
¿Adónde puede haber ido?
    Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo
confiando que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de sus
habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del muchacho. Lo cual
era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el
deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía
pronto, llegarían tarde a la cena.
    —Le concederemos cinco minutos más —dijo Helmholtz—. Y si
entonces no aparece…
    El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el receptor.

    —Diga.

    Después, tras unos momentos de escucha, soltó un taco:
    —¡Ford en su carromato! Voy enseguida.
    —¿Qué ocurre? —preguntó Bernard.
    —Era un tipo del Hospital de Lane Park, al que conozco —dijo
Helmholtz—. Dice que el Salvaje está allí. Al parecer, se ha vuelto loco. En
todo caso, es urgente. ¿Me acompañas?
    Juntos corrieron por el pasillo hacia el ascensor.
    —¿Cómo puede gustaros ser esclavos? —decía el Salvaje en el momento en
que sus dos amigos entraron en el Hospital—. ¿Cómo puede gustaros ser
niños? Sí, niños. Berreando y haciendo pucheros y vomitando —agregó,
insultando, llevado por la exasperación ante su bestial estupidez, a quienes
se proponía salvar.
    Los Deltas le miraban con resentimiento.
    —¡Sí, vomitando! —gritó claramente. El dolor y el remordimiento
parecían reabsorbidos en un intenso odio todopoderoso contra aquellos
monstruos infrahumanos—. ¿No deseáis ser libres y ser hombres? ¿Acaso
no entendéis siquiera lo que son la humanidad y la libertad? —El furor le
prestaba elocuencia; las palabras acudían fácilmente a sus labios—. ¿No lo
entendéis? —repitió; pero nadie contestó a su pregunta—. Bien, pues

entonces —prosiguió, sonriendo— yo os lo enseñaré; y os liberaré tanto si
queréis como si no.
    Y abriendo de par en par la ventana que daba al patio interior del
Hospital empezó a arrojar a puñados las cajitas de tabletas de
soma.
    Por un momento, la multitud caqui permaneció silenciosa, petrificada,
ante el espectáculo de aquel sacrilegio imperdonable, con asombro y horror.
—Está loco —susurró Bernard, con los ojos fuera de las órbitas—. Lo
matarán. Lo…
    Súbitamente se levantó un clamor de la multitud, y una ola en
movimiento avanzó amenazadoramente hacia el Salvaje.
    —¡Ford le ayude! —dijo Bernard, y apartó los ojos.
    —Ford ayuda a quien se ayuda.
    Y, soltando una carcajada, una auténtica carcajada de exaltación,
Helmholtz Watson se abrió paso entre la multitud.
    —¡Libres, libres! —gritaba el Salvaje.
    Y con una mano seguía arrojando
soma por la ventana, mientras con la
otra pegaba puñetazos a las caras gemelas de sus atacantes.
    —¡Libres!
    Y vio a Helmholtz a su lado —«¡el bueno de Helmholtz!»—, pegando
puñetazos también.
    —¡Hombres al fin!
    Y, en el intervalo, el Salvaje seguía arrojando puñados de cajitas de
tabletas por la ventana abierta.
    —¡Sí, hombres, hombres!
    Hasta que no quedó veneno. Entonces levantó en alto la caja y la
mostró, vacía, a la multitud.
    —¡Sois libres!
    Aullando, los Deltas cargaron con furor redoblado.
    Vacilando, Bernard se dijo: «Están perdidos», y llevado por un súbito
impulso, corrió hacia delante para ayudarles; luego lo pensó mejor y se
detuvo; después, avergonzado, avanzó otro paso; de nuevo cambió de
parecer y se detuvo, en una agonía de indecisión humillante. Estaba
pensando que sus amigos podían morir asesinados si él no los ayudaba, pero
que también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!) hizo

irrupción la policía con las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto
estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.
    Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar,
hacer algo. Gritó «¡Socorro!» varias veces, cada vez más fuerte, como para
hacerse la ilusión de que ayudaba en algo:
    —¡Socorro, socorro, socorro!
    Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres
agentes, que llevaban sendos aparatos pulverizadores en la espalda,
empezaron a esparcir vapores de
soma por los aires. Otros dos se afanaron
en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros cuatro, armados
con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se habían
abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a
los luchadores más encarnizados.
    —¡Rápido, rápido! —chillaba Bernard—. ¡Les matarán si no se dan
prisa! Les… ¡Oh!
    Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un disparo de su
pistola de agua. Bernard permaneció unos segundos tambaleándose sobre
unas piernas que parecían haber perdido los huesos, los tendones y los
músculos para convertirse en simples columnas de gelatina y al fin agua
pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.
    Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que
empezó a hablar. La Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos.
El rollo de pista sonora soltaba su Discurso Sintético Anti-Algazaras
número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo de un corazón no
existente, la Voz clamaba: «¡Amigos míos, amigos míos!», tan
patéticamente, con tal entonación de tierno reproche que, detrás de sus
máscaras antigás, hasta a los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.
    —¿Qué significa eso? —proseguía la Voz—. ¿Por qué no sois felices y
no sois buenos los unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos
—repetía la Voz—. En paz, en paz. —Tembló, descendió hasta convertirse
en un susurro y expiró momentáneamente—. ¡Oh, cuánto deseo veros
felices! —empezó de nuevo, con ardor—. ¡Cómo deseo que seáis buenos!
Por favor, sed buenos y…

    Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su
efecto. Con los ojos anegados en lágrimas, los Deltas se besaban y
abrazaban mutuamente, media docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta
Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de llorar. De la Administración llegó
una nueva carga de cajitas de
soma; a toda prisa se procedió a repartirlas, y
al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los mellizos se
dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.
    —Adiós, adiós, mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós,
mis queridísimos…
    Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y
la voz angelical enmudeció.
    —¿Seguirán ustedes sin ofrecer resistencia? —preguntó el sargento—.
¿O tendré que anestesiarles?
    Y levantó amenazadoramente su pistola de agua.
    —No ofreceremos resistencia —contestó el Salvaje, secándose
alternativamente la sangre que brotaba de un corte que tenía en los labios,
de un arañazo en el cuello y de un mordisco en la mano izquierda.
Sin retirar el pañuelo de la nariz, que sangraba en abundancia,
Helmholtz asintió con la cabeza.
    Bernard acababa de despertar, y, tras comprobar que había recobrado el
movimiento de las piernas, eligió aquel momento para intentar escabullirse
sin llamar la atención.
    —¡Eh, usted! —gritó el sargento.
    Y un policía, con su máscara porcina, cruzó corriendo la sala y puso una
mano en el hombro del joven.
    Bernard se volvió, procurando asumir una expresión de inocencia
indignada. ¿Que él escapaba? Ni siquiera lo había soñado.
    —Aunque no acierto a imaginar qué puede desear de
—dijo al
sargento.
    —Usted es amigo de los prisioneros, ¿no es cierto?
    —Bueno… —dijo Bernard; y vaciló. No, no podía negarlo—. ¿Por qué
no había de serlo? —preguntó.
    —Pues sígame —dijo el sargento.

    Y abrió la marcha hacia la puerta y hacia el coche celular que esperaba
ante la misma.


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