Un mundo feliz - Capítulo XIV + Tristeza de Ángel Mosquito

 

Lunes de capítulo, ¿podemos decir que estamos ya transitando la recta final de nuestra lectura?. Podemos.

Muchos manijas del club se adelantaron y ya lo terminaron. Por aquí seguiremos posteando los últimos cuatro, con alguna data interesante que compartir. ¿Es data que nos servirá en la próxima cita de Tinder? Probablemente no. Pero ustedes, lectores selectos, sabrán apreciar lo que aquí se presenta.

Esta vez les dejamos una historieta post apocalíptica que se publicó entre 2011 y 2013 en la Revista Fierro. Así comienza:




Les dejo el link al primer episodio. En ese blog se leen las dos temporadas completas.

Ángel Mosquito es un autor de historieta argentino al que queremos mucho, lo conocimos por su historieta El granjero de Jesú. Muchas de sus creaciones está en su blog. Recomendamos.

Gracias @elbestjuego por recordar esta hermosa obra nacional.

Pasamos al repaso del capítulo anterior. Lenina es violentamente rechazada por John (ella lo llama John; el resto, Salvaje o Mr. Salvaje). La discusión se da en términos de Shakespeare vs Principios hipnopédicos. Una conversación imposible.

Ese capítulo me sabe a desenlace. El Salvaje a punto de explotar de odio hacia el mundo en el que está y su rauda partida después de una llamada telefónica.

Veremos qué sucede.


¡Nos leemos en comentarios!

Otras novelas de Huxley



Un mundo feliz - Capítulo XIV


    El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta plantas,
recubierto de azulejos color de prímula. Cuando el Salvaje se apeó del
taxicóptero, un convoy de vehículos fúnebres aéreos, pintados de alegres
colores, despegó de la azotea y voló en dirección a poniente, rumbo al
Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la puerta del ascensor, el
portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la sala 81 (la
Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero), situada en el
piso séptimo.
    Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el
sol, que contenía una veintena de camas, todas ellas ocupadas. Linda
agonizaba en buena compañía; en buena compañía y con todos los
adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado por alegres
melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo
ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como un
grifo abierto, desde la mañana a la noche. Cada cuarto de hora, por un
procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.
    —Procuramos —explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en
la puerta—, procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea
posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase y una
sala de sensorama, ¿comprende lo que quiero decir?
    —¿Dónde está Linda? —preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de
tan corteses explicaciones.
    La enfermera se mostró ofendida.
    —Lleva usted mucha prisa —dijo.

    —¿Cabe alguna esperanza? —preguntó John.
    —¿De que no muera, quiere decir? —John afirmó—. No, claro que no.
    Cuando envían a alguien aquí, no hay… —Sorprendida ante la expresión de
dolor y la palidez del rostro del muchacho, la enfermera se interrumpió—.
Bueno, ¿qué le pasa? —preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas
reacciones en sus visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es
lógico—. No se encontrará mal, ¿verdad?
    John negó con la cabeza.
    —Es mi madre —dijo, con voz apenas audible.
    La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e
inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como un ascua.
    —Acompáñeme a donde está Linda —dijo el Salvaje, haciendo un
esfuerzo por hablar en tono normal.
    Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la
sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la senilidad era un
proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las mejillas, y solo
afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su avance era
seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la
segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.
Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared.
    Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del
Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y
reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión instalado a los
pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño
rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario:
habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.
    Linda contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin
comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de
estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y
parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto,
se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de los Campeonatos de Tenis, a
la versión que ofrecía la Super-Voz-Wurlitzeriana de «Abrázame hasta
drogarme, amor mío», al cálido aliento de verbena que brotaba del
ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto, o,

mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y
embellecido por el
soma que circulaba por su sangre, y sonreía con su
sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.
    —Bueno, tengo que irme —dijo la enfermera—. Está a punto de llegar
el grupo de niños. Además, debo atender al número 3. —Y señaló hacia un
punto de la sala—. Morirá de un momento a otro. Bueno, está usted en su
casa.
    Y se alejó rápidamente.
    El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.
    —Linda —murmuró, cogiéndole una mano.
    Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el
conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios;
después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había dormido.
    John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel
envejecida —y encontrándola—, aquella cara joven, radiante, que se
asomaba sobre su niñez, en Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su
voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común.
    «Arre, estreptococos, a Banbury-T…». ¡Qué bien cantaba su madre! Y
aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!
Vitamina A, vitamina B, vitamina C,
la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.
    Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las
lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: «El
crío está en el frasco; el gato duerme». Y las «Instrucciones Elementales
para Obreros Beta en el Almacén de Embriones». Y las largas veladas junto
al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba
aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel
hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso
de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al
contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y
mujeres civilizados de carne y hueso.

    El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y,
después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar
en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho
años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una
pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido —porque entre todos solo tenían
uno— miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos
saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con
la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un
momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas,
trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la
televisión o hacían muecas a los pacientes.
    Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a
los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de
animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.
    —¡Oh, mirad, mirad! —Hablaban en voz muy alta, asustados—. ¿Qué
le pasa? ¿Por qué está tan gorda?
    Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca
habían visto más que caras juveniles y de piel tersa, y cuerpos esbeltos y
erguidos. Todos aquellos sexagenarios moribundos tenían el aspecto de
jovencitas. A los cuarenta y cuatro años, Linda parecía, por contraste, un
monstruo de senilidad fláccida y deformada.
    —¡Es horrible! —susurraban los pequeños espectadores—. ¡Mirad qué
dientes!
    De pronto, de debajo de la cama surgió un mellizo de cara de torta, entre
la silla de John y la pared y empezó a mirar de cerca la cara de Linda,
sumida en el sueño.
    —¡Vaya…! —empezó.
    Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo había
agarrado por el cuello, lo había levantado por encima de la silla, y con un
buen sopapo en las orejas lo había despedido lejos, aullando.
    Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que acudió corriendo.
    —¿Qué le ha hecho usted? —preguntó, enfurecida—. No permitiré que
pegue a los niños.

    —Pues entonces apártelos de esta cama. —La voz del Salvaje temblaba
de indignación—. ¿Qué vienen a hacer esos mocosos aquí? ¡Es vergonzoso!
—¿Vergonzoso? ¿Qué quiere decir? Así les condicionamos ante la
muerte. Y le advierto —prosiguió amenazadoramente— que si vuelve usted
a poner obstáculos a su condicionamiento, lo haré echar por los porteros.
    El Salvaje se levantó y avanzó dos pasos hacia ella. Sus movimientos y
la expresión de su rostro eran tan amenazadores que la enfermera, presa de
terror, retrocedió. Haciendo un gran esfuerzo, John se dominó, y, sin decir
palabra, se volvió en redondo y se sentó de nuevo junto a la cama.
    Más tranquila, pero con una dignidad todavía un tanto insegura, la
enfermera dijo:
    —Ya le he advertido; de modo que ande con cuidado.
    Sin embargo, alejó de la cama a los excesivamente curiosos mellizos y
los hizo unirse al juego del ratón y el gato que una de sus colegas había
organizado al otro extremo de la sala.
    La Super-Voz-Wurlitzerina había aumentado de volumen hasta llegar a
un
crescendo sollozante, y de pronto la verbena fue sustituida en el sistema
de olores canalizados por un intenso perfume de pachulí. Linda se
estremeció, despertó, miró unos instantes, con expresión asombrada, a los
semifinalistas, levantó el rostro para olfatear una o dos veces el nuevo
perfume que llenaba el aire y de pronto sonrió, con una sonrisa de éxtasis
infantil.
    —¡Popé! —murmuró; y cerró los ojos—. ¡Oh, cuánto me gusta, cuánto
me gusta…!
    Suspiró y se recostó de nuevo en las almohadas.
    —Pero ¡Linda! —imploró el Salvaje—. ¿No me reconoces?
    John sintió una leve presión de la mano en respuesta a la suya. Las
lágrimas asomaron a sus ojos. Se inclinó y la besó. Los labios de Linda se
movieron.
    —¡Popé! —susurró de nuevo.
    Y John sintió como si le hubiese arrojado a la cara una paletada de
basura.
    La ira hirvió súbitamente en él. Frustrado por segunda vez, la pasión de
su dolor había encontrado otra salida, se había transformado en una pasión

de furor agónico.
    —¡Soy John! —gritó—. ¡Soy John!
    Y en la furia dolorida llegó a cogerla por los hombros y a sacudirla.
    Lentamente los ojos de Linda se abrieron, y le vio, le vio.
    —¡John!
    Pero situó aquel rostro real, aquellas manos reales y violentas en un
mundo imaginario, entre los equivalentes íntimos y privados del pachulí y
la Super-Wurlitzer, entre los recuerdos transfigurados y las sensaciones
extrañamente traspuestas que constituían el universo de su sueño. Sabía que
era John, su hijo, pero le veía como un intruso en el Malpaís paradisíaco
donde ella pasaba sus vacaciones de
soma con Popé. John estaba enojado
porque quería a Popé, la sacudía de aquella manera porque Popé estaba en
la cama, con él, como si en ello hubiese algo malo, como si no hiciera lo
mismo todo el mundo civilizado.
    —Todo el mundo pertenece a…
    La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un ronquido casi
inaudible; la boca se le abrió, y Linda hizo un esfuerzo desesperado para
llenar de aire sus pulmones. Pero era como si hubiese olvidado la técnica de
la respiración. Intentó gritar y no brotó sonido alguno de sus labios; solo el
terror impreso en sus ojos abiertos revelaba el grado de su sufrimiento. Se
llevó las manos a la garganta, y después clavó las uñas en el aire, aquel aire
que ya no podía respirar, aquel aire que, para ella, había cesado de existir.
    El Salvaje se hallaba de pie y se inclinó hacia ella.
    —¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tienes?
    Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser
tranquilizado.
    La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror indecible; de
terror y, así se lo pareció a él, de reproche. Linda intentó incorporarse en la
cama, pero cayó sobre las almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y
sus labios cobraron un intenso color azul. El Salvaje se volvió y corrió al
otro extremo de la sala.
    —¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritó—. ¡Deprisa!
    De pie en el centro del ruedo de mellizos que jugaban al ratón y al gato,
la enfermera jefe se volvió. El primer impulso de asombro cedió lugar

inmediatamente a la desaprobación.
    —¡No grite! ¡Piense en esos niños! —dijo, frunciendo el ceño—. Podría
descondicionarles… Pero ¿qué hace?
    John había roto el círculo para penetrar en él.
    —¡Cuidado! —gritó la enfermera.
    Un niño rompió a llorar.
    —¡Deprisa! ¡Corra! —John cogió a la enfermera por un brazo,
arrastrándola consigo—. ¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.
    Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.
    El Salvaje permaneció un momento en un silencio helado, después cayó
de hinojos junto a la cama y, cubriéndose la cara con las manos, sollozó
irreprimiblemente.
    La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura
arrodillada junto a la cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos
(¡pobrecillos!) que habían cesado en su juego y miraban boquiabiertos y
con los ojos desorbitados aquella escena repugnante que tenía lugar en
torno a la cama número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre? ¿Debía intentar
inculcarle el sentido de la decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba
y el daño que podía causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir su
condicionamiento ante la muerte con aquella explosión asquerosa de dolor,
como si la muerte fuese algo horrible, como si alguien pudiera llegar a
importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos chiquillos ideas desastrosas
sobre la muerte, podía trastornarles e inducirles a reaccionar en forma
enteramente errónea, horriblemente antisocial.
    La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.
    —¿No puede reportarse? —le dijo en voz baja airada.
    Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se
habían levantado ya y se acercaban a ellos. La enfermera salió
apresuradamente al paso de sus alumnos en peligro.
    —Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? —preguntó en voz
alta y alegre.
    —¡Yo! —gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.
    La cama número 20 había sido olvidada.

    «¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…!», repetía el Salvaje para sí, una
y otra vez.
    En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las
únicas palabras que lograba articular.
    —¡Dios mío! —susurró—. ¡Dios…!
    —Pero ¿qué dice? —preguntó, muy cerca, una voz clara y aguda, entre
los murmullos de la Super-Wurlitzer.
    El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro, miró a
su alrededor. Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de
chocolate en la mano derecha, sus cinco rostros idénticos embadurnados de
chocolate, formaban círculo a su alrededor, mirándole con ojos saltones y
perrunos.
    Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los
cinco sonrieron simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su
barrita de chocolate.
    —¿Está muerta? —preguntó.
    El Salvaje los miró un momento en silencio. Después, en silencio, se
levantó, y en silencio se dirigió lentamente hacia la puerta.
    —¿Está muerta? —repitió el mellizo, curioso, trotando a su lado.
El Salvaje lo miró, y sin decir palabra, lo apartó de sí de un empujón. El
mellizo cayó al suelo e inmediatamente empezó a chillar. El Salvaje ni
siquiera se volvió.


Comentarios