Un mundo feliz - Capítulo XII + Reflexiones de Huxley



 



Hola a todxs, hoy es lunes de capítulo.

En el anterior, presenciamos el uso que se le da al Salvaje: lo observan como a una curiosidad científica, lo usan como tema de conversación y chisme, es aprovechado por Bernard como posibilidad de ascender en importancia social, las mujeres ansían acostarse con él... y hasta el momento no hemos visto que este maravilloso nuevo mundo lo haya hecho feliz. De hecho su amor por Lenina sólo le ha traído sufrimiento. A él y a Linda, que decidió tomarse vacaciones de soma permanentes.

Antes de pasar a la lectura del capítulo XII, les dejo una selección de reflexiones sobre el progreso que ha hecho nuestro querido Aldous en otras de sus obras. ¿Acuerdan con su pensamiento?

Sobre  el  Progreso

"El progreso tecnológico ha reducido el número de los contactos físicos y ha empobrecido las relaciones espirituales que se mantenían entre los miembros de una comunidad."
(...) La vida en una gran ciudad es atomística. ¿Cómo sería posible llegar a conferirle cierto carácter comunal? ¿Cómo incorporar los individuos a grupos autónomos responsables?"
El Fin y los Medios, pag. 90


"Toda colectividad (...) puede prever las consecuencias sociales probables de un adelanto tecnológico determinado, muchos años antes de que efectivamente se difunda. Hasta ahora, las transformaciones sociales originadas por los progresos tecnológicos han tomado de sorpresa a las colectividades, pero no porque se hayan puesto en evidencia repentinamente, sino porque ninguna persona autorizada se tomó jamás la molestia de meditar con respecto a cuáles serían las transformaciones probables, o a cuales serían los métodos más apropiados para prevenir los males evitables que pudiesen originar."
El Fin y los Medios, pag. 61


"Este es el mundo en el que nos encontramos: un mundo que, si se juzgase a partir del único criterio aceptable de progreso, se encuentra en regresión manifiesta. El adelanto tecnológico es rápido. Pero sin progreso en caridad, el adelanto tecnológico es inútil. En realidad es peor que si fuera inútil. El adelanto tecnológico nos ha suministrado medios más eficaces para retroceder."
El Fin y los Medios, pag. 14


"'El progreso verdadero' si nos atenemos a las palabras del Dr. R. R. Marett, 'es el progreso en caridad, siendo menos importantes que éste, todos los demás adelantos'."
El Fin y los Medios, pag. 12


"'La perfección de las máquinas -dicen los profetas- nos traerá un incremento en la liberación del trabajo, con lo que se obtendrá un mayor desarrollo de la felicidad.' Pero el descanso también está sujeto a la ley de disminución en la utilidad. Más allá de cierto límite, un aminoramiento del trabajo trae consigo una disminución de la felicidad."
Música en la Noche (Notas sobre la libertad), pag. 110


"El progreso es otra de las grandes ideas contemporáneas. Gran parte de las ambiciones personales, de la rapacidad y codicia de poder se encuentra santificada y, al propio tiempo, convertida en activamente eficaz por esta idea. En la idea del progreso unida con mucha frecuencia la humanitaria idea del bienestar de todos y del servicio social, es en la que los hombres de negocios del día encuentran las excusas de su actividad. ¿Por qué trabajan con tanto ahínco? ¿Por qué luchan tan rudamente contra sus rivales? "Para obtener el poder y enriquecerse" dirá el cínico realista. 'Nada de eso -responde indignado el industrial-, trabajo y lucho por el progreso, por la prosperidad, por la sociedad'."
Música en la Noche (Creencias y acciones), pag. 99


"Mas en un mundo de técnica avanzada, la actividad tiende a convertirse en fin para alcanzar el cual son medio los hombres y las mujeres. La máquina establece un standard subhumano inasequible; y se espera que tanto las organizaciones como los individuos se conformen con este standard. El no alcanzarlo se castiga. Bajo exenciones democráticas el castigo es relativamente suave, y consiste en ser relegado a la clase de los inhábiles o aun a la de los inempleables. Bajo la moderna dictadura totalitaria -régimen dedicado a la prosecución de la eficiencia militar- la ineficacia recibe una absolución más corta."
Temas y Variaciones (Variaciones sobre un Filósofo), pag. 922

Les dejo el enlace de donde saqué esta selección. Una página muy completa dedicada al pensamiento de Aldous Huxley, desarrollada en Valencia por Quino Arnau.


¡Nos leemos en comentarios!




Un mundo feliz - Capítulo XII


    Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se negaba a
abrirle.
    —¡Pero si están todos aquí, esperándote!    
    —Que esperen —dijo la voz, ahogada por la puerta.    
    —Sabes de sobra, John —¡cuán difícil resulta ser persuasivo cuando
hay que chillar a voz en grito!—, que los invité, que los invité precisamente
para que te conocieran.
    —Antes debiste preguntarme a
si deseaba conocerles a ellos.
    —Hasta ahora siempre viniste, John.
    —Precisamente por esto no quiero volver.
    —Hazlo solo por complacerme —imploró Bernard.
    —No.
    —¿Lo dices en serio?
    —Sí.
    Desesperado, Bernard baló:
    —Pero ¿qué voy a hacer?
    —¡Vete al infierno! —Gruñó la voz exasperada desde dentro de la
habitación.
    —Pero ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de
Canterbury!
    Bernard casi lloraba.
    
Ai yaa tákwa! —Solo en lengua zuñí podía expresar adecuadamente
el Salvaje lo que pensaba del Archichantre de Canterbury—.
Háni!
agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó
—:
Sons éso tse-ná.
    Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.
    Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y
comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no aparecería aquella
noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban
furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar con cortesía a aquel
tipo insignificante, de mala fama y opiniones heréticas. Cuanto más elevada
era su posición, más profundo era su resentimiento.
    —¡Jugarme a mí esta mala pasada! —repetía el Archichantre una y otra
vez—. ¡A
!
    En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con
engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo frasco alguien había
echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico era el propio de un
Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con voz más
fuerte.
    Solo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una
insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la
rodeaban por una emoción que ellos no compartían.
    Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa
exultación. «Dentro de pocos minutos —se había dicho, al entrar en la
estancia— lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba completamente
decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él
dirá…».
    ¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de Lenina.
«¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra noche, después del
sensorama? ¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta
de que le gusto. Estoy segura…».
    En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no
asistiría a la fiesta.
    Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan
al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un
sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi de náuseas. Le pareció
que el corazón dejaba de latirle.

    —Realmente es un poco fuerte —decía la Maestra Jefe de Eton al
director de Crematorios y Recuperación del Fósforo—. Cuando pienso que
he llegado a…
    —Sí —decía la voz de Fanny Crowne—, lo del alcohol es
absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en aquella
época trabajaba en el Almacén de Embriones. Este se lo dijo a mi amigo, y
mi amigo me lo dijo a mí…
    —Una pena, una pena —decía Henry Foster, compadeciendo al
Archichantre Comunal—. Puede que le interese a usted saber que nuestro
exdirector estaba a punto de trasladarle a Islandia.
    Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo
de la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado,
abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados, tartamudeando
excusas incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el Salvaje asistiría,
invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de
pâté de vitamina A, o una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados
comían, sí, pero le ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban
de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no se hallara presente.
    —Y ahora, amigos —dijo el Archichantre de Canterbury, con su
hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las
celebraciones del Día de Ford—, ahora, amigos, creo que ha llegado el
momento…
    Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura las
migajas de una colación considerable, y se dirigió hacia la puerta.
Bernard se lanzó hacia delante para detenerle.
    —¿De verdad debe marcharse, Archichantre…? Es muy temprano
todavía. Yo esperaba que…
    ¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le
había dicho confidencialmente que el Archichantre Comunal aceptaría una
invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard
la pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el
Archichantre le había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina
había pasado en la Cantoría Diocesana. «Asistirán el Archichantre Comunal
de Canterbury y Mr. Salvaje». Bernard había proclamado su triunfo en

todas las invitaciones enviadas. Pero el Salvaje había elegido aquella noche,
precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: «
Háni!»,
y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñí), «
sons éso tse-ná!».
Lo que había de ser el momento cumbre de toda la carrera de Bernard se
había convertido en el momento de su máxima humillación.
    —Había confiado tanto en que… —repetía Bernard, tartamudeando y
alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y
dolorida.
    —Mi joven amigo —dijo el Archichantre Comunal en un tono de alta y
solemne severidad; se hizo un silencio general—. Antes de que sea
demasiado tarde. Un buen consejo. —Su voz se hizo sepulcral—.
Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.
    Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.
    —Lenina, querida —dijo en otro tono—. Ven conmigo.
    Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía
Romeo y Julieta.
    Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la
Cantoría.
    —Date prisa, mi joven amiga…, quiero decir, Lenina —la llamó el
Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.
    Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los
ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con él.
    «Una nueva Teoría de Biología». Este era el título del estudio que Mustafá
Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el
ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: «El
tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es
nuevo y altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden
social, peligroso y potencialmente subversivo.
Prohibida su publicación».
Subrayó estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es
posible que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de
Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo

excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas…
bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.
    Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al
vacío:
    ¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
Y parece pender sobre la mejilla de la noche
como una rica joya en la oreja de un etíope;
belleza excesiva para ser usada;
demasiada para la tierra.
    La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El
Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.
Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
    —Creo que será mejor que tome un par de gramos de
soma.
    A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso
particular de sus sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada
treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama
saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic,
clic… Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del
espacio y del tiempo. Cuando se dirigió en taxi a su trabajo en el Centro de
Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito
se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con
el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo
más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
    El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel
Bernard deshinchado.
    —Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís —dijo, cuando
Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso—. ¿Recuerdas
la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como
entonces.

    —Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
    —Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa
felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.
    —¡Hombre, me gusta eso! —dijo Bernard con amargura—. ¡Cuando tú
tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se
revolvieran contra mí.
    Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su
interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía
acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación,
podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de
reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo
eran ahora su único sostén, Bernard siguió alimentando, simultáneamente
con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de
meditar un plan de pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo.
    Alimentar un agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y
no había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente
Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard, una gran cualidad
por encima de los demás: era vulnerable, era accesible. Una de las
principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más
suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a
nuestros enemigos.
    El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado,
Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de
prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.
En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó
toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después
se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único
en hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la
Autoridad.
    —Fue por unos versos —le explicó Helmholtz—. Yo daba mi curso
habitual de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año.
Doce lecciones, la séptima de las cuales trata de los versos. «Sobre el uso
de versos rimados en Propaganda Moral», para ser exactos. Siempre ilustro
mis clases con numerosos ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió

ofrecerles como ejemplo algo que acababa de escribir. Puro desatino, desde
luego; pero no pude resistir la tentación. —Se echó a reír—. Sentía
curiosidad por ver cuáles serían las reacciones. Además —agregó, con más
gravedad—, quería hacer un poco de propaganda; intentaba inducirles a
sentir lo mismo que yo sentí al escribir aquellos versos. ¡Ford! —Volvió a
reír—. ¡El escándalo que se armó! El Principal me llamó y me amenazó con
expulsarme inmediatamente. Soy un hombre marcado.
    —Pero ¿qué decían tus versos? —preguntó Bernard.
    —Eran sobre la soledad.
    Bernard arqueó las cejas.
    —Si quieres, te los recito.
    Y Helmholtz empezó:
    El comité de ayer,
bastones, pero un tambor roto,
medianoche en la City,
flautas en el vacío,
labios cerrados, caras dormidas,
todas las máquinas paradas,
mudos los lugares
donde se apiñaba la gente…
Todos los silencios se regocijan,
lloran (en voz alta o baja)
hablan, pero ignoro
con la voz de quién.
La ausencia de los brazos,
los senos y los labios
y los traseros de Susan
y de Egeria forman lentamente
una presencia. ¿Cuál? Y, pregunto,
¿de qué esencia tan absurda
que algo que no es
puebla, sin embargo,
la noche desierta más sólidamente

que es otra con la cual copulamos
y que tan escuálida nos parece?
    —Bueno —prosiguió Helmholtz—, les puse estos versos como
ejemplo, y ellos me denunciaron al Principal.
    —No me sorprende —dijo Bernard—. Van en contra de todas las
enseñanzas hipnopédicas. Recuerda que han recibido al menos doscientas
cincuenta mil advertencias contra la soledad.
    —Lo sé. Pero pensé que me gustaría ver qué efecto producía.
—Bueno, pues ya lo has visto.
    Bernard pensó que, a pesar de todos sus problemas, Helmholtz parecía
intensamente feliz.
    Helmholtz y el Salvaje hicieron buenas migas inmediatamente. Y con
tal cordialidad que Bernard sintió el mordisco de los celos. En todas
aquellas semanas no había logrado intimar con el Salvaje tanto como lo
logró Helmholtz inmediatamente. Mirándoles, oyéndoles hablar, más de una
vez deseó no haberles presentado. Sus celos le avergonzaban y hacía
esfuerzos y tomaba
soma para librarse de ellos. Pero sus esfuerzos
resultaban inútiles; y las vacaciones de
soma tenían sus intervalos
inevitables. El odioso sentimiento volvía a él una y otra vez.
    En su tercera entrevista con el Salvaje, Helmholtz le recitó sus versos
sobre la Soledad.
    —¿Qué te parecen? —le preguntó luego.
    El Salvaje movió la cabeza.
    —Escucha esto —dijo por toda respuesta.
    Y abriendo el cajón cerrado con llave donde guardaba su roído librote,
lo abrió y leyó:
    Que el pájaro de voz más sonora
posado en el solitario árbol de Arabia
sea el triste heraldo y trompeta…
    Helmholtz lo escuchaba con creciente excitación. Al oír lo del «solitario
árbol de Arabia» se sobresaltó; tras lo de «tú, estridente heraldo» sonrió con
súbito placer; ante el verso «toda ave de ala tiránica» sus mejillas se

arrebolaron; pero al oír lo de «música mortuoria» palideció y tembló con
una emoción que jamás había sentido hasta entonces.
    El Salvaje siguió leyendo.
    La propiedad se asustó
al ver que el yo no era ya el mismo;
dos nombres para una sola naturaleza,
que ni dos ni una podía llamarse.
La razón, en sí misma confundida,
veía unirse la división…
    —¡Orgía-Porfía! —gritó Bernard, interrumpiendo la lectura con una risa
estruendosa, desagradable—. Parece exactamente un himno del Servicio de
Solidaridad.
    Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre
sí de lo que le apreciaban a él.
    Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción,
la más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.
    El Salvaje leía
Romeo y Julieta en voz alta, con pasión intensa y
estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina
en el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la
escena del primer encuentro de los dos amantes. La escena del huerto le
había hechizado con su poesía; pero los sentimientos expresados habían
provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de
aquella manera por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto,
¡cuán soberbia pieza de ingeniería emocional!
    —Ese viejo escritor —dijo— hace aparecer a nuestros mejores técnicos
en propaganda como unos solemnes mentecatos.
    El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo
marchó pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los
padres Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris.
Helmholtz se había mostrado inquieto durante toda la escena; pero cuando,
patéticamente interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:
    ¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes
que lea en el fondo de mi dolor?
¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!
Aplaza esta boda por un mes, por una semana,
o, si no quieres, prepara el lecho de bodas
en el triste mausoleo donde yace Tibaldo.
    Cuando Julieta dijo esto, Helmholtz soltó una explosión de risa
irreprimible.
    ¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a
unirse con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que
ya estaba unida con otro a quien, por el momento al menos prefería? En su
indecente absurdo, la situación resultaba irresistiblemente cómica.
    Helmholtz, con un esfuerzo heroico, había logrado hasta entonces dominar
la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión «dulce madre»
(pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia
al Tibaldo muerto, pero evidentemente no incinerado y desperdiciando su
fósforo en un triste mausoleo, fueron demasiado para él. Rio y siguió riendo
hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas, rio interminablemente
mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba por encima del libro hasta
que, viendo que las carcajadas proseguían, lo cerró indignado, se levantó, y
con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un cerdo, lo
encerró con llave en su cajón.
    —Y sin embargo —dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el
aliento suficiente para presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus
explicaciones—, sé perfectamente que uno necesita situaciones ridículas y
locas como esta; no se puede escribir realmente bien acerca de nada más.
¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda tan
maravilloso? Porque tenía tantísimas cosas locas, extremadas, acerca de las
cuales excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo
contrario, no puede pensar frases realmente buenas, penetrantes como los
rayos X. Pero…, ¡padres y madres! —Movió la cabeza—. No podías
esperar que pusiera cara seria ante los padres y las madres. ¿Y quién va a
apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?

El Salvaje dio un respingo, pero Helmholtz, que miraba pensativamente
el suelo, no se dio cuenta.
    —No —concluyó—, no me sirve. Necesitamos otra clase de locura y de
violencia. Pero ¿qué? ¿Qué? ¿Dónde puedo encontrarla? —Permaneció
silencioso un momento y después, moviendo la cabeza, dijo, por fin—: No
lo sé; no lo sé.


Comentarios

  1. Bien ahí el Salvaje haciéndose valer ante Bernard y rehusandose a reunirse con los invitados. Mal ahí Bernard queriendo vengarse de Helmholtz. Bien ahí el Salvaje y Helmholtz pegando onda. Mal ahí Helmholtz incomodando al Salvaje al reírse de Romeo y Julieta.

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    Respuestas
    1. Bernard es un pusilánime. Nunca había usado esa palabra y suena peor de lo que es en verdad.
      Me perturbó esta frase: Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.

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