Un mundo feliz - Capítulo XI + Cómo prepararse para el fin del capitalismo



Estas semanas las publicaciones vienen un poco irregulares, pido disculpas por eso.

Hoy jueves, nuevo capítulo de Un mundo feliz.

Me dieron ganas de compartirles además un libro que llegó hoy a mis manos que se llama "Cómo prepararse para el fin del capitalismo", de Bill Mollison.

Lo considero adecuado porque estamos leyendo una novela en la que una sociedad basa su "felicidad" en un modo de producción capitalista. Y este libro propone otras alternativas.

Es brevísimo así que comparto aquí el contenido. Si quieren verlo en formato libro, les dejo el enlace.

Cómo prepararse para el fin del capitalismo. Bill Mollison. 




1. Aprenda a plantar, no sólo un huerto, sino también cultivos básicos (maíz, yuca, etc.) y árboles (frutales, nativos, leñosos).

2. Cree un vínculo con alguna tierra, ya sea la suya o la de un pariente, un proyecto, un jardín comunitario, etc. Participe con las personas que viven allí, vaya poco a poco buscando formas de pasar más tiempo en el campo que en la ciudad, aprendiendo a plantar, construir, tratar los desechos orgánicos y sanar en la naturaleza.

3. Desarrollar habilidades prácticas (cocina, carpintería, reparación de máquinas, procesamiento de alimentos, costura, etc.).
Enseñe estas habilidades a niños, amigos y vecinos.

4. Busque un grupo de apoyo mutuo, donde las personas se cuiden entre sí, hagan productos de necesidad básica colectivamente, como productos de higiene natural, remedios naturales como jarabes y tinturas de hierbas, procesamiento de alimentos, como alimentos conservados y fermentados.

5. Simplifica tu vida ahora, liberando más espacio y tiempo. Descubra todo lo que puede hacer sin dinero, caminar, hacer ejercicios, manualidades y artes del cuerpo, socializar con sus seres queridos, jardinería.

6. Separarse de la lógica de consumir más y más. Prefieran productos artesanales que duran mucho tiempo, de calidad, hechos por pequeños productores, empresas sociales y empresas económicas solidarias. Hacer intercambios, dar y recibir obsequios por valor afectivo, en lugar de valor financiero.

7. Intercambiar, almacenar, multiplicar y diseminar semillas criollas (nativas, no modificadas genéticamente, producidas por la agricultura popular y familiar).

8. ¡Reconoce que la vida será mucho mejor después! Sólo estamos en transición.

"Nuestra creatividad es el límite del Sistema".




Me quedo pensando en esta propuesta, ¿ustedes?





Vamos entonces al capítulo XI. En el anterior explotó todo en el laboratorio cuando Linda y John entraron.

John le dijo "padre" al DIC. Momento épico.

¡Nos leemos en comentarios!

Foto x  @child.ofthedesert



Un mundo feliz - Capítulo XI




Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación,
todos los londinenses de castas superiores se morían por aquella deliciosa

criatura que había caído de rodillas ante el director de Incubación y
Condicionamiento —o, mejor dicho, ante el exdirector, porque el pobre
hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies
en el Centro— y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para
ser cierto!) «padre».
    Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor
deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era algo peor que un chiste:
era una obscenidad. Además, Linda no era una salvaje auténtica; había sido
incubada en un frasco y condicionada como todo el mundo, de modo que no
podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente —y esta era la
razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda—,
había la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía
los dientes estropeados y el rostro abotagado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford!
    No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las
personas distinguidas estaban completamente decididas a no ver a Linda. Y
Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la
civilización fue, para ella, el retorno al
soma, la posibilidad de yacer en
cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas
con jaqueca o vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre
después de tomar
peyotl, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente
antisocial que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta. El
soma no
gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y

si la mañana siguiente resultaba desagradable, solo era por comparación con
el gozo de la víspera. La solución era fácil: perpetuar aquellas vacaciones.
    Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes.
Al principio, el doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el
soma que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.
    —Lo cual acabará con ella en un mes o dos —confió el doctor a
Bernard—. El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará
de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la
cosa sería distinta. Pero no podemos.
    Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba bajo la
influencia del
soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.
    —Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto
soma?
    —En cierto sentido, sí —reconoció el doctor Shaw—. Pero, según cómo
lo mire, se la alargamos.
    El joven lo miró sin comprenderle.
    —El
soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal —
explicó el doctor—. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida
que nos concede fuera del tiempo. Cada una de nuestras vacaciones de
soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban «eternidad».
    John empezaba a comprender.
    —«La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos» —murmuró.
    —¿Cómo?
    —Nada.
    —Desde luego —prosiguió el doctor Shaw—, no podemos permitir que
la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si tiene algún trabajo
serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio…
    —Sin embargo —insistió John—, no me parece justo.
    El doctor se encogió de hombros.
    —Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo el
tiempo…
    Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el
soma que
deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito de la planta treinta
y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama, con la radio y la
televisión constantemente en marcha, el grifo de pachulí goteando, y las

tabletas de soma al alcance de la mano; allí permaneció, y, sin embargo, no
estaba allá, en absoluto; estaba siempre fuera, infinitamente lejos, de
vacaciones; de vacaciones en algún otro mundo, donde la música de la radio
era un laberinto de colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que
conducía (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro
brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las imágenes
danzantes de la televisión eran los actores de un sensorama cantado,
indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que goteaba era algo más
que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones, era Popé haciendo el
amor, y mucho más aún, incomparablemente más, y sin fin…
    —No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber tenido
esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano —concluyó el
doctor Shaw—. Gracias por haberme llamado.
    Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.
    Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John solo
cabía verle a través de Bernard, su guardián oficial, Bernard se vio tratado
por primera vez en su vida no solo normalmente, sino como una persona de
importancia sobresaliente.
    Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se
lanzaban pullas a propósito de su aspecto físico.
    —Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo miércoles —
anunció Fanny triunfalmente.
    —Lo celebro —dijo Lenina—. Y ahora, reconoce que estabas
equivocada en cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?
    Fanny asintió con la cabeza.
    —Y debo confesar —agregó— que me llevé una sorpresa muy
agradable.
    El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados
Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio de
Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de Westminster, el
Supervisor de Bokanovskificación… La lista de personajes que frecuentaba
a Bernard era interminable.
    —Y la semana pasada fui con seis chicas —confió Bernard a Helmholtz
Watson—. Una el lunes, dos el martes, otras dos el viernes y una el sábado.

Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había al menos una docena más de ellas
que solo estaban deseando…
    Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y
desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.
    —Me envidias —dijo.
    Helmholtz negó con la cabeza.
    —No, pero estoy muy triste; esto es todo —contestó.
    Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la palabra
a Helmholtz.
    Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le
reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido cualquier otro
intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había juzgado poco
satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía a él como un ser
importante, el orden de cosas era bueno. Pero, aun reconciliado con él por
el éxito, Bernard se negaba a renunciar al privilegio de criticar este orden.
Porque el hecho de ejercer la crítica aumentaba la sensación de su propia
importancia, le hacía sentirse más grande. Además, creía de verdad que
había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del
hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba). En presencia de
quienes, con vistas al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía una
asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le escuchaban cortésmente.
Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este joven acabará mal,
decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían
poner todo de su parte para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará
otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, había
el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.
    —Más liviano que el aire —dijo Bernard, señalando hacia arriba.
    Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el globo
cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.
    «… es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus
aspectos», decían las instrucciones de Bernard.

    En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la
misma, desde la plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe de la Estación
y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero Bernard
llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba
exactamente igual que si hubiese sido, como mínimo, un Interventor
Mundial en visita. Más liviano que el aire.
    El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon.
    Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui, asomaron por
las ocho portillas de la cabina: los camareros.
    —Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora —dijo solemnemente el
Jefe de la Estación—. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?
    John lo encontró magnífico.
    —Sin embargo —dijo— Ariel podía poner un cinturón a la tierra en
cuarenta minutos.
    «El Salvaje —escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond— muestra,
sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la
civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que había oído
hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su m…».
    Mustafá frunció el ceño. «¿Creerá ese imbécil que soy demasiado ñoño
para no poder ver escrita la palabra entera?».
    «En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él llama “el
alma”, que insiste en considerar como algo enteramente independiente del
ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté señalarle que…».
    El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a
volver la hoja en busca de algo más interesante y concreto, sus miradas
fueron atraídas por una serie de frases completamente extraordinarias. «…
aunque debo reconocer —leyó— que estoy de acuerdo con el Salvaje en
juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo
bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para llamar la
atención de Su Fordería hacia…».
    La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen
humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente darle

lecciones a él —a él— sobre el orden social, era realmente demasiado
grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco. «Tengo que darle una
buena lección», se dijo; después echó la cabeza hacia atrás y soltó una
fuerte carcajada. Por el momento, en todo caso, la lección podía esperar.
    Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros, filial de
la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les recibieron en la misma azotea
(porque los efectos de la circular de recomendación del Interventor eran
mágicos) el Jefe Técnico y el Director de Elementos Humanos bajaron a la
fábrica.
    —Cada proceso de fabricación —explicó el director de Elementos
Humanos— es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un mismo
Grupo de Bokanovsky.
    Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi
desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en el estampado en frío. Los
cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran manejados por
cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la fundición
trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses especialmente condicionados
para soportar el calor. Treinta y tres Deltas hembras, de cabeza alargada,
rubias, de pelvis estrecha, y todas ellas de un metro sesenta y nueve
centímetros de estatura, con diferencias máximas de veinte milímetros,
cortaban tornillos. En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por
dos grupos de enanos Gamma-Más. Los dos bancos de trabajo, alargados,
estaban situados uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin fin con
su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias se alineaban
frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y siete machos frente a
cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete mentones escurridos frente a
cuarenta y siete mentones salientes. Los aparatos, una vez acoplados, eran
inspeccionados por dieciocho muchachas idénticas, de pelo castaño rizado,
vestidas del color verde de los Gammas, embalados en canastas por
cuarenta y cuatro Delta-Menos pernicortos y zurdos, y cargados en los
camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos azules,
pelirrojos y pecosos.

    —¡Oh maravilloso nuevo mundo…!
    Por una especie de broma de su memoria, el Salvaje se encontró
repitiendo las palabras de Miranda:
    —¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!
    —Y le aseguro —concluyó el director de Elementos Humanos, cuando
salían de los talleres— que apenas tenemos problema alguno con nuestros
obreros. Siempre encontramos…
    Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y,
oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas arcadas, como
si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con una bolsa de aire.
    En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro lado del
Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre de Lupton
destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la Cantoría Comunal de
la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento
armado y «vita-cristal». En el centro del espacio cuadrangular se erguía la
antigua estatua de acero cromado de Nuestro Ford.
    El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les
recibieron al bajar del aparato.
    —¿Tienen aquí muchos mellizos? —preguntó el Salvaje, con aprensión,
en cuanto empezaron la vuelta de inspección.
    —¡Oh, no! —contestó el Preboste—. Eton está reservado
exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas.
Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero
como los alumnos están destinados a tomar sobre sí graves
responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay
más remedio.
    Y suspiró.
    Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.
    —Si está usted libre algún lunes, miércoles o viernes por la noche —le
decía—, puede venir a mi casa. —Y, señalando con el pulgar al Salvaje,
añadió—: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.

    Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente
encantadora).
    —Gracias —dijo—. Me encantará asistir a una de sus fiestas.
    El Preboste abrió la puerta.
    Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble-Más dejaron a John un tanto
confuso.
    —¿Qué es la relatividad elemental? —susurró a Bernard.
    Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que
pasaran a otra aula.
    Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los
Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
    —Uno, dos, tres, cuatro. —Y después, con irritación fatigada—: Como
antes.
    —Ejercicios malthusianos —explicó la Maestra Jefe—. La mayoría de
nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. —
Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no
esterilizadas que necesitan ejercicios constantes.
    En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que «una
Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas
o geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha
merecido la pena civilizar». Un breve chasquido, y de pronto el aula quedó
a oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor,
aparecieron los
Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora,
gimiendo como John les había oído gemir, confesando sus pecados ante
Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes
etonianos reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los
Penitentes se
levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos,
empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a
ahogar los gemidos de los
Penitentes.
    —Pero ¿por qué se ríen? —preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a
un tiempo.
    —¿Por qué? —El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía
retozaba una ancha sonrisa—. ¿Por qué? Pues… porque resulta
extraordinariamente gracioso.

    En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el
pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar.
Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la
cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como
un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco,
cuando se hizo de nuevo la luz.
    —Tal vez será mejor que sigamos —dijo Miss Keate.
   Y se dirigió hacia la puerta.
    Un momento más tarde, el Preboste dijo:
    —Esta es la sala de Control Hipnopédico.
    Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio,
aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en
la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de
pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.
    —Basta colocar el rollo aquí —explicó Bernard, interrumpiendo al
doctor Gaffney—, pulsar este botón…
    —No, este otro —le corrigió el Preboste, irritado.
    —O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de
selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y…
    —Y ya está —concluyó el doctor Gaffney.
    —¿Leen a Shakespeare? —preguntó el Salvaje mientras se dirigían
hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de
la Escuela.
    —Claro que no —dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.
    —Nuestra Biblioteca —explicó el doctor Gaffney— contiene solo libros
de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al
sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a diversiones
solitarias.
    Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o
permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la pista
vitrificada.
    —Vuelven del Crematorio de Slough —explicó el doctor Gaffney,
mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella
misma noche—. El condicionamiento ante la muerte empieza a los

dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital
de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se
les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así
aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente.
—Como cualquier otro proceso fisiológico —exclamó la Maestra Jefe,
profesionalmente.
    Ya estaba decidido: a las ocho en el «Savoy».
    De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de
Televisión de Brentford.
    —¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? —preguntó
Bernard.
    El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento
cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de
obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíl:
setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres,
entre los cuales solo había una docena de rostros y de estaturas diferentes.
A cada uno de ellos, junto con el billete, el cobrador le entregaba una cajita
de píldoras. El largo ciempiés humano avanzaba lentamente.
    Recordando
El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard,
cuando este se le reunió:
    —¿Qué hay en esas cajitas?
    —La ración diaria de
soma —contestó Bernard, un tanto confusamente,
porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de mascar de las
que le había regalado Benito Hoover—. Se las dan cuando han terminado su
trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los sábados.
    Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se dirigieron hacia
el helicóptero.
    Lenina entró canturreando en el vestuario.
    —Pareces encantada de la vida —dijo Fanny.
    —Lo estoy —contestó Lenina. ¡Zas!—. Bernard me llamó hace media
hora. —¡Zas! ¡Zas! Se quitó los pantalones cortos—. Tiene un compromiso

inesperado. —¡Zas!—. Me ha preguntado si esta noche quiero llevar al
Salvaje al sensorama. Debo darme prisa.
    Y se dirigió corriendo hacia el baño.
    «Es una chica con suerte», se dijo Fanny, viéndola alejarse.
    El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había
invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el
Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El
Presidente de la Sociedad de Secreciones Internas y Externas la llamaba
constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el
Gobernador-Diputado del Banco de Europa.
    —Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo —había
confesado Lenina a Fanny— tengo la sensación de conseguir todo esto
haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber todos
es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que no
lo sé. —Lenina movió la cabeza—. La mayoría de ellos no me creen, desde
luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera —agregó, tristemente; y
suspiró—. Es guapísimo, ¿no te parece?
    —Pero ¿es que no le gustas? —preguntó Fanny.
    —A veces creo que sí, y otras creo que no. Siempre procura evitarme;
sale de su estancia cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni siquiera
mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y lo pillo mirándome; y
entonces…, bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando les gustas.
Sí, Fanny lo sabía.
    —No llego a entenderlo —dijo Lenina.
    No lo entendía, y ello no solo la turbaba, sino que la trastornaba
profundamente.
    —Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.
    Le gustaba cada vez más. «Bueno, hoy se me ofrece una excelente
ocasión», pensaba, mientras se perfumaba, después del baño. Unas gotas
más de perfume; un poco más. «Una ocasión excelente». Su buen humor se
vertió en una canción:
    Abrázame hasta embriagarme de amor,
bésame hasta dejarme en coma;

abrázame, amor, arrímate a mí;
el amor es tan bueno como el soma.
    Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje, olían y
escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar también.
    Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras
llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire.
Tres semanas en
helicóptero
. Un film sensible, supercantado, hablado sintéticamente, en
color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de órgano de
perfumes.
    —Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca —susurró
Lenina—. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.
    El salvaje obedeció sus instrucciones.
    Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez
segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e
incomparablemente más «reales» de lo que hubiesen podido parecer de
haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron
las imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una
hembra Beta-Más rubia y braquicéfala.
    El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se
llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner la mano
izquierda en el pomo metálico y volvió a sentirlas. Entretanto, el órgano de
perfumes exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba en la
pista sonora: «¡Oh…, oooh…!». Y, vibrando a solo treinta y dos veces por
segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: «¡Ah…, aaah!
¡Oh, oooh! ¡Ah…, aaah!», los labios estereoscópicos se unieron
nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de los seis mil
espectadores del «Alambra» se estremecieron con un placer galvánico casi
intolerable. «¡Ohhh…!».
    El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos
después de los primeros «Ooooh» y «Aaaah» (tras el canto de un dúo y una
escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos pelos —el
Predestinador Ayudante tenía toda la razón— podía palparse
separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de

cabeza. ¡Plas! ¡Qué golpe en la frente! Un coro de ayes se levantó del
público.
    El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien sentía a
partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente por la rubia Beta.
La muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque
a un rival, y, finalmente, un rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada
por los aires y debía pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un
tête-à-
tête
completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras un sinfín
de aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban
rescatarla. El negro era enviado a un Centro de Recondicionamiento de
Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se
convertía en la amante de sus tres salvadores. Después la alfombra de piel
de oso hacía su aparición final y, entre el estridor de los saxofones, el
último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última
titilación eléctrica moría en los labios como una mosca moribunda que se
estremece una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se
inmoviliza definitivamente.
    Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de
encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre, arrastrando
los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los
labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y placer en su piel.
Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraban
afanosamente. Lenina cogió el brazo del Salvaje y lo apretó contra su
costado. El Salvaje la miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y
al mismo tiempo avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no…
Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué
tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar los suyos, y
soltó el brazo que ella le sujetaba.
    —Creo que no deberías ver cosas como esas —dijo al fin el muchacho,
apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales todo reproche por
cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de Lenina.
    —¿Cosas como qué, John?
    —Como esa horrible película.

    —¿Horrible? —Lenina estaba sinceramente asombrada—. Yo la he
encontrado estupenda.
    —Era abyecta —dijo el Salvaje, indignado—, innoble…
    —No te entiendo —contestó Lenina.
    ¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?
    En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos
votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían
prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio,
con el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como si un dedo
pulsara una cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía
en un súbito sobresalto nervioso.
    El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. «Al fin —
pensó esta, llena de exultación, al apearse—. Al fin», a pesar de que hasta
aquel momento el Salvaje se había comportado de manera muy extraña. De
pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. «Al fin». Sí, la nariz
le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje
pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz,
pensando: «Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bernard… Y
sin embargo… Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora,
al fin…». El fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo
le sonrió.
    —Buenas noches —dijo una voz ahogada detrás de ella.
    Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta
del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla
todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando —pero ¿a qué?—, o
vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo el rato, pensando…
Lenina no podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.
    —Buenas noches, Lenina —repitió el Salvaje.
    —Pero, John… Creí que ibas a… Quiero decir que, ¿no vas a…?
    El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El
taxicóptero despegó.
    Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo del aparato,
el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz
azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura,

achaparrada por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de la
azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.
Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su
escondrijo el libro roído por los ratones, volvió con cuidado religioso sus
páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer
Otelo. Recordaba que
Otelo, como el protagonista de
Tres semanas en helicóptero, era un negro.


Comentarios

  1. Estás viendo una serie donde hay un personaje que te cae medianamente bien por ser uno de los protagonistas principales y estar escrito para que puedas empatizar con él. De repente comienza una temporada nueva y aparece un personaje nuevo que te cae mejor… y el personaje que antes te gustaba, empieza a parecerte medio boludón y a caerte un poco mal. Y no es algo tuyo, eso está pasando porque el autor o el guionista o el que esté a cargo quiere que pase. Entonces Michonne y Rick se vuelven aburridos tras la aparición de Negan, y John Locke te empieza a dar bronca después de Desmond, la escotilla y cositas.
    Y acá estamos en esa, Huxley nos da vuelta a Bernard, haciéndolo pasar del disconforme de baja autoestima a un tipo obnubilado por la popularidad. Y podría ser tolerable, pero ahí entra en juego el salvaje, sirviéndonos como punto de comparación. Muy buen giro. Apruebo.

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    1. Al otro que banco es al amigo de Bernard, que cuando lo ve alardear medio lo mira de costadito. Me molesta un poco el giro porque ahora pienso que Bernard es un gil, pero quién puede culparlo si le hicieron bullying toda la vida.

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