Un mundo feliz - Capítulo X + Otras novelas de Huxley

 


Hoy es sábado y en una semana de publicación irregular, mandamos capítulo.

Aprovechando el tiempo, subimos para placer y felicidad de lxs integrantes del club, una parte de la prolífica bibliografía de Aldous Huxley, que como uds saben, forma parte de nuestra Biblioteca virtual de distopías (y derivados). Acabo de inventarle un nombre no definitivo a nuestro Drive. Les comparto cómo va quedando nuestra carpeta HUXLEY, ALDOUS.

Estos son los libros que agregamos hoy. Se pueden leer en línea y descargar si lo desean. Va sinopsis:



  • Mi tío Spencer: Es la tercera colección de relatos cortos de Aldous Huxley, y está compuesta por: El tío Spencer, El pequeño mexicano, Huberto y Minnie, Fard, una mejora, El retrato y El pequeño Arquímedes.

  • Ciego en Gaza (1936): Huxley llega al cenit de su vida narrativa, dedicado a describir en carne viva con sorprendente exactitud y crudeza a la sociedad de entreguerras, y se centra en una desesperada búsqueda de los valores positivos que podrían salvar al ser humano de la alienación a la que lo conduce el desarrollo tecnológico.

  • El tiempo debe detenerse (1944): Sebastian Barnac tiene diecisiete años. Es un adolescente extremadamente tímido, guapo y con alma de poeta, que inspira cariño y ternura por sus facciones infantiles. Un verano viaja a Italia y en ese momento empezará realmente su educación. Considerada por el propio Huxley como su mejor novela.

  • Las puertas de la percepción / Cielo e infierno: En Las puertas de la percepción (1954), el autor narra la fantástica experiencia visionaria que le produce la toma de mescalina, el principio activo del peyotl. Dos años más tarde publica Cielo e infierno, en el que continúa explorando la unidad entre la mente y el cosmos. Estos ensayos tan singulares como precursores son en sí mismos experiencias de trascendencia del yo.

  • Arte, amor y todo lo demás (1925): Su pluma, hiriente como un escalpelo, vivisecciona con fría lucidez de científico, la realidad de unos seres que pretenden ocultar el rostro bajo la máscara de la hipocresía social. El marco deliberadamente refinado en que se mueven los protagonistas y su elevada categoría social e intelectual sólo sirven para acentuar el contraste.

  • Música en la noche: En este volumen, el autor comunica sus puntos de vista acerca de diversos temas -la tragedia, el silencio, el arte, la gracia, la historia, el puritanismo, la belleza- apuntando siempre a cuestiones fundamentales de la condición humana.

  • Los cuervos del jardín: Todas las tardes, la señora cuervo se encuentra su nido vacío. Cada huevo que pone desaparece al día siguiente. Hasta que descubre que la malvada serpiente es quien se come todos sus huevos. Con la ayuda del sabio búho, los señores cuervos intentarán dar a la serpiente una buena lección.

De los libros de Huxley sólo tengo y he leído Un mundo feliz y Las puertas de la percepción. Tenía un lindo talento para titular sus obras, "El tiempo debe detenerse" es el título que más me gustó. También, y por razones obvias, me llamó la atención "Ciego en Gaza", publicado en 1936.

Antes de pasar al capítulo X, un recordatorio del anterior: muy breve capítulo que no aporta demasiado a la historia pero que sigue demostrando las intenciones de Bernard de vengarse del DIC. A ver qué viene...

Nos leemos en comentarios!

Foto x  Claris.




Un mundo feliz - Capítulo X


Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del
Centro de Blomsbury señalaban las dos y veintisiete minutos. La
«industriosa colmena», como el director se complacía en llamarlo, se
hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba atareado, todo se
movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus
largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos,
y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados,
echaban brotes y constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la
Sala de Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano, y allí, en
la penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de
peritoneo y ahítos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los fetos
crecían, o bien, envenenados, languidecían hasta convertirse en futuros
Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles reptaban
imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en la Sala de
Decantación, los niños recién desenfrascados exhalaban su primer gemido
de horror y sorpresa.
Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y
bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la hora de comer. Mil
ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados, extraían, simultáneamente,
de mil ochocientos biberones, su medio litro de secreción externa
pasteurizada.
Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los
niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una
siesta, se hallaban tan atareados como todo el mundo, aunque ellos no lo

sabían, escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de
higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica. Y más
arriba aún, había las salas de juego, donde, por ser un día lluvioso,
novecientos niños un poco mayores se divertían jugando con ladrillos,
modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al
escondite o a los corrientes juegos eróticos.
¡Zummm…! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres
eran las canciones que tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos
de ensayo! Los predestinadores silboteaban mientras trabajaban, y en la
Sala de Decantación se contaban chistes estupendos por encima de los
frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de
Fecundación con Henry Foster, aparecía grave, severo, petrificado.
—Un escarmiento público —decía—. Y en esta sala, porque en ella hay
más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le he
dicho que viniera a verme aquí a las dos y media.
—Cumple su tarea admirablemente —dijo Henry, con hipócrita
generosidad.
—Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia
intelectual entraña las correspondientes responsabilidades morales. Cuanto
mayores son los talentos de un hombre más grande es su poder de
corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se corrompan
muchos. Considere el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y verá que no
existe ofensa tan odiosa como la heterodoxia en el comportamiento. El
asesino solo mata al individuo, y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? —
Con un amplio ademán señaló las hileras de microscopios, los tubos de
ensayo, las incubadoras—. Podemos fabricar otro nuevo con la mayor
facilidad; tantos como queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho más
importante que la vida de un individuo; amenaza a la propia Sociedad. Sí, a
la propia Sociedad —repitió—. Pero, aquí viene.
Bernard había entrado en la sala y se acercaba a ellos pasando por entre
las hileras de fecundadores. Su expresión jactanciosa, de confianza en sí
mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo. La voz con que dijo:
«Buenos días, director» sonó demasiado fuerte, absurdamente alta; y

cuando, para corregir su error, dijo: «Me pidió usted que acudiera aquí para
hablarme», lo hizo con voz ridículamente débil.
—Sí, Mr. Marx —dijo el director enfáticamente—. Le pedí que acudiera
a verme aquí. Tengo entendido que regresó usted de sus vacaciones anoche.
—Sí —contestó Bernard.
—Ssssí —repitió el director, acentuando la s, en un silbido como de
serpiente. Luego, levantando súbitamente la voz, trompeteó—: Señoras y
caballeros, señoras y caballeros.
El tarareo de las muchachas sobre sus tubos de ensayo y el silboteo
abstraído de los microscopistas cesaron súbitamente. Se hizo un silencio
profundo; todos volvieron las miradas hacia el grupo central.
—Señoras y caballeros —repitió el director—, discúlpenme si
interrumpo sus tareas. Un doloroso deber me obliga a ello. La seguridad y
la estabilidad de la Sociedad se hallan en peligro. Sí, en peligro, señoras y
caballeros. Este hombre —y señaló acusadoramente a Bernard—, este
hombre que se encuentra ante ustedes, este Alfa-Más a quien tanto le fue
dado, y de quien, en consecuencia, tanto cabía esperar, este colega de
ustedes, o mejor, acaso este que fue colega de ustedes, ha traicionado
burdamente la confianza que pusimos en él. Con sus opiniones heréticas
sobre el deporte y el
soma, con la escandalosa heterodoxia de su vida
sexual, con su negativa a obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a
comportarse fuera de las horas de trabajo «como un bebé en su frasco» —y
al llegar a este punto el director hizo la señal de la T— se ha revelado como
un enemigo de la Sociedad, un elemento subversivo, señoras y caballeros.
Contra el Orden y la Estabilidad, un conspirador contra la misma
Civilización. Por esta razón me propongo despedirle, despedirle con
ignominia del cargo que hasta ahora ha venido ejerciendo en este Centro; y
me propongo asimismo solicitar su transferencia a un Subcentro del orden
más bajo, y, para que su castigo sirva a los mejores intereses de la sociedad,
tan alejado como sea posible de cualquier Centro importante de población.
En Islandia tendrá pocas oportunidades de corromper a otros con su
ejemplo antifordiano —el director hizo una pausa; después, cruzando los
brazos, se volvió solemnemente hacia Bernard—. Marx —dijo—, ¿puede

usted alegar alguna razón por la cual yo no deba ejecutar el castigo que le
he impuesto?
—Sí, puedo —contestó Bernard, en voz alta.
—Diga cuál es, entonces —dijo el director, un tanto asombrado, pero
sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.
—No solo la diré, sino que la exhibiré. Pero está en el pasillo. Un
momento. —Bernard se acercó rápidamente a la puerta y la abrió
bruscamente—. Entre —ordenó.
Y la «razón» alegada entró y se hizo visible.
Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los
presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror; una chica joven
chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al vacilar,
derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotagado,
hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros
correctos, un monstruo de mediana edad, extraño y terrorífico, Linda, entró
en la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida, y
moviendo sus enormes caderas en lo que pretendía ser una ondulación
voluptuosa. Bernard caminaba a su lado.
—Aquí está —dijo Bernard, señalando al director.
—¿Cree que no lo habría reconocido? —preguntó Linda, irritada;
después, volviéndose hacia el director, agregó—: Claro que te reconocí,
Tomakin; te hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un millar de
personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No,
Tomakin? Soy tu Linda. —Linda lo miraba con la cabeza ladeada,
sonriendo todavía, pero con una sonrisa que progresivamente, ante la
expresión de disgusto petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta
desaparecer del todo—. ¿No te acuerdas de mí, Tomakin? —repitió Linda,
con voz temblorosa. Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El rostro
abotagado se deformó en una mueca de intenso dolor—. ¡Tomakin!
Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.
—¿Qué significa —empezó el director— esta monstruosa…?
—¡Tomakin!
Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta, arrojó los
brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.

Se levantó una incontenible oleada de carcajadas.
—¿… Esta monstruosa broma de mal gusto? —gritó el director.
Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que se
aferraba a él desesperadamente.
—¡Pero si soy Linda, soy Linda! —las risas ahogaron su voz—. ¡Me
hiciste un crío! —chilló Linda, por encima del rugir de las carcajadas.
Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente,
sin saber adónde mirar. El director palideció súbitamente, dejó de luchar, y,
todavía con las manos en las muñecas de Linda, se quedó mirándola a la
cara, horrorizado.
—Sí, un crío… y yo fui su madre.
Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado;
después, separándose bruscamente de él, abochornada, se cubrió la cara con
las manos, sollozando.
—No fue mía la culpa, Tomakin. Porque yo siempre hice mis ejercicios,
¿no es verdad? ¿No es verdad? Siempre… No comprendo cómo… ¡Si tú
supieras cuán horrible fue, Tomakin…! A pesar de todo, el niño fue un
consuelo para mí. —Y, volviéndose hacia la puerta, llamó—: ¡John!
John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral, miró a
su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de
piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy
clara:
—¡Padre!
Esta palabra (porque la voz «padre», que no implicaba relación directa
con el desvío moral que entrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan
obscena como grosera; era una incorrección más escatológica que
pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que
había llegado a hacerse insoportable. Las carcajadas estallaron,
estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no debieran cesar nunca.
¡
Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh, Ford! Era algo estupendo. Las risas
se sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se
cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos
fueron derribados. ¡
Padre!
Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su
alrededor en una agonía de humillación enloquecedora.
¡Padre! Las carcajadas, que habían dado muestras de desfallecer,
estallaron más fuertes que nunca. El director se tapó los oídos con ambas
manos y abandonó corriendo la sala.


Comentarios

  1. Bueno, en este capítulo cambia la pelota. Entendemos que el Director quiere castigar a Bernard por miedo a que se descubran sus emociones desviadas (su apego a Linda después de tanto tiempo) y su manera hipócrita es enviarlo a Islandia. Pero la tortilla se da vuelta y Bernard demuestra una movida astuta y su capacidad para la crueldad. Nuestro personaje principal es un ser quejumbroso y despreciable, frívolo y decadente. Planificó su venganza desde el momento en que vió a John y Linda en la reserva y movió sus influencias para que suceda. De aquí que la simpatía/lástima inicial que sentíamos por Bernard se empieza a esfumar rapidamente.

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    1. Es notable cómo cambia ese personaje. Daba lástima yo creo y parecía incapaz de tomar grandes decisiones (por ejemplo lo que le costó invitar a Lenina, su incomodidad en ese rito religioso raro donde no encaja, cuando cambia la versión de algún hecho para verse interesante ante su amigo).
      Ahora es vengativo, creo que debe haberse regodeado en el momento de este encuentro. Y no sabemos qué esperar de él ahora.

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  2. No entiendo bien el por qué de que el director decida humillar y degradar a Bernard públicamente por tonterías pero bien merecida la contrahumillación con Linda y su propio hijo.

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