Un mundo feliz - Capítulo VIII + Larumbe Danza



¡Buenas! Día de paro general✊✊✊. Pero la distopía no se detiene.

Cayó una bomba en el capítulo anterior, Linda y John aparecen en escena y repentinamente el "bravo nuevo mundo" es mirado desde otra óptica: la salvaje obligada extraña lo perdido y se ha adaptado muy mal a sus circunstancias. John fue criado con esos cuentos de hadas y ahora quiere ir a ese lugar feliz.

El buen Bernard ve la posibilidad de vengarse del DIC (aparente padre de John) que quiere trasladarlo a Islandia.

¿Qué bomba caerá cuando estos personajes lleguen a destino?


Les dejo para amenizar el posteo de hoy un espectáculo de danza basado en Un mundo feliz de Huxley, inesperado, ¿verdad? Lo presentó Larumbe danza, una compañía residente en España.

Es hermoso cómo la literatura sigue inspirando a todas las disciplinas del arte. Una persona en una burbuja se relaciona con otra que está afuera. Las emociones representadas por el movimiento.

Va video:





SINOPSIS



En un mundo futurista y distópico, dos seres viven, se mueven, perciben y evolucionan en dos ambientes distintos: uno, dentro de una esfera, una burbuja transparente y cerrada; otro, en un espacio exterior y abierto. Como si de dos universos paralelos y opuestos se tratara.

¿Está el de la burbuja prisionero o protegido? ¿Observa el mundo exterior desde dentro o su mundo se limita a su esfera? ¿Respira aire purificado de su bombona o siente que depende de ella? En la burbuja, lo anormal se convierte en rutina.

Y el otro, en el espacio exterior, ¿se siente libre o desprotegido, desahuciado? ¿En su ambiente o marginado? ¿Respira aire libre o se está contaminando? En el espacio exterior, los instintos se exacerban.

Al percibirse, tratarán de juntarse, de entrar y/o salir. De este modo, ellos romperán sus propias barreras físicas, mentales, emocionales y espirituales, conocerán sus respectivos opuestos, lo que los llevará a conocerse a sí mismos, para poder liberarse, aunque enclaustrados, a salvarse, aunque desamparados.

Aquí la página de Larumbe danza para más info.


Capítulo VIII


    Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros),
Bernard y John paseaban lentamente.
    —Para mí es muy difícil comprenderlo —decía Bernard—,
reconstruir… Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos
diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la
enfermedad… —Movió la cabeza—. Es casi inconcebible. Nunca lo
comprenderé, a menos que me lo expliques.
    —¿Que te explique qué?
    —Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y ahora señaló la
casita en las afueras—. Todo. Toda tu vida.
    —Pero ¿qué puedo decir yo?
    —Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.
    —Desde tan atrás como pueda recordar… —John frunció el ceño.
Siguió un largo silencio.
    John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos
armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de
pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda.
Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto
la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a
Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras
ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.
    —Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y entonces se enojó ella
también—. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? —dijo
—. ¡Salvajes!

    John le preguntó qué quería decir «salvajes». Cuando volvieron a casa,
Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza
llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía
mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé
también, y luego Linda rio mucho y habló con voz muy fuerte, y al final
ella y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John
entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.
    Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba
mescal; pero Linda decía que debía llamarse
soma; solo que después uno se
encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los
hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros
niños —recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas—, John
volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y
decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles.
    Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y
otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa;
después Linda chilló: «¡Oh, no, no, no!».
    John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda
estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se
había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera
la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba.
    Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. «Por favor, por
favor». Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a
caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la
mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer
gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó.
    Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo.
Le dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a
silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.
    —Pero ¿por qué querían hacerte daño, Linda? —le preguntó aquella
noche.
    John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían
terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y
porque él solo era un niño y nada podía hacer contra ella.

    —¿Por qué querían hacerte daño, Linda?
    —No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?
    Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía
la cara sepultada en la almohada.
    —Dicen que estos hombres son sus hombres —prosiguió.
    Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se
hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al
final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.
    —¡Oh, no, no llores, Linda! ¡No llores!
    John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.
    Linda gritó:
    —¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!
    Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.
    —¡Imbécil! —le gritó su madre.
    Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas. Una, y otra, y otra más…
    —¡Linda! —gritó John—. ¡Oh, madre, no, no!
    —Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.
    —Pero, Linda… ¡Oh!
    Otro cachete en la mejilla.
    —Me he vuelto como una salvaje —gritaba Linda—. Tengo hijos como
un animal… De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al
Inspector, hubiese podido marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese
sido una vergüenza demasiado grande.
    John adivinó que iba a pegarle de nuevo y levantó un brazo para
protegerse la cara.
    —¡Oh, no, Linda, no, por favor!
    —¡Bestezuela!
    Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.
    —¡No, Linda!
    John cerró los ojos, esperando el golpe.
    Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los
ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda
lo abrazó y empezó a besarle, una y otra vez.

    Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro
Lugar.
    —¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?
    —De veras.
    Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los
juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas de comer y de
beber que había, y la luz que surgía con solo pulsar un aparatito en la pared,
y las películas que se podían oír, y palpar y ver, y otra caja que producía
olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas
como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el
mundo pertenecía a todo el mundo, y las cajas que permitían ver y oír todo
lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los niños en frascos limpios
y hermosos… todo limpísimo, sin malos olores, sin suciedad… Y nadie
solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los
bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad
era de todos los días, de siempre… John la escuchaba embelesado.
    Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a
señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la
llamaban con nombres que John no comprendía, pero que sabía eran malos
nombres. Un día empezaron a cantar una canción acerca de Linda, una y
otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada lo
hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó cubierto
de ella.
    Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en la pared
—un animal echado, un niño dentro de una botella—, y después escribía
detrás: «
EL GATO DUERME», «EL PEQUE ESTÁ EN EL BOTE». John aprendió
deprisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer todas las palabras que su
madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de
debajo de aquellos graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito
muy delgado. John lo había visto ya muchas veces.
    —Cuando seas mayor —le decía siempre su madre— te dejaré leerlo.
    Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.

    —Temo que no lo encontrarás muy apasionante —dijo Linda—, pero es
el único que tengo. —Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las estupendas
máquinas de leer que tenemos en Londres!
    John empezó a leer.
El Condicionamiento químico y bacteriológico del
embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta del Almacén
de Embriones
. Solo leer el título le llevó un cuarto de hora. John arrojó el
libro al suelo.
    —¡Libro feo, libro feo! —exclamó.
    Y se echó a llorar.
    Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de Linda. Y a
veces se burlaban de él porque iba tan desharrapado. Cuando se le rompían
los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En el Otro Lugar, le dijo su
madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra nueva.
    —¡Harapiento, harapiento! —le chillaban los muchachos.
    «Pero yo sé leer —se decía John—, y ellos no. Ni siquiera saben lo que
es leer». No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello, fingir que no
le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que volviera a prestarle el
libro.
    Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo,
tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las
más largas. Pero ¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera
cuando esta podía contestarle lo comprendía con claridad. Y generalmente
ni siquiera podía contestarle.
    —¿Qué son productos químicos? —preguntaba John.
    —¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los
    Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los
huesos, y cosas por el estilo.
    —Pero ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde
salen?
    —No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se
envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del

Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo
sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.
    Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto,
Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho
más concretas.
    «La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y
la semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona
de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y
Awonawilona enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y
gradualmente las semillas empezaron a germinar…».
    Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de
haber cumplido los doce años), llegó a casa y encontró en el suelo del
dormitorio un libro que no había visto nunca hasta entonces. Era un libro
muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y
algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo cogió y miró
la portadilla. El libro se titulaba
Obras Completas de William Shakespeare.
Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo
mescal.
    —Popé lo trajo —dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no
fuese la suya—. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los Antílopes.
    Seguramente estaba allí desde hace cientos de años. Supongo que así es,
porque le he echado una ojeada y solo dice tonterías. Un autor que estaba
por civilizar. Aun así, te servirá para hacer prácticas de lectura.
    Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se
volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.
    John abrió el libro al azar.
    Nada, solo vivir
en el rancio sudor de un lecho inmundo,
cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo el amor
sobre el maculado camastro…
    Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz
del trueno; como los tambores de las danzas de verano si los tambores

supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan
hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima
sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra:
kiathla tsilu siloklve siloklve siloklve. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que
las fórmulas mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo más,
porque le hablaba a
él; le hablaba maravillosamente, de una manera solo a
medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda;
de Linda que yacía allí, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le
hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.
    John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser
un villano. Un villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde,
inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas palabras? John solo lo
sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y las palabras seguían
resonando en su cerebro, y en cierta manera era como si hasta entonces no
hubiese odiado realmente a Popé; como si no le hubiese odiado realmente
porque nunca había sido capaz de expresar cuánto le odiaba. Pero ahora
John tenía estas palabras, estas palabras que eran como tambores, como
cantos, como fórmulas mágicas.
    Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos, encontró
abierta la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo los dos en la cama,
dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado, con un brazo bajo
los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una de sus trenzas
negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que quisiera
estrangularla. En el suelo, junto a la cama, había la calabaza de Popé y una
taza. Linda roncaba.
    John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando
un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un tanto mareado,
y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para rehacerse un poco. Villano
sin remordimientos, traidor, cobarde… Como tambores, como los hombres
cuando cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían una
y otra vez en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las
mejillas, inyectadas en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se

ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. «Lo mataré, lo mataré, lo
mataré…», empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:
    Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
o goce del placer incestuoso de la cama…
    La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes.
John volvió al cuarto exterior. «Cuando duerma, borracho…». El cuchillo
de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y, de
puntillas, se acercó de nuevo al umbral. «Cuando duerma, borracho; cuando
duerma, borracho…». Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo —¡oh,
la sangre!— dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la
mano para volver a clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y —
¡oh, oh!— se la retorció. John no podía moverse, estaba cogido, y veía los
ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente. John desvió la
mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían dos cortes. «¡Oh, mira,
sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre!». Nunca había podido soportar la vista
de la sangre. Popé levantó la otra mano… «para pegarme», pensó John. Se
puso rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo cogió por debajo del
mentón y le obligó a levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Durante
largo rato, horas y más horas. Y de pronto —no pudo evitarlo— John
empezó a llorar. Y Popé se echó a reír. «Anda, ve —dijo, en su lengua india
—. Ve, mi valiente Thaiyuta». Y John corrió al otro cuarto, a ocultar sus
lágrimas.
    —Ya tienes quince años —dijo el viejo Mitsima, en su lengua india—.
Te enseñaré a modelar la arcilla.
    En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos.
    —Ante todo —dijo Mitsima, cogiendo un terrón de arcilla húmeda entre
sus manos—, haremos una luna pequeña.
    El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después levantó
sus bordes; la luna se convirtió en un bol.
    Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.
    —Una luna, una taza, y ahora una serpiente.

    Mitsima cogió otro terrón de arcilla y formó con él un largo cilindro
flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo perfecto y lo colocó
encima del borde del bol.
    —Después otra serpiente, y otra, y otra.
    Círculo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era
estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a
estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas,
acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el típico jarro de
agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y
blando todavía. La contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de
John, estaba a su lado. Mirando los dos jarros, John no pudo reprimir una
carcajada.
    —Pero el próximo será mejor —dijo.
    Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
    Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza
le proporcionaba un placer extraordinario.
    —«Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C» —canturreaba, mientras
trabajaba—. «La grasa está en el hígado, y el bacalao en el mar…».
    Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.
    Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad
intensa, absorbente.
    —El próximo invierno —dijo el viejo Mitsima— te enseñaré a construir
un arco.
    John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las ceremonias
que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron. Primero
Kothlu, con la mano derecha extendida, fuertemente cerrado el puño, como
si guardara una joya preciosa. Le seguía Kiakimé, también con la mano
derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban en silencio, y en
silencio, detrás de ellos, seguían los hermanos, las hermanas, los primos y
la gente mayor.
    Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del
acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Viose

en la palma de su mano una pulgarada de blanca harina de maíz; Kothlu le
echó un poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas y arrojó la
harina, un puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo
mismo. Después el padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un
bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y acabó
arrojando el bastón en la misma dirección que había seguido la harina de
maíz.
    —Se acabó —dijo el viejo Mitsima en voz alta—. Están casados.
    —Bueno —dijo Linda, cuando se volvieron—; yo solo digo que no veo
la necesidad de armar tanto alboroto por una insignificancia como esta. En
los países civilizados, cuando un muchacho desea a una chica, se limita a…
Pero ¿adónde vas, John?
    John no le hizo caso y echó a correr lejos, muy lejos, donde pudiera
estar solo.
    «Se acabó». Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su
mente. «Se acabó, se acabó…». En silencio y desde lejos, pero violenta,
desesperadamente, sin esperanza alguna, John había amado a Kiakimé. Y
ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.
    Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían
muchos secretos, se ejecutarían y se crearían secretos. Los muchachos
bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos en hombres. Todos estaban
un poco asustados y al mismo tiempo impacientes.
    Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con
los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la
escalera de mano descendía hacia las profundidades iluminadas con una luz
rojiza. Ya los primeros habían empezado a bajar. De pronto, uno de los
hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró
escapar de sus manos y volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el
hombre lo agarró por los cabellos y le golpeó.
    —¡Tú no, albino!
    —¡El hijo de perra, no! —gritó otro hombre.
    Los muchachos rieron.

    —¡Fuera!
    John todavía no se decidía a separarse del grupo.
    —¡Fuera! —Volvieron a gritar los hombres.
    Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.
    —¡Fuera, fuera, fuera!
    Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó hacia
las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos
cantos. El último muchacho había bajado ya la escalera. John se había
quedado solo.
    Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz
de la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los
coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y los cortes todavía le
sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque estaba solo, porque
lo habían arrojado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.
    —Solo, siempre solo —decía el joven.
    Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard.
Solo, solo…
    —También yo estoy solo —dijo, cediendo a un impulso de confianza—.
Terriblemente solo.
    —¿Tú? —John parecía sorprendido—. Yo creía que en el Otro Lugar…
    Linda siempre dice que allí nadie está solo.
    Bernard se sonrojó, turbado.
    —Verás —dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo soy bastante
diferente de los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente…
    —Sí, esto es —asintió el joven—. Si uno es diferente, se ve condenado
a la soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a mí me han
mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos fueron enviados a
pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál es su respectivo
animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron
ninguno de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo —agregó—.
Pasé cinco días sin comer absolutamente nada y una noche me marché solo
a aquellas montañas.

    Bernard sonrió con condescendencia.
    —¿Y soñaste algo? —preguntó.
    El otro asintió con la cabeza.
    —Pero no debo decirte lo que soñé. —Guardó silencio un momento, y
después, en voz baja, prosiguió—: Una vez hice algo que ninguno de los
demás ha hecho: un mediodía de verano, permanecí apoyado en una roca,
con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.
    —Pero ¿por qué lo hiciste?
    —Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgado allí, al
sol…
    —Pero ¿por qué?
    —¿Por qué? Pues… —vaciló—. Porque sentía que debía hacerlo. Si
Jesús pudo soportarlo… Además, si uno ha hecho algo malo… Por otra
parte, yo no era feliz; y esta era otra razón.
    —A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la
infelicidad —dijo Bernard.
    Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas,
algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar
soma
    —Al cabo de un rato me desmayé —dijo el joven—. Caí boca abajo.
¿No ves la señal del corte que me hice?
    Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando al
descubierto una cicatriz pálida que aparecía en su sien derecha.
    Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.
    —¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? —preguntó, iniciando así el
primer paso de una campaña cuya estrategia había empezado a elaborar en
secreto desde el momento en que, en el interior de la casucha, había
comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje—. ¿Te
gustaría?
    El rostro del muchacho se iluminó.
    —¿Lo dices en serio?
    —Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.
    —¿Y Linda también?
    —Bueno…

    Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A menos
que… De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma repulsión que Linda
inspiraba podía constituir un buen triunfo.
    —Pues, ¡claro que sí! —exclamó, esforzándose por compensar su
vacilación con un exceso de cordialidad.
    —¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Recuerdas
lo que dice Miranda?
    —¿Quién es Miranda?
    Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.
    —¡Oh, maravilla! —decía.
    Sus ojos brillaban y su rostro ardía.
    —¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!
    Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en aquel
ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de juventud y de
crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz vaciló:
    —¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —empezó; pero de pronto se
interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba blanco como
el papel—. ¿Estás casado con ella? —preguntó.
    —¿Si estoy qué?
    —Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua lo
dicen así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.
    —¡Oh, no, por Ford!
    Bernard no pudo por menos de reír.
    John rio también, pero por otra razón. Rio de pura alegría.
    —¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —repitió—. ¡Oh, maravilloso nuevo
mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!
    —A veces hablas de una manera muy rara —dijo Bernard, mirando al
joven con asombro y perplejidad—. Por otra parte, ¿no sería más prudente
que esperaras a ver ese nuevo mundo?



Comentarios

  1. John sumergido en un mar de confusión, Linda haciendo que las mujeres del barrio tiemblen y el plan macabro de Bernard. Siento que la segunda mitad del libro se viene con todo.

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  2. Acá clarito tiró Linda el fordismo:
    —Pero ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde
    salen?
    —No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se
    envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del
    Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo
    sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.

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  3. Otra cosa: al fin tira de dónde salió el título de la novela, del único libro de Shakespeare que leyó John. Acto V de La Tempestad.

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