Un mundo feliz - Capítulo VII + Nueva visita a un mundo feliz




 ¡Hola, es jueves de capítulo! En el capítulo anterior, Lenina y Bernard comienzan sus vacaciones juntos, a pesar de las dudas de ella sobre su acompañante. ¿Qué encontrarán en la Reserva de salvajes? 

Investigando para publicar en estas entradas, encontré que Aldous Huxley escribió en 1958 un libro llamado Brave new world revisited, que se tradujo como Nueva visita a un mundo feliz, tienen acceso al pdf haciendo clic en el título, además ya fue agregado a nuestro Drive colaborativo, en la carpeta Aldous Huxley.

En este libro se recopilan ensayos que Aldous publicó en la revista Newsday, en los que analiza su novela Un mundo feliz (escrita en 1931). Más de veinte años después de publicada, el mundo ha avanzado mucho más rápido de lo que él imaginó.

En este Club hay muchxs detractorxs de la lectura de prólogos 😄, así que extraigo apenas el inicio de su primer ensayo:


En 1931, cuando fue escrito Un Mundo Feliz, yo estaba convencido de que se disponía todavía de muchísimo tiempo. La sociedad completamente organizada, el sistema científico de castas, la abolición del libre albedrío por el acondicionamiento metódico, la servidumbre hecha aceptable por dosis regulares de bienestar químicamente inducido y las ortodoxias inculcadas en cursos nocturnos de enseñanza durante el sueño eran cosas que venían, desde luego, pero no en mi tiempo, ni siquiera en el tiempo de mis nietos. No recuerdo la fecha exacta de los sucesos registrados en Un Mundo Feliz, pero era alrededor del siglo VI o VII D. F. (después de Ford).
Quienes vivíamos en el segundo cuarto del siglo XX de la era de Cristo habitábamos, hay que admitirlo, un mundo horripilante, pero la pesadilla de aquellos años de depresión era radicalmente distinta de la pesadilla del futuro descrita en Un Mundo Feliz. La nuestra era una pesadilla de orden muy inferior; la de los otros, los del siglo VII D. F., era excesiva. En el proceso de pasar de un extremo al otro habría, según yo me imaginaba, un largo intervalo durante el cual el tercio más afortunado de la raza humana sacaría lo más posible de los dos mundos: el desordenado mundo del liberalismo y el excesivamente ordenado Mundo Feliz donde la perfecta eficiencia no dejaba sitio para la libertad o la iniciativa personal.
Veintisiete años después, en este tercer cuarto del siglo XX de la era de Cristo y mucho antes de que termine el siglo I D. F., me siento mucho menos optimista que cuando escribía Un Mundo Feliz. Las profecías que hice en 1931 se están haciendo realidad mucho más pronto de lo que pensé.


    Me da escalofríos pensar que en 1958 Huxley ya se sentía menos optimista y veía más cercano el mundo de su propia distopía. ¿Qué pensaría el buen Aldous de este 2024 que parece al borde de la destrucción, con una humanidad alienada ante las pantallas?

Lxs dejo con el capítulo VII, ya estamos transitando, aproximadamente, la mitad de la novela.

    Nos leemos en comentarios!

Foto x Valeria.


Un mundo feliz - Capítulo VII


    La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado.
    El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a
través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la
proa de aquel navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando
parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia geométrica de la roca
desnuda, el pueblo de Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más
pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como
pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un
batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados
se abrían sobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas
de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo
alto.
    —¡Qué raro es todo esto! —dijo Lenina—. Muy raro. —Era su
expresión condenatoria favorita—. No me gusta. Y tampoco me gusta este
hombre.
    Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos,
evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, solo le
veían la espalda, pero aun esta tenía algo de hostil.
    —Además —agregó Lenina, bajando la voz—, apesta.
    Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.
    De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera,
latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís,
los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de
aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los

llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie
torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.
    —Ojalá hubiésemos traído el helicóptero —dijo Lenina, levantando la
mirada con enojo ante el muro de roca—. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo,
uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!
    Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan
cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por
sus alas. En una grieta de la roca se veía un montón de huesos. El conjunto
resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez
más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la
parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.
    —Como la Torre de Charing-T —comentó Lenina.
    Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel
tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a
volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos
morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría
Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata,
negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero. Llevaban
los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de
sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de
pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que
daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas
de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin
decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines
de piel de ciervo. Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro
llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de
cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina
comprendió que eran serpientes.
    —No me gusta —exclamó Lenina—. No me gusta.
    Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en
donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad,
montones de basura, polvo, perros, moscas… Con el rostro distorsionado en
una mueca de asco, Lenina se llevó un pañuelo a la nariz.
    —Pero ¿cómo pueden vivir así? —estalló.

    En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era
posible.
    Bernard se encogió filosóficamente de hombros.
    —Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así —dijo—.
Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.
    —Pero la limpieza nos acerca a la fordeza —insistió Lenina.
    —Sí, y civilización es esterilización —prosiguió Bernard, completando
así, en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental—.
Pero esta gente no ha oído hablar jamás de Nuestro Ford y no está
civilizada. Por consiguiente, es inútil que…
    —¡Oh, mira! —exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.
    Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de
mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela
de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy arrugado, como una
máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En
las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la
piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y
sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo
aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba
lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro
paso.
    —Pero ¿qué le pasa? —susurró Lenina.
    En sus ojos se leía el horror y el asombro.
    —Nada; sencillamente, es viejo —contestó Bernard, aparentando
indiferencia, aunque no sentía tal.
    —¿Viejo? —repitió Lenina—. Pero… también el director es viejo;
muchas personas son viejas; pero no son así.
    —Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las
enfermedades. Mantenemos sus secreciones internas equilibradas
artificialmente de modo que conserven la juventud. No permitimos que su
equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de lo que era en los
treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de
manera permanente su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En
parte —agregó— porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de

este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡plas!,
el final.
    Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando
lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo de las
profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente brillantes, y la
miraron un largo momento sin expresión alguna, sin sorpresa, como si
Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo
doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.
    —Pero ¡esto es terrible! —susurró Lenina—. ¡Horrible! No debimos
haber venido.
    Buscó su ración de
soma en el bolsillo, solo para descubrir que, por un
olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en la hospedería. También
los bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.
    Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda
alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin descanso.
El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos con su
pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había
visto jamás indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo
delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella
repugnante escena vivípara.
    —¡Qué relación tan maravillosamente íntima! —dijo, en un tono
deliberadamente ofensivo—. ¡Qué intensidad de sentimientos debe generar!
    A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy
importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te hayas perdido algo
al no ser madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada aquí, con un hijo
tuyo…
    —¡Bernard! ¿Cómo puedes…?
    El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la
piel la distrajo de su indignación.
    —Vámonos —imploró—. No me gusta nada.
    Pero en aquel momento su guía volvió, e, invitándoles a seguirle, abrió
la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una
esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con
bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de

mano, levantó un brazo perpendicularmente, y después lo bajó señalando
hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo que el hombre les había
ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un umbral que daba
acceso a una estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a
grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se abría
otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y
cercano, de los tambores.
    Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus
pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de
indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo
de turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a
llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto situado en el centro de la
plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que,
evidentemente, eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en el
centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca
asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de
flautas casi ahogado por el redoble incesante de los tambores.
    Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces
masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido metálico,
áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio
tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la
respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la
salvaje afirmación de virilidad de los hombres.
    Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos,
y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al
espectáculo en sí, no resultaba especialmente raro.
    —Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior —dijo a
Bernard.
    Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes
funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares había brotado
un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con máscaras horribles o
pintados hasta perder todo aspecto humano, habían comenzado a bailar una
extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre
cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más deprisa; los

tambores habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora
recordaban el latir de la fiebre en los oídos; y la muchedumbre había
empezado a cantar con los danzarines, cada vez más fuerte; primero una
mujer había chillado, y luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el
que conducía a los danzarines se destacó de la hilera, corrió hacia una caja
de madera que se hallaba en un extremo de la plaza, levantó la tapa y sacó
de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de la multitud, y
todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El
hombre arrojó las serpientes a los que llegaron primero y se volvió hacia la
caja para coger más. Más y más, serpientes negras, pardas y moteadas, que
iba arrojando a los danzarines. Después la danza se reanudó, con otro ritmo.
    Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en las manos y
serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de
rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y,
una tras otra, todas las serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un
viejo salió del subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra escotilla
apareció una mujer y les arrojó agua de un jarro negro. Después el viejo
levantó una mano y se hizo un silencio absoluto, terrorífico. Los tambores
dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo
señaló hacia las dos escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y
lentamente, levantadas por manos invisibles, desde abajo, emergieron, de
una de ellas la imagen pintada de un águila, y de la otra la de un hombre
desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron suspendidas
aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano
dio una palmada. Completamente desnudo —excepto una breve toalla de
algodón, blanca—, un muchacho de unos dieciocho años salió de la
multitud y se quedó de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y
la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró.
Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de
serpientes que se retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se
hallaba en mitad de la segunda cuando, de entre los danzarines, un hombre
alto, que llevaba una máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero
trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando como si no se
hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el

látigo; hubo un largo momento de expectación; después, un rápido
movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del
muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la marcha, al
mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada
latigazo provocaba primero una suspensión y después un profundo gemido
de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres,
cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis. De pronto, Lenina se tapó la
cara con las manos y empezó a sollozar.
    —¡Oh, basta, basta! —imploró.
    Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el
muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo.
Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma
blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la
viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas
gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y
se oyó un grito unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia
delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres
y niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba
desierta; solo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde
se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y,
no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre
crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la plaza desierta;
después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las
escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.
Lenina todavía sollozaba.
    —¡Qué horrible! —repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de
Bernard—. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre! —Se estremeció—. ¡Y no tener ni
un gramo de
soma!
    En la habitación interior se oyeron unos pasos.
    El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados
cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque
bronceada por el sol.
    —Hola. Buenos días —dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero
algo peculiar—. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio,

de fuera de la Reserva?
    —Pero ¿quién demonios…? —empezó Bernard, asombrado.
    El joven suspiró y meneó la cabeza.
    —El más desdichado de los caballeros —dijo. Y, señalando las manchas
de sangre del centro de la plaza, añadió—: ¿Ven ustedes esa maldita
mancha?
    Y en su voz temblaba la emoción.
    —Un gramo es mejor que un terno —dijo Lenina, maquinalmente, sin
apartar las manos de su rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de
soma!
    —Yo debía estar allí —prosiguió el joven—. ¿Por qué no me dejan ser
la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa
solo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de
púrpura los mares multitudinarios. —Abrió los brazos en un amplio ademán
y luego los dejó caer con desesperación—. Sin embargo, no me lo permiten.
No les gusto, a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.
Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el
rostro.
    El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de
soma. Descubrió su
rostro y, por primera vez, miró al desconocido.
    —¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?
    Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.
    —Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para
agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar
el dolor sin gritar. Sí —y su voz, súbitamente, cobró una nueva resonancia,
y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de
orgullo y de reto—, para demostrarles que soy hombre… ¡Oh!
    Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera
vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran
de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y
ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo
interés.
    Lenina le sonreía: «¡Qué chico tan guapo! —pensaba—. Tiene un
cuerpo realmente hermoso». La sangre se agolpó en la cara del muchacho;
bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento solo para volver a verla

sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y fingir
que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.
    Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.
    ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de
Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que
no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él —Linda
era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina)— eran extranjeros en
la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes
de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó
el oído). Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y
al caer por un barranco se había herido en la cabeza.
    —Siga, siga —dijo Bernard, lleno de excitación.
    Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En
cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a
verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, «Thomas» era el nombre de pila del DIC).
    Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era
un hombre malo, infiel, depravado.
    —Y así nací en Malpaís —concluyó el joven—. En Malpaís.
    Y movió la cabeza.
    ¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!
    Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante
su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la
basura. Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena
de moscas.
    —¡Linda! —llamó el muchacho.
    Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:
    —¡Voy!
    Esperaron. En el suelo se veían unas escudillas que contenían los restos
de un ágape, o acaso de varios.
    La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y
se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina
observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que

quedaban… Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara
abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas
purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados
en sangre! ¡Y aquel cuello…! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la
cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos
pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas… ¡Oh, mucho peor
que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente
de palabras, corrió hacia Lenina y… (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en
otro momento hubiera podido marearse)… y la estrechó contra su vientre,
contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a
besarla, babeándole.
    Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura
lloraba.
    —¡Oh, querida! —El torrente de palabras fluía entre sollozos—. ¡Si
supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí,
y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de
auténtica seda al acetato. —Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas
aparecían negras—. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa!
¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine
aquí, guardados en una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego,
el acetato se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera
blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía
es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! —Y de nuevo se echó
a llorar—. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir!
¡Y sin un gramo de
soma! Solo un trago de mescal de vez en cuando,
cuando Popé me lo traía. Popé es un muchacho que era amigo mío. Pero el
mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca; además, al día siguiente
todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por un
momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio. —La sugerencia
hizo estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no
sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios
malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el
caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo Centro
Abortivo.
    Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.

    —Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche… Y
luego un baño caliente y el masaje mecánico… Aquí, en cambio…
    Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir
los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y
se los secó con la falda.
    —¡Oh, perdón! —dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de
Lenina—. No debí hacerlo. Perdón. Pero ¿qué se puede hacer cuando no
hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de
asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No
puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, solo porquerías.
    «Civilización es Esterilización», solía decirles yo. Y «Arre, estreptococos, a
Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos», como si fueran
niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me
acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una
instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el
acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda.
Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me
enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia.
    Además, no estaba bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que
tirarlos y comprar otros nuevos. «A más remiendos, menos dinero». ¿No es
verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es
como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.
    Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado
solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó
confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que
el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.
    —Por ejemplo —susurró—, la forma en que la gente de aquí se
empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo
pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? —insistió, tirando
a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que
hasta entonces había contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente
libre de malos olores—. Pues bien —prosiguió Linda—, aquí se supone que
una solo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros
hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez

acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres
venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza… Fue
horrible. No, no puedo contártelo. —Linda se tapó la cara con las manos y
se estremeció—. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y,
desde luego, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de
decantación, ni de nada. Por esto constantemente tienen hijos… como
perras. Es asqueroso. Y pensar que yo… ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin
embargo, John
fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo
sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre… Ya
cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al
pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, solo porque alguna que
otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como
debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa.
    En todo caso, a John parece habérsele contagiado de los indios. Porque,
naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy
mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo
cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil
condicionarle un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas
cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que,
cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el
mundo… bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre has
trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Qué
puedes contestar?

Comentarios

  1. La anécdota del director del capítulo anterior avanzó demasiado rápido. Me hubieran gustado unos capítulos en el medio antes de que se retome el tema de la chica perdida en la zona de los salvajes, aunque la existencia de un hijo, suma.
    No me gusta mucho la situación de los salvajes igual, esa onda nativo americano del 1800 creyendo en Jesús se me hace rara.

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    1. me interesa la construcción de una sociedad "salvaje" que mantiene esas creencias, que no tiene soma pero sí mescal y unos rituales diferentes a los del mundo "civilizado".

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