Un mundo feliz - Capítulo IX + Activismo gráfico

 


Hola, el lunes no subimos capítulo.

Creo que el Club de cine del domingo me descuajeringó el inicio de semana. O quizás el capitalismo cruel y que fue un día muy movido. Así que subimos capítulo hoy miércoles.

Antes de eso, dos cosas:

1. Breve comentario sobre el Club de Cine de Lapocalipsi. Fue nuestra primera transmisión por Twitch y contra todo pronóstico, se superó ese desafío. Felicidad. La calidad de la imagen no fue la mejor y estamos trabajando para que la próxima película sea una experiencia mucho más agradable. Vimos 1984. Lo genial de ver la película después de haber desmenuzado el libro durante 3 meses, es que teníamos mucho por decir. Creo que prueba superada, pero esperamos sus comentarios.

2. Siempre acompañamos estas entradas con alguna información, dato o hecho artístico inspirado en la novela que estamos leyendo. Esta vez les traemos un grupo de artistas y activistas gráficos que se denomina Un mundo feliz: Sonia Díaz y Gabriel Martínez. Recomendamos su trabajo en gráfica, fanzines y carteles, que además es de uso público.

El blog de Un mundo feliz.

Instagram de Un mundo feliz.






Esperamos que lo hayan disfrutado.

Ahora sí, nos metemos en la novela que nos ocupa.

En el capítulo anterior conocimos un poco de la vida de John en la "Reserva de salvajes", cómo él intentó adaptarse a pesar de ser distinto a todos... igual que Bernard. Linda sólo tuvo sufrimiento.

Y ahora ambos están invitados al Otro Mundo.

Todo parece indicar que c pika. ¿Tendrá Bernard su venganza?


 Nos leemos en comentarios!

Foto x  Françoise.


Un mundo feliz - Capítulo IX



    Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado el
derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron a la
hospedería, se administró seis tabletas de medio gramo de
soma, se echó en
la cama, y al cabo de diez minutos se había embarcado hacia la eternidad
lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.    
    Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la
oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su
insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
    Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el enano del uniforme
verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba entre las pitas.
    —Miss Crowne está de vacaciones de
soma —explicó—. No estará de
vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para nosotros.
    Podía volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís
mucho antes de que Lenina despertara.
    —¿Estará segura aquí? —preguntó.
    —Segura como un helicóptero —le tranquilizó el enano.
    Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y
cuatro aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las
diez y treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el Despacho
del Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y nueve hablaba
con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su
historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz
grave, resonante, del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.

    —He osado pensar —tartamudeó Bernard— que su Fordería podía
juzgar el asunto de suficiente interés científico…
    —En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico —dijo la
voz profunda—. Tráigase a esos dos individuos a Londres con usted.
    —Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial…
    —En este momento —dijo Mustafá Mond— se están dando las órdenes
necesarias al Guardián de la Reserva. Vaya usted inmediatamente al
Despacho del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.
    Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la
azotea.
    El joven se hallaba ante la hospedería.
    —¡Bernard! —llamó—. ¡Bernard!
    No hubo respuesta.
    Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo,
subió corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.
    ¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido
en su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles, y ahora se habían
marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.
    Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo
primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la
tapa. El júbilo se levantó en su interior como una hoguera. Cogió una
piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento después,
John se hallaba dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e inmediatamente
se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con
su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un momento,
estuvo a punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja,
la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de
pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon
un problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zis!, y después
¡zas!, ¡zis!, y después ¡zas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran
lo más hermoso que había visto en toda su vida. Desplegó un par de
pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente;

pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello.
    Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le
quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los
brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla
contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel contra su rostro, perfume en
su nariz de polvos delicados… su presencia real.
    —¡Lenina! —susurró—. ¡Lenina!
    Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó
apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella, y cerró la
tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola
señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído
algo, algo así como un suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó
de puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto
descansillo. Al otro lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se
acercó a ella, la empujó, y asomó la cabeza.
    Allí, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve
pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida y tan
hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus rosados
dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño, tan confiada en la
indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las
lágrimas acudieron a los ojos de John.
    Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias —por
cuanto solo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver
de sus vacaciones de
soma antes de la hora fijada—, John entró en el
cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las manos, y
sus labios se movieron.
    —Sus ojos —murmuró.
    Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;
los manejas en tu discurso; ¡oh, esa mano
a cuyo lado son los blancos tinta
cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto
parece áspero el plumón de los cisnes…!

    Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.
    —Moscas —recordó.
    En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta
pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,
que, en su pura modestia de vestal,
se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.
    Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar
un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó una mano. Esta
permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros de aquellos dedos
inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a
profanar con su indignísima mano aquella…? No, no se atrevió. El ave era
demasiado peligrosa. La mano retrocedió, y cayó, lacia. ¡Cuán hermosa era
Lenina! ¡Cuán bella!
    Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger el
tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar de él hacia abajo, de un
solo golpe… Cerró los ojos y movió con fuerza la cabeza, como un perro
que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable pensamiento! John se
sintió avergonzado de sí mismo. «Pura modestia de vestal…».
    Se oyó un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar gracias
inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su alrededor, y no vio nada. El
zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que se oía en el exterior.
    ¡El helicóptero! Presa de pánico, John saltó sobre sus pies y corrió al otro
cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría
entre las altas pitas llegó a tiempo de recibir a Bernard Marx en el momento
en que este bajaba del helicóptero.


Comentarios

  1. Capítulo corto de transición, sin más. ¡Cómo pega el soma, eh! ¡Dieciocho horas KO!

    ResponderEliminar
  2. Un ser puro de corazón este John.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario