Un mundo feliz - Capítulo VI + La isla


Buen lunes a todxs.

Durante una charla en el Whatsapp del grupo se habló sobre la novela "La isla", de Aldous Huxley. No la leí pero ya está disponible para lectura y descarga en la recientemente inaugurada carpeta Huxley, Aldous, que se irá completando con otras novelas del autor.

@elbestjuego encontró y aportó este cuadro comparativo entre La isla y Un mundo feliz. Me divierte el análisis metódico de la literatura (siempre que se haga por placer y no para rendir un examen), así que aquí se los comparto. 

 
Y ya nos embarcamos en la lectura que nos convoca. Durante el capítulo V acompañamos a Lenina en una cita con Henry, ese personaje diseñado (creo) para que nos caiga mal. Tiene un destello en un momento, en el que reflexiona sobre los seres humanos que mueren, para rápidamente volver a esa conversación cuyo ritmo está marcado por las verdades de la hipnopedia. Humanos vacíos de originalidad que le cantan al frasco en el que los decantaron.

También vamos junto con Bernard al día de Servicio y Solidaridad. Un extraño e incómodo ritual religioso y sexual en el que él desesperadamente desea encajar, y es a la vez crítico con lo que ve y no lo cree.
Orgía-porfía y la ceja de Morgana.

¿Cómo van con la lectura?

Foto x @antonelle_1




Un mundo feliz - Capítulo VI


1

    Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan
raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de
una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las
vacaciones en Nuevo México, y marcharse al Polo Norte con Benito
Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allí
con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado
sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin
televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, solo con un poco de
música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los
doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al
Polo Norte. Además, en América solo había estado una vez. Y en muy
malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de
economías. ¿Había ido con Jean-Jacques Habibullah o con Bokanovsky
Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La
perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era
muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para
Salvajes. En todo el Centro solo media docena de personas habían estado en
el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo
Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que
podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquella una oportunidad
única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la
muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el
riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos,
Benito era normal. En tanto que Bernard…
    «Le pusieron alcohol en el sucedáneo». Esta era la explicación de Fanny
para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban
juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente sobre su nuevo
amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.
    —Es imposible domesticar a un rinoceronte —había dicho Henry en su
estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi como los rinocerontes;
no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos!
Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente en su
profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo —
agregó, consolándola—, lo considero completamente inofensivo.
Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante.
    En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo cual, en la
práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse
en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo
el tiempo así). Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde
que salieron juntos hacía un tiempo espléndido. Lenina había sugerido un
baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union.
    Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf
Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa. Bernard consideraba
que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.
    —Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? —preguntó Lenina, un tanto
asombrada.
    Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo
que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de
horas por los brezales.
    —Solo contigo, Lenina.
    —Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.
    Bernard se sonrojó y desvió la mirada.
    —Quiero decir solos para poder hablar —murmuró.
    —¿Hablar? Pero ¿de qué?
    ¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!
    Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a
Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino
de Lucha de pesos pesados.
    —Con una multitud —rezongó Bernard—. Como de costumbre.
    Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con
los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de
helados de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó
rotundamente a aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le
ofrecía con insistencia.
    —Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes que
cualquier otro y jocundo.
    —Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina, exhibiendo su
sabiduría hipnopédica.
    Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.
    —Vamos, no pierdas los estribos —dijo Lenina—. Recuerda que un
solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.
    —¡Calla, por Ford, de una vez! —gritó Bernard.
    Lenina se encogió de hombros.
    —Siempre es mejor un gramo que un terno —concluyó con dignidad.
    Y se tomó el helado.
    Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la
hélice impulsora y en permanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta
metros de las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento
del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.
    —Mira —le ordenó Bernard.
    —Lo encuentro horrible —dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La
horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a
sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga
—. Pongamos la radio enseguida.
    Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del
aparato y lo conectó al azar.
    —… El cielo es azul en tu interior —cantaban dieciséis voces trémulas
—, el tiempo es siempre…
    Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.
    —Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con este ruido espantoso
ni siquiera se puede mirar.
    —Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.
    —Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace sentirme como si… —
vaciló, buscando palabras para expresarse—, como si fuese más yo, ¿me
entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No solo
como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?
    Pero Lenina estaba llorando.
    —Es horrible, es horrible —repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedes
hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo
social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No
podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones…
    —Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—. «Hasta los Epsilones
son útiles». Y yo también. ¡Ojalá no lo fuera!
    Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.
    —¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—. ¿Cómo puedes decir
esto?
    —¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro tono, meditabundo
—. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún,
puesto que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación
experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi
condicionamiento?
    —Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.
    —¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
    —No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto
quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.
    Bernard rio.
    —Sí, «hoy día todo el mundo es feliz». Eso es lo que ya les decimos a
los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser
feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.
    —No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después,
volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta
nada todo esto.
    —¿No te gusta estar conmigo?
    —Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.
    —Pensé que aquí estaríamos más… juntos, con solo el mar y la luna por
compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto.
¿No lo comprendes?
    —No comprendo nada —dijo Lenina con decisión, determinada a
conservar intacta su incomprensión—. Nada. —Y prosiguió en otro tono—:
Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren
esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte
desdichado serías feliz. Muy feliz —repitió.
    Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una
expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.
    Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella
invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una
risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El
silencio se prolongó.
    Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
    —De acuerdo —dijo—; regresemos.
    Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad,
ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la
hélice propulsora. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después,
súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de
Lenina; pero, aun así, no podía negarse que era una carcajada.
    —¿Te encuentras mejor? —se aventuró a preguntar.
    Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y,
rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.
    «Gracias a Ford —se dijo Lenina— ya está repuesto».
    Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de Bernard.
    Este tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la
televisión y empezó a desnudarse.
    —Bueno —dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se
encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde—. ¿Te
divertiste ayer?
    Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y
partieron.
    —Todos dicen que soy muy neumática —dijo Lenina, meditativamente,
dándose unas palmaditas en los muslos.
    —Muchísimo.
    Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. «Como carne»,
pensaba.
    Lenina lo miró con cierta ansiedad.
    —Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?
    Bernard negó con la cabeza. «Exactamente igual que carne».
    —¿Me encuentras al punto?
    Otra afirmación muda de Bernard.
    —¿En todos los aspectos?
    —Perfecta —dijo Bernard, en voz alta.
    Y para sus adentros: «Esta es la opinión que tiene de sí misma. No le
importa ser como la carne».
    Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.
    —Sin embargo —prosiguió Bernard tras una breve pausa—, hubiese
preferido que todo terminara de otra manera.
    —¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra?
    —Yo no quería que acabáramos acostándonos —especificó Bernard.
    Lenina se mostró asombrada.
    —Quiero decir, no en seguida, no el primer día.
    —Pero, entonces, ¿qué…?
    Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y
peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su mente;
pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en hacerse oír: «…
probar el efecto que produce detener los propios impulsos», le oyó decir.
    Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.
    —«No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy» —dijo
Lenina gravemente.
    —Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce
años hasta los dieciséis y medio —se limitó a comentar Bernard. Su alocada
charla prosiguió—. Quiero saber lo que es la pasión —oyó Lenina, de sus
labios—. Quiero sentir algo con fuerza.
    —Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente —citó Lenina.
    —Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?
    —¡Bernard!
    Pero Bernard no parecía avergonzado.
    —Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo —prosiguió
—, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los deseos.
    —Nuestro Ford amaba a los niños.
    Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:
    —El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser un
adulto en todo momento.
    —Lo comprendo.
    El tono de Lenina era firme.
    —Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en lugar
de obrar como adultos, y esperar.
    —Pero fue divertido —insistió Lenina—. ¿No es verdad?
    —¡Oh, sí, divertidísimo! —contestó Bernard.
    Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina
sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal vez, a fin
de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.
    —Ya te lo dije —comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Lenina se
lo confió—. Eso es el alcohol que le pusieron en el sucedáneo.
    —Sin embargo —insistió Lenina—, me gusta. Tiene unas manos
preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. —Suspiró
—. Pero preferiría que no fuese tan raro.

2

    Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director, Bernard
tomó aliento y se cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la
desaprobación que estaba seguro de encontrar en el interior. Luego llamó y
entró.
    —Vengo a pedirle su firma para un permiso, director —dijo con tanta
naturalidad como le fue posible…
    Y dejó el papel encima de la mesa.
    El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento
aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo
la firma vigorosa, de gruesos trazos, de Mustafá Mond. Por consiguiente,
todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió sus iniciales —
dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond— y se disponía, sin
comentarios, a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos
captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.
    —¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? —dijo.
    Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard,
expresaba una especie de asombro lleno de agitación.
    Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino
un silencio.
    El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.
    —¿Cuánto tiempo hará de ello? —dijo, más para sí mismo que
dirigiéndose a Bernard—. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su
edad, más o menos…
    Suspiró y movió la cabeza.
    Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional,
tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una
incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir
corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente censurable
en que la gente hablara del pasado remoto; aquel era uno de los tantos
prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había
librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el
director lo desaprobaba… lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido
en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior
habría obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard
escuchaba atentamente.
    —Tuve la misma idea que usted —decía el director—. Quise echar una
ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo México y fui a pasar
allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que iba a la sazón.
Era una Beta-Menos, y me parece —cerró un momento los ojos—, me
parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente
neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allí, vimos a los salvajes,
paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso…
después… bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de
aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después
de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de
salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y
en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más fuerte
que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los
caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí
en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a
buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella.
Después pensé que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me
arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo camino por donde
habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis
raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada
la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba —repitió el director. Siguió
un silencio—. Bueno —prosiguió, al fin—, al día siguiente se organizó una
búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún
precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford.
Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de
lo lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese
podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social persiste
aunque sus células cambien. —Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía
muy eficaz.
    Y el director se sumió en un silencio evocador.
    —Debió de ser un golpe terrible para usted —dijo Bernard, casi con
envidia.
    Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de
culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y,
rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con
súbita desconfianza, herido en su dignidad.
    —No vaya a pensar —dijo— que sostuviera ninguna relación
indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente
prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. —Tendió el permiso a
Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial. —
Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso,
descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era
francamente maligna—. Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx —
prosiguió— para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes
que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá
que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen
nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda
sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son
condicionados de modo que no tengan forzosamente que ser infantiles en su
comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un esfuerzo
especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de
sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta advertencia
—la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya
justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia
infracción de las normas del decoro infantil—, si siguen llegando quejas
sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a
ser posible en Islandia. Buenos días.
    Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a
escribir.
    «Esto le enseñará», se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard
salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido,
exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en una
lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora
conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la
amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un
estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo, lo
bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era
mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no
debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por
cosas como aquellas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza
sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo
contener su deseo de silbotear una canción.
    Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla
sostenida con el director cobró visos de heroicidad.
    —Después de lo cual —concluyó—, me limité a decirle que podía irse
al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.
    Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su
admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los
ojos fijos en el suelo.
    Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus
conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran
importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían odiosas.
Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión con
que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado
después de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de
ánimo… en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a
Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y,
súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.

3

    El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico
llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió
cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al llegar a los 95º de
longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar
en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la
hora prevista.
    —Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal —
reconoció Lenina.
    Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente,
incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora
Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las
habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio,
solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases
diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de
música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un
letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas
móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de
Obstáculos y al Electromagnético.
    —¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—. Casi me entran ganas
de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles…!
    —En la Reserva no habrá ni una sola —le advirtió Bernard—. Ni
perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás
resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.
    Lenina se ofendió.
    —Claro que puedo resistirlo. Solo dije que esto es estupendo porque…,
bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?
    —Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los
dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo.
    —¿Qué decías?
    —Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la
Reserva, a menos que lo desees de veras.
    —Pues lo deseo.
    —De acuerdo, entonces —dijo Bernard, casi en tono de amenaza.
    Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo
despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro
Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les
hicieron pasar.
    El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo,
de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy
adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de
informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto
empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante…
    —… Quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro
Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta
tensión.
    En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se
había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en
Londres.
    —… Alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica
del Gran Cañón…
    Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el
indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo
telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson.
    —… Más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.
    —No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo
que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre
acababa de hacer.
    Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina,
disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello
podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos
sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención
casi extática.
    —Tocar la valla equivale a morir instantáneamente —decía el Guardián
solemnemente—. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para
Salvajes.
    La palabra «fugarse» era sugestiva.
    —¿Y si fuéramos allí? —sugirió, iniciando el ademán de levantarse.
La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el
tiempo, devorando su dinero.
    —No hay fuga posible —repitió el Guardián, indicándole que volviera a
sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más
remedio que obedecer—. Los que han nacido en la Reserva… Porque,
recuerde, mi querida señora —agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y
hablando en un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva los niños
todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda
parecernos…
    El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara
a Lenina a sonrojarse; pero esta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír
con inteligencia y a decir:
    —No me diga.
    Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.
    —Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.
Destinados a morir… Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis
litros por hora.
    —Tal vez —intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos…
    Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el
dedo índice.
    —Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que
no lo sabemos. Solo podemos suponerlo.
    —No me diga.
    —Pues sí se lo digo, mi querida señora.
    Seis por veinticuatro… no, serían ya seis por treinta y seis… Bernard
estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la
disertación proseguía.
    —… Unos sesenta mil indios y mestizos…, absolutamente salvajes…
Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando… aparte de esto, ninguna
comunicación con el mundo civilizado… conservan todavía sus
repugnantes hábitos y costumbres… matrimonio, suponiendo que ustedes
sepan a qué me refiero; familias… nada de condicionamiento…
monstruosas supersticiones… Cristianismo, totemismos y adoración de los
antepasados… lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano…
pumas, puercoespines y otros animales feroces… enfermedades
infecciosas… sacerdotes… lagartos venenosos…
    —No me diga.
    Por fin los soltó. Bernard se lanzó corriendo a un teléfono. Deprisa,
deprisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.
    —A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se lamentó—.
¡Maldita incompetencia!
    —Toma un gramo de soma —sugirió Lenina.
    Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo
logró; sí, allí estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y
quien prometió ir allí inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmediatamente,
pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que DIC
había dicho en público la noche anterior.
    —¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? —La voz de Bernard era
agónica—. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford!
¡Islandia…!
    Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy
pálido, con una expresión abatida.
    —¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.
    —¿Qué ocurre? —Bernard se dejó caer pesadamente en una silla—.
Van a enviarme a Islandia.
    En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de
producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores)
de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta
había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del
director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente,
aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las
amenazas del director lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse
grande, importante. Pero ello —ahora se daba perfecta cuenta— obedecía a
que no las había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en
el momento de la verdad, el DIC tomara decisión alguna. Pero ahora que, al
parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No
quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su valor puramente
teórico.
    Lenina movió la cabeza.
    «El fue y el será tanto me dan —citó—. Un gramo tomarás y solo el es
verás».
    Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo
de cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; solo la flor del
presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo
órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y
les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un
enano de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el
programa matinal.
    Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje
para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo
los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar
más adecuado para pasar la noche.
    Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más
tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo.
    Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena,
a través de los bosques y de las profundidades violeta de los cañones, por
encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía
ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito
humano triunfante. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos
blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado
suelo, señalaba el lugar donde un ciervo o un voraz buitre atraído por el tufo
de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se
habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.
    —Nunca escarmientan —dijo el piloto del uniforme verde, señalando
los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo—. Y nunca
escarmentarán —agregó riendo.
    Bernard también rio; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por
alguna razón, se le antojó gracioso. Rio y después, casi inmediatamente,
quedó sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por encima de Taos y
Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna,
Acoma y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin
para encontrar el aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las
maletas a una casita cuadrada, y el enano Gamma verde hablando
incomprensiblemente con un joven indio.
    —Malpaís —anunció el piloto, cuando Bernard se apeó—. Esta es la
hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los
acompañará. —Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto—. Espero que
se diviertan —sonrió—. Todo lo que hacen es divertido. —Con estas
palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores—.
Mañana volveré. Y recuerde —agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a
Lenina— que son completamente mansos; los salvajes no les harán daño
alguno. Tienen la suficiente experiencia de las bombas de gas para saber
que no deben hacerles ninguna jugarreta.
    Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y partió.




Comentarios

  1. Se empiezan a dividir los capítulos en subcapítulos, al menos en mi edición.
    1
    Bernard el verdadero aliado. Lenina no me cae muy bien pero habrá que esperar a que se cuestione cositas y quiera ver el mundo real.
    2
    La anécdota del director y la desaparición de la chica con la que fue al campamento de los salvajes me da esperanzas. Esperanzas de que la chica se haya quedado allá por cuenta propia y esté viviendo ahora como una salvaje.
    3
    “Fui” y “seré” me ponen triste; tomo un gramo y sólo “soy”.

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