Un mundo feliz - Capítulo V + Iron Maiden


                               

Buenas noches, Club.
Escribo esta entrada escuchando el disco "Brave new world" de Iron Maiden, que merecía un apartado especial, ya que desde el título hace referencia a la novela que nos ocupa. La imagen de tapa presenta un mundo futurista, que podríamos asimilar al que estamos leyendo, y fue dibujada por Derek Riggs.
El disco tiene un tema también llamado Brave new world (clic en el nombre para escucharlo), inspirado en la novela de Huxley.
Dejo aquí la letra:

Dying swans, twisted wingsBeauty not needed hereLost my love, lost my lifeIn this garden of fearI have seen many thingsIn a lifetime aloneMother love is no moreBring this savage back home
Wilderness, house of painMakes no sense of it allClose this mind, dull this brainMessiah before his fallWhat you see is not realThose who know will not tellAll is lost, sold your soulsTo this brave new world
A brave new worldIn a brave new worldA brave new worldIn a brave new worldIn a brave new worldA brave new worldIn a brave new worldA brave new world
Dragon kings, dying queensWhere is salvation now?Lost my life, lost my dreamsRip the bones from my fleshSilent screams, laughing hereDying to tell you the truthYou are planned and you are damnedIn this brave new world
A brave new worldIn a brave new worldA brave new worldIn a brave new worldIn a brave new worldA brave new worldIn a brave new worldA brave new world
A brave new worldIn a brave new worldA brave new worldIn a brave new worldIn a brave new worldA brave new worldIn a brave new worldA brave new world
Dying swans, twisted wingsBring this savage back home

Curiosidades:
  • Encontré una página que hace un análisis de la letra de la canción, allí interpretan que la misma habla sobre ciberseguridad. Me hizo gracia así que les dejo enlace aquí, por si tienen mucho tiempo libre.

  • Una parte de la tapa del disco formó parte de un posteo viral en 2019. Una persona aseguraba haber sacado una foto al cielo durante una tormenta, en la que se observaba que las nubes formaban un extraño dibujo. Resulta bastante claro que la imagen estaba retocada para que entre las nubes aparezca Eddie, el personaje que Iron Maiden usa en las tapas de sus discos. Aquí el chisme.


Terminado el apartado musical, nos metemos de lleno en el capítulo V de Un mundo feliz.
El capítulo anterior está dividido en dos partes. En la primera seguimos a Lenina y en la segunda a Bernard Marx.
Todo parece indicar que entre estos personajes pasará algo trascendente. Marx está incómodo en su propio cuerpo y eso lo lleva a estar contantemente inconforme. Siempre está en desacuerdo con las expresiones de los otros hombres e incluso de la misma Lenina. Echa en falta pensamientos originales en un mundo "hipnopedizado", por eso tiene como amigo al también diferente Hemholtz.
Lo relaciono de alguna manera con el Winston de "1984". ¿Toda distopía tiene un inconforme?




Un mundo feliz - Capítulo V

1
    Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la
torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron con voz atenorada,
más aguda de lo normal en el hombre, el cierre de los campos de golf.
Lenina y Henry abandonaron su partida y se dirigieron hacia el Club. De las
instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los
mugidos de los millares de animales que proporcionaban, con sus hormonas
y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farham
Royal.
    Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz
crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silbidos
anunciaban la marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que llevaban
a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la metrópoli.
    Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos
cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la hélice y
permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos sobre el paisaje que
iba disipándose. El bosque de Burham Beeches se extendía como una gran
laguna de oscuridad hacia la brillante ribera del firmamento occidental.
    Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando
por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido,
acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la fábrica de
Secreciones Internas y Externas resplandecía con un orgulloso brillo
eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus veinte plantas. Saliendo
de la bóveda de cristal, un tren iluminado se lanzó al exterior. Siguiendo su
rumbo Sudeste a través de la oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por
los majestuosos edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la
seguridad de los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas
chimeneas aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de
peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente mojón.
    —¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? —
preguntó Lenina.
    —Recuperación del fósforo —explicó Henry telegráficamente—. En su
camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos
distintos. El P2O5 antes se perdía cada vez que había una cremación.
    Actualmente se recupera más del noventa y ocho por ciento del mismo. Más
de kilo y medio por cada cadáver de adulto. En total, casi cuatrocientas
toneladas de fósforo anuales, solo en Inglaterra. —Henry hablaba con
orgullo, gozando de aquel triunfo como si hubiese sido suyo propio—. Es
estupendo pensar que podemos seguir siendo socialmente útiles aun
después de muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.
    Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía
perpendicularmente a la estación del monorraíl.
    —Sí, es estupendo —convino—. Pero resulta curioso que los Alfas y
Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos Gammas, Deltas
y Epsilones de aquí.
    —Todos los hombres son fisicoquímicamente iguales —dijo Henry
sentenciosamente—. Además, hasta los Epsilones ejecutan servicios
indispensables.
    —Hasta los Epsilones…
    Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía una
niña, en la escuela, se había despertado en plena noche y se había dado
cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños. Volvió a
ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo la voz
suave, suave, que decía (las palabras seguían presentes, no olvidadas,
inolvidables después de tantas repeticiones nocturnas): «Todo el mundo
trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los
Epsilones son útiles. No podríamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo
trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie…». Lenina
recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones
durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas
repeticiones interminables, la gradual sedación de la mente, la suave
aproximación del sueño…
    —Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones —dijo en
voz alta.
    —Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser otra
cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos
condicionados de otra manera. Además, partimos de una herencia diferente.
    —Me alegro de no ser una Epsilon —dijo Lenina, con acento de gran
convicción.
    —Y si fueses una Epsilon —dijo Henry— tu condicionamiento te
induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.
    Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres.
Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y anaranjado casi estaban
totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había ascendido por el cielo.
    Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba,
impulsado por la columna de aire caliente que surgía de las chimeneas, para
volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío
inmediata.
    —¡Maravillosa montaña rusa! —exclamó Lenina riendo complacida.
    Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.
    —¿Sabes en qué consiste esta montaña rusa? —dijo—. Es un ser
humano que desaparece definitivamente. Esto era ese chorro de aire
caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o mujer, Alfa o
Epsilon… —Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó
—: En todo caso, de una cosa podemos estar seguros, fuese quien fuese, fue
feliz en vida. Todo el mundo es feliz, actualmente.
    —Sí, ahora todo el mundo es feliz —repitió Lenina como un eco.
    Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces cada
noche durante doce años.
    Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de Henry,
de cuarenta plantas, en Westminster, pasaron directamente al comedor. En
él, en alegre y ruidosa compañía, dieron cuenta de una cena excelente. Con
el café sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de medio gramo, y Henry,
tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién
inaugurado cabaret de la Abadía de Westminster. Era una noche casi sin
nubes, sin luna y estrellas; pero, afortunadamente, Lenina y Henry no se
dieron cuenta de este hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos,
en efecto, impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus
Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las letras
gigantescas destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y
perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.
    Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza de olor de
ámbar gris y madera de sándalo. En el techo abovedado del vestíbulo, el
órgano de color había pintado momentáneamente una puesta de sol tropical.
Los Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja canción de éxito: No hay en el
mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas parejas
bailaban un five-step sobre el suelo brillante, pulido. Lenina y Henry se
sumaron pronto a los que bailaban. Los saxofones maullaban como gatos
melódicos bajo la luna, gemían en tonos agudos, atenorados, como en plena
agonía. Con gran riqueza de sones armónicos, su trémulo coro ascendía
hacia un clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al final, con un
gesto de la mano, el director daba suelta a la última nota estruendosa de
música etérea y borraba de la existencia a los dieciséis músicos, meramente
humanos. Un trueno en la bemol mayor. Luego, seguía una deturgescencia
gradual del sonido y de la luz, un diminuendo que se deslizaba poco a poco,
en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un acorde dominante
susurrado débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro
seguían sosteniendo el pulso, por debajo), cargando los segundos
ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al fin, la expectación llegó a
su término. Se produjo un amanecer explosivo, y, simultáneamente, los
dieciséis rompieron a cantar:
    ¡Frasco mío, siempre te he deseado!
Frasco mío, ¿por qué fui decantado?
El cielo es azul dentro de ti,
y reina siempre el buen tiempo; porque
no hay en el mundo ningún Frasco
que a mi querido Frasco pueda compararse.
    Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas parejas,
alrededor de la pista de la Abadía de Westminster, Lenina y Henry bailaban
ya en otro mundo, el mundo cálido abigarrado, infinitamente agradable, de
las vacaciones del soma. ¡Cuán amables, guapos y divertidos eran todos!
¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry tenían ya lo que
deseaban… En aquel preciso momento, se hallaban dentro del frasco, a
salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo perennemente
azul. Y cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y el aparato
de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en Blues
Malthusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos embriones
mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano embotellado de
sucedáneo de la sangre.
    —Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos…
    —Los altavoces velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y
musical—. Buenas noches, queridos amigos…
    Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del
edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su
ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de los anuncios luminosos se
había desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes conservaron su feliz
ignorancia de la noche.
    Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma
había levantado un muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes.
Metidos en su frasco ideal, cruzaron la calle; igualmente enfrascados
subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en la planta número veintiocho.
Y, a pesar de seguir enfrascada y de aquel segundo gramo de soma, Lenina
no se olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales reglamentarias.
Años de hipnopedia intensiva, y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios
malthusianos tres veces por semana, habían llegado a hacer tales
precauciones casi automáticas e inevitables como el parpadeo.
    —Esto me recuerda —dijo al salir del cuarto de baño— que Fanny
Crowne quiere saber dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de
cuero verde que me regalaste.

2

    Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad.
    Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había
sido elegido miembro de acuerdo con la Regla 2.ª), se despidió de su amigo
y, llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que volara hacia la
Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros,
luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de
Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.
    «¡Maldita sea, llego tarde!», exclamó Bernard para sí cuando echó una
ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el
importe de la carrera, el Big Henry dio la hora. «Ford» cantó una inmensa
voz de bajo a través de las trompetas de oro. «Ford, Ford, Ford…» nueve
veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.
    El gran auditórium para las celebraciones del Día de Ford y otros
Cantos Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja del edificio.
    Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en cada planta, las siete mil
salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad para sus servicios
bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó apresuradamente
por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala
número 3210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.
    Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en
torno a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó
hasta la más cercana, procurando llamar la atención lo menos posible, y
disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que llegarían después.
    Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquierda le preguntó:
    —¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electromagnético?
Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo
que reconocer que no había jugado ni a lo uno ni a lo otro. Morgana le miró
asombrada. Y siguió un penoso silencio.
    Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al
hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.
    Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard,
compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de comunión
con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido tiempo para echar
una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla más próxima!
Hubiera podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar
de hacerlo así había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana
¡Morgana! ¡Ford! ¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja,
mejor, porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha
estaba Clara Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se unían en una
sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. En tanto que Fifi y Joanna
estaban muy bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas… ¡Y aquel patán
de Tom Kawaguchi había tenido la suerte de poder sentarse entre ellas!
    La última en llegar fue Sarojini Engels.
    —Llega usted tarde —dijo el presidente del Grupo con severidad—.
Que no vuelva a ocurrir.
    El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la
música sintética, dio suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y
al coro de instrumentos —casiviento y supercuerda— que repetía con
estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del
Primer Himno de Solidaridad. Una y otra vez, y no era ya el oído el que
captaba el ritmo, sino el diafragma; el quejido y estridor de aquellas
armonías repetidas obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes
entrañas de compasión.
    El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio había
empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro
de la mesa. La copa del amor llena de soma en forma de helado de fresa
pasó de mano en mano, con la fórmula: «Bebo por mi aniquilación». Luego,
con el acompañamiento de la orquesta sintética, se cantó el Primer Himno
de Solidaridad:
    Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo,
como gotas en el Río Social;
haz que corramos juntos, rápidos
como tu brillante carraca.
    Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano en
mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: «Bebo por el Ser Más
Grande». Todos bebieron. La música sonaba, incansable. Los tambores
redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se convertían en una
obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de
Solidaridad:
    ¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,
a aniquilar a los Doce-en-Uno!
Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra
vida más grande apenas ha empezado.
    Otras doce estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir efectos.
    Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz interior de la benevolencia
universal asomaba a todos los rostros en forma de sonrisas felices,
amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando Morgana
Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por
corresponderle. Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía
existiendo. Bernard no podía ignorarla; no podía, por mucho que se
esforzara. Su emoción, su fusión con los demás no había llegado lo bastante
lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna… Por tercera
vez la copa del amor hizo la ronda. «Bebo por la inminencia de su
Advenimiento», dijo Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había
correspondido iniciar el rito circular. Su voz sonó fuerte, llena de
exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. «Bebo por la inminencia de su
Advenimiento», repitió este en un sincero intento de sentir que el
Advenimiento era inminente; pero la ceja única seguía obsesionándole, y el
Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba terriblemente lejano. Bebió y
pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a fracasar —se dijo—. Estoy
seguro. Pero siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa
radiante.
    La copa del amor había dado ya la vuelta. Levantando la mano, el
presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de
Solidaridad:
    ¿No sientes cómo llega el Ser Más Grande?
¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!
¡Fúndete en la música de los tambores!
Porque yo soy tú y tú eres yo.
    A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces.
El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave,
más musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más
cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz
maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto situado por
encima de sus cabezas. Lentamente, muy lentamente, dijo: «¡Oh, Ford,
Ford, Ford!», en una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una
sensación de calor irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los
miembros de cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron
en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior,
como dotados de vida propia… «¡Ford!», se fundían… «¡Ford!», se
disolvían… Después, en otro tono, súbitamente, provocando un sobresalto,
la Voz trompeteó: «¡Escuchad! ¡Escuchad!». Todos escucharon. Tras una
pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto
modo más penetrante que el grito más estentóreo. «Los pies del Ser Más
Grande», prosiguió la Voz. El susurro casi expiró. «Los pies del Ser Más
Grande están en la escalera». Y volvió a hacerse el silencio; y la
expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada vez
más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más
Grande… ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la
escalera, acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies
del Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarramiento.
    Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.
    —¡Lo oigo! —gritó—. ¡Lo oigo!
    —¡Viene! —chilló Sarojini Engels.
    —¡Sí, viene, lo oigo!
    Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.
    —¡Oh, oh, oh! —exclamó Joanna.
    —¡Viene! —exclamó Jim Bokanovsky.
    El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un
delirio de címbalos e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.
    —¡Oh, ya viene! —chilló Clara Deterding—. ¡Ay!
    Y fue como si la degollaran.
    Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también
se levantó de un salto y gritó:
    —¡Lo oigo; ya viene!
    Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie.    
    Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó
los brazos y chilló como el mejor de ellos; y cuando los demás empezaron a
sacudirse, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los imitó debidamente.
    Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con
las manos en las caderas del bailarín que le precedía; vueltas y más vueltas,
gritando al unísono, llevando el ritmo de la música con los pies y dando
palmadas en las nalgas que estaban delante de ellos. Doce pares de manos
palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo. Doce
como uno solo, doce como uno solo. «Lo oigo; lo oigo venir». La música
aceleró su ritmo; los pies golpeaban más deprisa, y las palmadas rítmicas se
sucedían con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó
como un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la
consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la
encarnación del Ser Más Grande. «Orgía-Porfía» cantaba, mientras los
tantanes seguían con su febril tabaleo.
    Orgía-Porfía, Ford y diversión,
besad a las chicas y hacedlas Uno.
Los chicos a la una con las chicas en paz;
la Orgía-Porfía libertad os da.
«Orgía-Porfía…». Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico.
«Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a las chicas y hacedlas Uno…». Y
mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente, y al
tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas,
hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de
Embriones. «Orgía-Porfía…». En las tinieblas fetales, color de sangre, los
bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo infatigable con
pies y manos. «Orgía-Porfía…». Después el círculo osciló, se rompió y
cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban —en
círculos concéntricos— la mesa y sus sillas planetarias. «Orgía-Porfía…».
Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era
como si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los
bailarines, ahora en posición supina o prona.
    Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las once.
    La noche era apacible y cálida.
    —Fue maravilloso, ¿verdad? —dijo Fifi Bradlaugh—. ¿Verdad que fue
maravilloso?
    Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el cual
no había vestigios de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar
todavía insatisfecho.
    —¿No te pareció maravilloso? —insistió, mirando fijamente a la cara de
Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.
    —¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! —mintió Bernard.
    Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez
una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard
se sentía ahora tan desdichadamente aislado como cuando había empezado
el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de su saciedad
mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se fundían en
el Ser Más Grande.
    —Maravilloso de verdad —repitió.
    Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.

Comentarios

  1. Va quedando en claro que estamos en un mundo futurista incluso tecnológicamente. El soma va haciéndose presente cada vez más naturalizado. Mientras, tenemos dos cosas que me gustaría ver en una adaptación cinematográfica: el sexofón, que pensé que era un error tipográfico de mi edición, y la Orgía Latria, que quizás peco de inocente pero no entendí qué era exactamente.

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    Respuestas
    1. En mi traducción no está la palabra Sexofón, y la orgía es "orgía-porfía", me mata que las traducciones puedan ser tan diferentes.
      En este capítulo me incomodó bastante ese ritual seudoreligioso al que asiste Bernard. Por momentos parece que el personaje estuviera más allá de convenciones y condicionamientos, como si algo hubiera fallado en su proceso y, sumado al trabajo que hace, pudiera ver los hilos del titiritero. Y después se mete en este ritual, desesperado por encajar.
      Igual lo entiendo al pobre Berni.

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