Un mundo feliz - Capítulo IV + Otras distopías



Hola a todxs, nos tomamos unos días para ponernos al día con la novela y ya estamos de regreso.

Hemos transitado un capítulo III que nos mostró distintas facetas de esta sociedad distópica:

la educación sexual de los niños, la "promiscuidad" como regla, una cantidad de actividades de distracción y esparcimiento (el sensorama, el golf de obstáculos, las máquinas de masaje), la inexistencia de la familia, el soma para preservar de toda emoción, y un objetivo: el consumo. 

Tirar es mejor que remendar, tirar es mejor que remendar, tirar es mejor que remendar. 

La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte.

Pero... hay una Reserva de Salvajes.



Me encontré con una página que recomienda libros parecidos a Un mundo feliz. Afortunadamente, algunos ya están para leer y descargar en el Drive de Distopías.
Les dejo las sinopsis para que vean y juzguen si acuerdan con la selección. Me interesa que no hayan incluido solamente novelas futuristas y hayan encontrado otros puntos de contacto con Un mundo feliz.


Ray Bradbury. Fahrenheit 451,  1953.

Montag es parte de una brigada de bomberos que queman libros, porque está prohibido leer. Porque leer obliga a pensar, y en ese país, pensar está prohibido.


Yevgueni Zamiatin. Nosotros,1920.

Las personas son sólo números, que deben obediencia ciega a una sola persona... ¿Podrá el amor librarlos?



Ken, Kessey. Alguien voló sobre el nido del cuco, 1962.

"¡Otro para el nido del cuco!" gritan ante la llegada de un nuevo paciente. Una mordaz crítica a la represión y el control que ejerce el estado sobre los ciudadanos.



William Golding, El señor de las moscas, 1954.

Una treintena de muchachos son los únicos supervivientes de un naufragio. Se forman dos grupos, las tensiones aumentan y todo desemboca en un enfrentamiento.


Franz Kafka. El proceso, 1925.

Estremecedora historia de Josef K, arrestado por un crimen que desconoce... Desde ese momento el protagonista se adentra en una pesadilla para defenderse de algo que nunca se sabe qué es.



Lois Lowry. El dador, 1993.

En una sociedad futurista, donde se ha eliminado el dolor al convertirse a la Monotonía y a la Igualdad, un niño recibe los recuerdos del tiempo anterior y la verdad...

Nunca me abandones







Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones, 2005.

Tres adolescentes viven una vida idílica en una misteriosa institución educativa inglesa. A medida que descubren cuál es el sentido de sus vidas, luchan por asumir su destino.

George Orwell. 1984, 1949.

Un líder totalitario que controla a las masas a través de los medios de comunicación, el espionaje y el miedo y un peón del engranaje perverso que decide rebelarse.

Margaret Atwood. El cuento de la criada, 1985.

Mirada futurista a una sociedad totalitaria, con puritanismos extremos de toda índole, falta de libertad y ansias de dominio sobre los seres humanos.

Joseph Heller. Trampa 22, 1961.

El capitán Yossarian intenta pasarse por loco para evadirse del conflicto bélico, pero termina en un bombardero B-25. Humor absurdo, crudo realismo y crítica a la sinrazón bélica.

Philip Dick. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, 1968

Tras la guerra nuclear, la Tierra ha quedado sometida bajo una gran nube de polvo radioactivo. Algunos androides rebeldes viven en la tierra y Rick Deckard debe cazarlos.

Veronica Roth. Divergente, 2011.

La sociedad está dividida en cinco facciones. Beatrice Prior debe decidir entre quedarse en la facción a la que pertenece su familia o elegir una nueva... Pero quiere ambas.

Ursula K Le Guin. La mano izquierda de la oscuridad, 1969. 

Historia sobre la soledad, la amistad, la política y la identidad, y todo esto se desarrolla en un mundo imaginario tan fascinante como desolador. Cada pensamiento te hace cuestionar tus propias ideas sobre género, política y sociedad.



Les recuerdo que nuestro Drive de distopías sigue en construcción, por si tienen otras sugerencias.

Nos leemos en comentarios!


 Flor.-

--

 Música inspirada en Un mundo feliz 

Música para una lectura inmersiva

Drive de novelas distópicas

foto x @maruperazzo


Un mundo feliz - Capítulo IV


1


    El ascensor estaba lleno de hombres procedentes de los Vestuarios Alfa, y la
entrada de Lenina provocó muchas sonrisas y cabezadas amistosas. Lenina
era una chica muy popular, y, en una u otra ocasión, había pasado alguna
noche con casi todos ellos.
    «Buenos muchachos —pensaba Lenina Crowne, al tiempo que
correspondía a sus saludos—. ¡Encantadores! Sin embargo, hubiese
preferido que George Edzel no tuviera las orejas tan grandes. Quizá le
habían administrado una gota de más de paratiroides en el metro 328». Y
mirando a Benito Hoover no podía menos de recordar que era demasiado
peludo cuando se quitó la ropa.
    Al volverse, con los ojos un tanto entristecidos por el recuerdo de la
rizada negrura de Benito, vio en un rincón el cuerpecillo canijo y el rostro
melancólico de Bernard Marx.
    —¡Bernard! —exclamó, acercándose a él—. Te buscaba.
    Su voz sonó muy clara por encima del zumbido del ascensor. Los demás
se volvieron con curiosidad.
    —Quería hablarte de nuestro plan de Nuevo México.
    Por el rabillo del ojo vio que Benito Hoover se quedaba boquiabierto de
asombro. «¡No me sorprendería que esperara que le pidiera para ir con él
otra vez!», se dijo Lenina. Luego, en voz alta, y con más valor todavía,
prosiguió:

    —Me encantaría ir contigo toda una semana, en julio. —En todo caso,
estaba demostrando públicamente su infidelidad para con Henry. Fanny
debería aprobárselo, aunque se tratara de Bernard—. Es decir, si todavía
sigues deseándome —acabó Lenina, dirigiéndole la más deliciosamente
significativa de sus sonrisas.
    Bernard se sonrojó intensamente. «¿Por qué?», se preguntó Lenina,
asombrada pero al mismo tiempo conmovida por aquel tributo a su poder.
    —¿No sería mejor hablar de ello en cualquier otro sitio? —tartajeó
    Bernard, mostrándose terriblemente turbado.
    «Como si le hubiese dicho alguna inconveniencia —pensó Lenina—.
No se mostraría más confundido si le hubiese dirigido una broma sucia, si
le hubiese preguntado quién es su madre, o algo por el estilo».
    —Me refiero a que…, con toda esta gente por aquí…
    La carcajada de Lenina fue franca y totalmente ingenua.
    —¡Qué divertido eres! —dijo; y de veras lo encontraba divertido—.
Espero que cuando menos me avises con una semana de antelación —
prosiguió en otro tono—. Supongo que tomaremos el Cohete Azul del
Pacífico. ¿Despega de la Torre de Charing-T? ¿O de Hampstead?
    Antes de que Bernard pudiera contestar, el ascensor se detuvo.
    —¡Azotea! —gritó una voz estridente.
    El ascensorista era una criatura simiesca, que lucía la túnica negra de un
semienano Epsilon-Menos.
    —¡Azotea!
    El ascensorista abrió las puertas de par en par. La cálida gloria de la luz
de la tarde le sobresaltó y le obligó a parpadear.
    —¡Oh, azotea! —repitió, como en éxtasis. Era como si, súbita y
alegremente, hubiese despertado de un sombrío y anonadante sopor—.
¡Azotea!
    Con una especie de perruna y expectante adoración, levantó la cara para
sonreír a sus pasajeros.
    Entonces sonó un timbre, y desde el techo del ascensor un altavoz
empezó, muy suave, pero imperiosamente a la vez, a dictar órdenes.
    —Baja —dijo—. Baja. Planta decimoctava. Baja, baja. Planta
decimoctava. Baja, ba…

    El ascensorista cerró de golpe las puertas, pulsó un botón e
inmediatamente se sumergió de nuevo en la luz crepuscular del ascensor; la
luz crepuscular de su habitual estupor.
    En la azotea reinaban la luz y el calor. La tarde veraniega vibraba al
paso de los helicópteros que cruzaban los aires; y el ronroneo más grave de
los cohetes aéreos que pasaban veloces, invisibles, a través del cielo
brillante, era como una caricia en el aire suave.
    Bernard Marx hizo una aspiración profunda. Levantó los ojos al cielo,
miró luego hacia el horizonte azul y finalmente al rostro de Lenina.
    —¡Qué hermoso!
    Su voz temblaba ligeramente.
    —Un tiempo perfecto para el Golf de Obstáculos —contestó Lenina—.
Y ahora, tengo que irme corriendo, Bernard. Henry se enfada si le hago
esperar. Avísame la fecha con tiempo.
    Y, agitando la mano, Lenina cruzó corriendo la espaciosa azotea en
dirección a los cobertizos. Bernard se quedó mirando el guiño fugitivo de
las medias blancas, las atezadas rodillas que se doblaban en la carrera con
vivacidad, una y otra vez, y la suave ondulación de los ajustados cortos
pantalones de pana bajo la chaqueta verde botella. En su rostro aparecía una
expresión dolorida.
    —¡Estupenda chica! —dijo una voz fuerte y alegre detrás de él.
Bernard se sobresaltó y se volvió en redondo. El rostro regordete y rojo
de Benito Hoover le miraba sonriendo, desde arriba, sonriendo con
manifiesta cordialidad. Todo el mundo sabía que Benito tenía muy buen
carácter. La gente decía de él que hubiese podido pasar toda la vida sin
tocar para nada el
soma. La malicia y los malos humores de los cuales los
demás debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para Benito, la
realidad era siempre alegre y sonriente.
    —¡Y neumática, además! ¡Y cómo! —Luego, en otro tono, prosiguió
—: Pero diría que estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un
gramo de
soma. —Hurgando en el bolsillo derecho de sus pantalones,
Benito sacó un frasquito—. Un solo centímetro cúbico cura diez pensam…
Pero ¡eh!

    Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado
corriendo.
    Benito se quedó mirándolo. «¿Qué demonios le pasa a ese tipo?», se
preguntó, y, moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que
alguien había introducido alcohol en el sucedáneo de la sangre del
muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro, supongo.
    Volvió a guardarse el frasco de
soma, y sacando un paquete de goma de
mascar a base de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y,
masticando, se dirigió hacia los cobertizos.
    Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina
llegó, estaba sentado en la cabina de piloto, esperando.
    —Cuatro minutos de retraso —fue todo lo que dijo.
    Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El
aparato ascendió verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la
hélice se agudizó, pasando del moscardón a la avispa, y de la avispa al
mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían a una velocidad de casi
dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies. En pocos
segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un
plantío de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En
medio de ellos, un hongo de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T,
que levantaba hacia el cielo un disco de reluciente cemento armado.
    Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas
flotaban en el cielo azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió
de pronto un pequeño insecto escarlata, que caía zumbando.
    —Ahí está el Cohete Rojo —dijo Henry— que llega de Nueva York.
Lleva siete minutos de retraso —agregó—. Es escandalosa la falta de
puntualidad de esos servicios atlánticos.
    Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de
sus cabezas descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al
moscardón, y sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo
volante. El movimiento ascensional del aparato se redujo; un momento
después se hallaban inmóviles, suspendidos en el aire. Henry movió una
palanca y sonó un chasquido. Lentamente al principio, después cada vez
más deprisa hasta que se formó una niebla circular ante sus ojos, la hélice

situada delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la
velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estayes.
Henry no apartaba los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja
alcanzó la señal de los mil doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El
aparato tenía el suficiente impulso hacia delante para poder volar sostenido
solamente por sus alas.
    Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo,
entre sus pies. Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque
que separaba Londres central de su primer anillo de suburbios satélites. El
verdor aparecía hormigueante de vida, de una vida que la visión desde lo
alto hacía aparecer achatada. Bosques de torres de Pelota Centrífuga
brillaban entre los árboles.
    —¡Qué horrible es el color caqui! —observó Lenina, expresando en voz
alta los prejuicios hipnopédicos de su propia casta.
    Los edificios de los Estudios de Sensorama de Houslow cubrían siete
hectáreas y media. Cerca de ellos, un ejército negro y caqui de obreros se
afanaba revitrificando la superficie de la Gran Carretera del Oeste. Cuando
pasaron volando por encima de ellos, estaban vaciando un gigantesco crisol
portátil. La piedra fundida se esparcía en una corriente de incandescencias
cegadoras por la superficie de la carretera; las apisonadoras de amianto iban
y venían; tras un camión de riego debidamente aislado, el vapor se
levantaba en nubes blancas.
    En Brentford, la factoría de la Corporación de Televisión parecía una
pequeña ciudad.
    —Deben de relevarse los turnos —dijo Lenina.
    Como áfidos y hormigas, las muchachas Gammas, color verde hoja, y
los negros Semienanos pululaban alrededor de las entradas, o formaban cola
para ocupar sus asientos en los tranvías monorraíles. Betas-Menos de color
de mora iban y venían entre la multitud.
    Diez minutos después se hallaban en Stoke Poges y habían empezado su
primera partida de Golf de Obstáculos.

2

    Bernard cruzó la azotea con los ojos bajos casi todo el tiempo, o
desviándolos inmediatamente si por azar tropezaban con alguna criatura
humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos
que no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo
que había supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más
irremediablemente solo.
    «¡Ese antipático de Benito Hoover!». Y, sin embargo, el muchacho no
había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más
las cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo que los que le
querían mal. Hasta Lenina le hacía sufrir. Bernard recordaba aquellas
semanas de tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o
desesperado de tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se
atrevería a correr el riesgo de ser humillado por una negativa despectiva?
Pero si Lenina le decía que sí, ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le
había dado el sí, y, sin embargo, Bernard seguía sintiéndose desdichado,
desdichado porque Lenina había juzgado que aquella tarde era estupenda
para jugar al Golf de Obstáculos, porque se había alejado corriendo para
reunirse con Henry Foster, porque lo había considerado a él divertido por el
hecho de no querer discutir sus asuntos más íntimos en público. En suma,
desdichado porque Lenina se había comportado como cualquier muchacha
inglesa sana y virtuosa debía comportarse, y no de otra manera anormal.
Bernard abrió la puerta de su cobertizo y llamó a una pareja de ociosos
ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El
personal de los cobertizos pertenecía a un mismo Grupo Bokanovsky, y los
hombres eran mellizos, igualmente bajos, morenos y feos. Bernard les dio
las órdenes pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de
quien no se siente demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener
tratos con miembros de castas inferiores, resultaba siempre una experiencia
sumamente dolorosa. Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de
la mezcla de alcohol en su dosis de sucedáneo de sangre probablemente
eran ciertas, porque un accidente siempre es posible), el físico de Bernard
apenas era un poco mejor que el del promedio de Gammas. Era ocho
centímetros más bajo que el patrón Alfa, y proporcionalmente menos
corpulento. El contacto con los miembros de las castas inferiores le

recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física. «Yo soy yo, y
desearía no serlo». La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda y
dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y
no de arriba abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría
aquel ser con el respeto debido a su casta? La incógnita lo atormentaba. No
sin razón. Porque los Gammas, los Deltas y los Epsilones habían sido
condicionados de modo que asociaran la masa corporal con la superioridad
social. De hecho, un débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas
voluminosas era universal. De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía
proposiciones, y las bromas de sus iguales entre los hombres. Las burlas le
hacían sentirse como un forastero; y, sintiéndose como un forastero, se
comportaba como tal, cosa que aumentaba el desprecio y la hostilidad que
suscitaban sus defectos físicos. Lo cual, a su vez, acrecentaba su sensación
de soledad y extranjería. Un temor crónico a ser desairado le inducía a
eludir la compañía de sus iguales, y a mostrarse excesivamente consciente
de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores. ¡Cuán amargamente
envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!
    Perezosamente, o así se lo pareció a él, y a regañadientes, los mellizos
sacaron su avión a la azotea.
    —¡Deprisa! —dijo Bernard, irritado.    
    Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo
que Bernard captó en aquellos ojos grises sin expresión?
    —¡Deprisa! —gritó más fuerte.
    Y en su voz sonó una desagradable ronquera.
    Subió al avión y, un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el
río.
    Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería
Emocional se albergaban en un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet
Street. En los sótanos y en los pisos bajos se hallaban las prensas y las
redacciones de los tres grandes diarios londinenses:
El Radio Horario, el
periódico de las clases altas,
la Gazeta Gamma, verde pálido, y El Espejo
Delta
, impreso en papel caqui y exclusivamente con palabras de una sola
sílaba. Después venían las Oficinas de Propaganda por Televisión, por
Sensorama, y por Voz y Música Sintéticas, respectivamente: veintidós pisos

de oficinas. Encima de estos se hallaban los laboratorios de investigación y
las salas almohadilladas en las cuales los Escritores de Pistas Sonoras y los
Compositores Sintéticos realizaban su delicada labor. Los dieciocho pisos
superiores estaban ocupados por la Escuela de Ingeniería Emocional.
    Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se apeó de
su aparato.
    —Llama a Mr. Helmholtz Watson —ordenó al portero Gamma-Más— y
dile que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.
    Se sentó y encendió un cigarrillo.
    Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.
    —Dile que voy inmediatamente —contestó. Y colgó el receptor.
    Después, volviéndose hacia su secretaria, prosiguió en el mismo tono
oficial e impersonal—: Usted se ocupará de retirar mis cosas.
    E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se dirigió
vivamente hacia la puerta.
    Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas,
macizo, y, sin embargo, rápido en sus movimientos, ágil, flexible. La fuerte
y bien redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien
formada. Tenía los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy
marcados. Su apostura era agresiva, enfática; era guapo, y, como su
secretaria nunca se cansaba de repetir, era, centímetro a centímetro, el
prototipo de Alfa-Más. Profesor en la Escuela de Ingeniería Emocional
(Departamento de Escritura), en los intervalos de sus actividades
profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía regularmente
para
El Radio Horario, componía guiones para el Sensorama, y tenía un
certero instinto para los
slogans y las aleluyas hipnopédicas.
    «Competente», era el veredicto de sus superiores. Y, moviendo la
cabeza y bajando significativamente la voz, añadían: «Quizá demasiado
competente».
    Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido
en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran
el resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y muscular había
aislado a Bernard de sus semejantes, y aquella sensación de «separación»,

que era, en relación con los standards normales, un exceso mental, se
convirtió a su vez en causa de una separación más acusada.
    Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio
yo y de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres
tenían en común era el conocimiento de que eran individuos. Pero en tanto
que la deficiencia física de Bernard había producido en él, durante toda su
vida, aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había
dado cuenta hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su
consiguiente diferenciación con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel
campeón de pelota sobre pista móvil, aquel amante infatigable (se decía que
había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro
años), aquel admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el
mundo, había comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las
actividades comunales se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en
segundo término. En el fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Este era el
problema que Bernard había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que
Helmholtz llevaba siempre todo el peso de la conversación, a escuchar
cómo, una vez más, lo discutía su amigo.
    Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la
Voz Sintética le cortaron el paso cuando salió del ascensor.
    —Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en
Exmoor.
    —No, no.
    Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió
paso.
    —No, no.
    —No invitamos a ningún otro hombre.
    Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa
perspectiva.
    —No —repitió—. Tengo que hacer.
    Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta
que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no
sin reproches.

    —¡Esas mujeres! —exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los
aires—. ¡Esas mujeres! —Movió la cabeza y frunció el ceño—. ¡Son
terribles!
    Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no
hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y
con idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.
    —Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo México conmigo —dijo en un
tono que quería aparecer indiferente.
    —¿Sí? —dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa,
prosiguió—: Desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las
muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido en la
Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos… —
Vaciló—. Bueno, son curiosos, muy curiosos.
    Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al
parecer, el proceso era reversible. Un exceso mental podía producir, en bien
de sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad
deliberada, la impotencia artificial del ascetismo.
    El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se
hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de
Bernard, Helmholtz reanudó su disquisición.
    Hablando muy lentamente, preguntó:
    —¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que
solo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una
especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma
por una cascada en lugar de caer a través de las turbinas?
    Y miró a Bernard interrogadoramente.
    —¿Te refieres a todas las emociones que uno podría sentir si las cosas
fuesen de otro modo?
    Helmholtz movió la cabeza.
    —No es esto exactamente. Me refiero a un sentimiento extraño que
experimento de vez en cuando, el sentimiento de que tengo algo importante
que decir y de que estoy capacitado para decirlo; solo que no sé de qué se
trata y no puedo emplear mi capacidad. Si hubiese alguna otra manera de
escribir… O alguna otra cosa sobre la cual escribir… —Guardó silencio

unos instantes, y, al fin, prosiguió—: Soy muy experto en la creación de
frases; encuentro esa clase de palabras que le hacen saltar a uno como si se
hubiese sentado en un alfiler, que parecen nuevas y excitantes aun cuando
se refieran a algo que es hipnopédicamente obvio. Pero esto no me basta.
    No basta que las frases sean buenas; también debe ser bueno lo que se hace
con ellas.
    —Pero lo que tú escribes es útil, Helmholtz.
    —Para lo que está destinado, sí. —Se encogió de hombros Helmholtz
—. Pero su destino, ¡es tan poco trascendente! No son cosas importantes. Y
yo tengo la sensación de que podría hacer algo mucho más importante. Sí, y
más intenso, más violento. Pero ¿qué? ¿Qué se puede decir, que sea más
importante? ¿Y cómo se puede ser violento tratando de las cosas que
esperan que uno escriba? Las palabras pueden ser como los rayos X, si se
emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan.
    Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de
manera penetrante. Pero ¿de qué sirve que te penetre un artículo sobre un
Canto de Comunidad, o la última mejora en los órganos de perfumes?
    Además, ¿es posible hacer que las palabras sean penetrantes como los
rayos X, más potentes cuando se escribe acerca de cosas como estas? ¿Cabe
decir algo acerca de nada? A fin de cuentas, este es el problema.
    —¡Silencio! —dijo Bernard—. Creo que hay alguien en la puerta —
susurró.
    Helmholtz se puso en pie, cruzó la estancia de puntillas, y con un
movimiento rápido y brusco abrió la puerta de par en par. Naturalmente, no
había nadie.
    —Lo siento —dijo Bernard, sintiéndose en ridículo—. Supongo que
estoy un poco nervioso. Cuando la gente empieza a sospechar de uno,
acabas por sospechar también de todos.
    Se pasó una mano por los ojos, suspiró y su voz se hizo quejumbrosa.
    Se justificaba.
    —Si supieras todo lo que he tenido que aguantar últimamente… —dijo,
casi llorando; y la marea ascendente de su autocompasión era como si se
hubiese derrumbado la presa de un embalse—. ¡Si lo supieras!

Helmholtz le escuchaba con cierta sensación de incomodidad.
    «¡Pobrecillo Bernard!», se dijo. Pero al mismo tiempo se sentía
avergonzado por su amigo. Bernard debía dar muestras de tener un poco
más de orgullo.


Comentarios

  1. Ni siendo producidos en masa los humanos se salvan de ser imperfectos para el ojo ajeno. Lenina hubiera preferido que las orejas de George no fuesen tan grandes y recuerda lo velludo que era Benito al quitarse la ropa. Me causó gracia la frase “Al volverse, algo tristes los ojos por el recuerdo del pelo negro y rizado de Benito”.
    Luego vemos la otra parte, el individuo que aunque no debería funcionar como individuo, se siente menos que el resto por alguna imperfección. Tenemos a Bernard que es bajito y Helmholtz que es muy inteligente, ambos sintiéndose incómodos por no ser como el resto de su clase.

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  2. Terminé el 3 y antes de disponerme a leer este cuarto, me puse a ver las lecturas asociadas al libro. Alguien voló sobre el nido del cuco tiene su versión cinematográfica como "Atrapado sin salida", con Jack Nicholson. No leí el libro pero la película está buena. Por otro lado, Nunca me abandones, de Ishiguro también tiene su película. No me encantó pero la historia es perturbadora. Tampoco leí el libro pero me convoca, lo único que temo es que haber visto la peli antes me condicione la lectura. Siempre prefiero hacer al revés: leer el libro y después ver la peli. En ambos casos, cuando vi las pelis desconocía que eran basadas en esos libros. Sigo leyendo.

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    Respuestas
    1. Tengo el libro de Alguien voló sobre el nido del cuco, con Nicholson en la tapa. La peli es hermosa, tendría que leer la novela.

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  3. Creo que me tranquiliza que Bernard tenga un amigo con el que pueden ser raros juntos.

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