Un mundo feliz - Capítulo III + Fordismo

 



    Hola, aquí listxs para continuar con esta lectura, ¿sigue costando entrar en la historia?

    Me ha pasado un poco como con "1984", que el comienzo se hizo pesado, pero por las cosas que cuenta y el ambiente opresivo. El segundo capítulo es breve pero intenso, ya que comienza con la escena de los bebés siendo condicionados con electricidad. Horrible e ilustrativo.

    También nos enteramos de que en esta sociedad alaban a Ford (hacen algo que es como persignarse con el símbolo de una T).

    Y me interesó que, como en "1984", hay palabras que no se pueden decir (madre, padre). Ya nos iremos deteniendo en este tema, que al menos a mí me resulta muy interesante, por eso de que "lo que no se nombra, no existe".

    Para contextualizar un poco ese Ford elevado al nivel de deidad o religión, se me ocurrió buscar un poco de información sobre lo que fue el fordismo y lo que representó para los modos de producción capitalista.

    Les dejo el link de donde extraje la información: FORDISMO x Software Del Sol 

    Y rescato datos de esa fuente, que me parece que se relacionan con algunas cosas que ya leímos en la novela.

    El fordismo es un sistema de producción implantado a principios del siglo XX por el empresario estadounidense Henry Ford, gracias al éxito que tuvo en la fabricación del primer modelo automovilístico de Ford. Pese a que empezó a utilizarse en el año 1908, no fue hasta los años 30 cuando se expandió internacionalmente y se consolidó como el principal modelo de producción industrial.

Principales bases del fordismo

  • Producción en cadena: Consiste en delegar una tarea determinada a cada trabajador, que se terminará especializando en ella y consiguiendo los mejores tiempos de trabajo.
  • Especialización de la mano de obra: Cada uno de los obreros tenía una tarea asignada, convirtiéndose en trabajadores extremadamente productivos en pequeñas tareas específicas.
  •  Aumento del salario de los obreros: Esta medida se propuso con el fin de que los propios trabajadores tuviesen la capacidad económica de comprar los productos que fabricaban (en el caso de Ford, sus coches), ampliando notablemente el consumo y las ventas de los mismos.
  • Mecanización del trabajo: Además de la especialización de los trabajadores, el fordismo también incluyó novedosa maquinaria que aumentaría la productividad y facilitaría la labor a los obreros.

Ventajas 

  • Reducción de costes. 
  • Disminución en los tiempos de producción. 
  • Aumento de la productividad. 
  • Incremento en la oferta de mercancías y aumento del poder adquisitivo de la clase obrera.
Inconvenientes

  • Los trabajadores terminaban perdiendo la motivación y acumulando estrés y cansancio, dada la monotonía y exigencia que supone llevar a cabo la misma tarea todos los días.
  • Existía el riesgo de que los trabajadores no lograsen cumplir con sus actividades en el tiempo deseado, lo cual retrasaría la línea de producción y no permitiría llegar a los objetivos propuestos por el directivo.
  • A medida que el nivel de producción aumentaba, también incrementaba el margen de error, algo que, unido a lo anterior, podía resultar fatal en un modelo que daba tanta importancia a la productividad y la eficiencia.


    ¿Encuentran relación entre estos datos y lo que venimos leyendo? ¿qué otra información consideran relevante para enriquecer nuestra lectura?
    Les dejo el Capítulo III, que es más extenso que los anteriores, pero mucho más dinámico sobre el final.


¡Nos leemos en comentarios!


 Flor.-

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 Música inspirada en Un mundo feliz 

Música para una lectura inmersiva

foto x @liliana.paladino.5



Un mundo feliz - Capítulo III


    Fuera, en el jardín, era la hora del recreo. Desnudos bajo el cálido sol de
junio, seiscientos o setecientos niños y niñas corrían de acá para allá
lanzando agudos chillidos y jugando a la pelota, o permanecían sentados
silenciosamente, entre las matas floridas, en parejas o en grupos de tres. Los
rosales estaban en flor, dos ruiseñores entonaban un soliloquio en la
espesura, y un cuco desafinaba un poco entre los tilos. El aire vibraba con el
zumbido de las abejas y los helicópteros.
    El director y los alumnos permanecieron algún tiempo contemplando a
un grupo de niños que jugaban a la Pelota Centrífuga. Veinte de ellos
formaban círculo alrededor de una torre de acero cromado. Había que
arrojar la pelota a una plataforma colocada en lo alto de la torre; entonces la
pelota caía por el interior de la misma hasta llegar a un disco que giraba
velozmente, y salía disparada al exterior por una de las numerosas aberturas
practicadas en la armazón de la torre. Y los niños debían atraparla.
    —Es curioso —musitó el director, cuando se apartaron del lugar—, es
curioso pensar que hasta en los tiempos de Nuestro Ford la mayoría de los
juegos se jugaban sin más aparatos que una o dos pelotas, unos pocos palos
y a veces una red. Imaginen la locura que representa permitir que la gente
se entregue a juegos complicados que en nada aumentan el consumo. Pura
locura. Actualmente los Interventores no aprueban ningún nuevo juego, a
menos que pueda demostrarse que exige cuando menos tantos aparatos
como el más complicado de los juegos ya existentes. —Se interrumpió
espontáneamente—. He aquí un grupito encantador —dijo, señalando.

    En una breve extensión de césped, entre altos grupos de brezos
mediterráneos, dos chiquillos, un niño de unos siete años y una niña que
quizá tendría un año más, jugaban —gravemente y con la atención
concentrada de unos científicos empeñados en una labor de investigación—
a un rudimentario juego sexual.
    —¡Encantador, encantador! —repitió el DIC, sentimentalmente.
    —Encantador —convinieron los muchachos, cortésmente.
    Pero su sonrisa tenía cierta expresión condescendiente: hacía muy poco
tiempo que habían abandonado aquellas diversiones infantiles, demasiado
poco para poder contemplarlas sin cierto desprecio. ¿Encantador? No eran
más que un par de chiquillos haciendo el tonto; nada más. Chiquilladas.
    —Siempre pienso… —empezó el director en el mismo tono sensiblero.
    Pero lo interrumpió un llanto bastante agudo.
    De unos matorrales cercanos emergió una enfermera que llevaba cogido
de la mano un niño que lloraba. Una niña, con expresión ansiosa, trotaba
pisándole los talones.
    —¿Qué ocurre? —preguntó el director.
    La enfermera se encogió de hombros.
    —No tiene importancia —contestó—. Solo que este chiquillo parece
bastante reacio a unirse en el juego erótico corriente. Ya lo había observado
dos o tres veces. Y ahora vuelve a las andadas. Empezó a llorar y…
—Honradamente —intervino la chiquilla de aspecto ansioso—, yo no
quise hacerle ningún daño. Es la pura verdad.
    —Claro que no, querida —dijo la enfermera, tranquilizándola—. Por
esto —prosiguió, dirigiéndose de nuevo al director— lo llevo a presencia
del Superintendente Ayudante de Psicología. Para ver si hay en él alguna
anormalidad.
    —Perfectamente —dijo el director—. Llévelo allá. Tú te quedas aquí,
chiquilla —agregó, mientras la enfermera se alejaba con el niño, que seguía
llorando—. ¿Cómo te llamas?
    —Polly Trotsky.
    —Un nombre muy bonito, como tú —dijo el director—. Anda, ve a ver
si encuentras a otro niño con quien jugar.
    La niña echó a correr hacia los matorrales y se perdió de vista.

—¡Exquisita criatura! —dijo el director, mirando en la dirección por
donde había desaparecido; y volviéndose después hacia los estudiantes,
prosiguió—: Lo que ahora voy a decirles puede parecer increíble. Pero
cuando no se está acostumbrado a la Historia, la mayoría de los hechos del
pasado parecen increíbles.
    Y les comunicó la asombrosa verdad. Durante un largo período de
tiempo, antes de la época de Nuestro Ford, y aun durante algunas
generaciones subsiguientes, los juegos eróticos entre chiquillos habían sido
considerados como algo anormal (estallaron sonoras risas); y no solo
anormal, sino realmente inmoral (¡No!), y, en consecuencia, estaban
rigurosamente prohibidos.
    Una expresión de asombrosa incredulidad apareció en los rostros de sus
oyentes. ¿Era posible que prohibieran a los pobres chiquillos divertirse? No
podían creerlo.
    —Hasta a los adolescentes se les prohibía —siguió el DIC—; a los
adolescentes como ustedes…
    —¡Es imposible!
    —Dejando aparte un poco de autoerotismo subrepticio y la
homosexualidad, nada estaba permitido.
    —¿
Nada?
    —En la mayoría de los casos, hasta que tenían más de veinte años.
    —¿Veinte años? —repitieron, como un eco, los estudiantes, en un coro
de incredulidad.
    —Veinte —repitió a su vez el director—. Ya les dije que les parecería
increíble.
    —Pero ¿qué pasaba? —preguntaron los muchachos—. ¿Cuáles eran los
resultados?
    —Los resultados eran terribles.
Una voz grave y resonante había intervenido inesperadamente en la
conversación.
    Todos se volvieron. A la vera del pequeño grupo se hallaba un
desconocido, un hombre de estatura media y cabellos negros, nariz
ganchuda, labios rojos y regordetes, y ojos oscuros, que parecían taladrar.
    —Terribles —repitió.

    En aquel momento, el DIC se hallaba sentado en uno de los bancos de
acero y caucho convenientemente esparcidos por todo el jardín; pero a la
vista del desconocido saltó sobre sus pies y corrió a su encuentro, con las
manos abiertas, sonriendo con todos sus dientes, efusivo.
    —¡Interventor! ¡Qué inesperado placer! Muchachos, ¿en qué piensan
ustedes? Les presento al interventor; es Su Fordería Mustafá Mond.
En las cuatro mil salas del Centro, los cuatro mil relojes eléctricos dieron
simultáneamente las cuatro. Voces etéreas sonaban por los altavoces:
    —Cesa el primer turno del día… Empieza el segundo turno del día…
Cesa el primer turno del día…
    En el ascensor, camino de los vestuarios, Henry Foster y el Director
Ayudante de Predestinación daban la espalda intencionadamente a Bernard
Marx, de la Oficina Psicológica, procurando evitar toda relación con aquel
hombre de mala fama.
    En el Almacén de Embriones, el débil zumbido y chirrido de las
máquinas todavía estremecía el aire escarlata. Los turnos podían sucederse;
una cara roja, luposa, podía ceder el lugar a otra; mayestáticamente y para
siempre, los trenes seguían reptando con su carga de futuros hombres y
mujeres.
    Lenina Crowne se dirigió hacia la puerta.
    ¡Su Fordería Mustafá Mond! A los estudiantes casi se les salían los ojos de
la cabeza. ¡Mustafá Mond! ¡El Interventor Residente de la Europa
Occidental! ¡Uno de los Diez Interventores Mundiales! Uno de los Diez… y
se sentó en el banco, con el DIC, e iba a quedarse, a quedarse, sí, y hasta a
dirigirles la palabra… ¡Directamente de labios del propio Ford!
    Dos chiquillos morenos emergieron de unos matorrales cercanos, les
miraron un momento con ojos muy abiertos y llenos de asombro, y luego
volvieron a sus juegos entre las hojas.
    —Todos ustedes recuerdan —dijo el Interventor; con su voz fuerte y
grave—, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada

frase de Nuestro Ford: «La Historia es una patraña —repitió lentamente—,
una patraña».
    Hizo un ademán con la mano, y fue como si con un invisible plumero
hubiese quitado un poco el polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea;
y algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia, y Cnosos y
Micenas. Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises, Job,
Júpiter, Gautama y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas
viejas motas de suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el
Celeste Imperio. Otro, y el lugar donde había estado Italia quedó desierto.
Otro, y desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y afuera con el 
Rey Lear y
los 
Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta de Pasión! Otro, ¡y basta de
Réquiem! Otro, ¡y basta de Sinfonía!; otro plumerazo y…
    

    —¿Irás al sensorama esta noche, Henry? —preguntó el Predestinador
Ayudante—. Me han dicho que el Filme del «Alhambra» es estupendo. Hay
una escena de amor sobre una alfombra de piel de oso; dicen que es algo
maravilloso. Aparecen reproducidos todos los pelos del oso. Unos efectos
táctiles asombrosos.
   

     —Por esto no se les enseña Historia —decía el Interventor—. Pero ahora ha
llegado el momento…
    El DIC le miró con inquietud. Corrían extraños rumores acerca de
viejos libros prohibidos ocultos en un arca de seguridad en el despacho del
Interventor. Biblias, poesías… ¡Ford sabía tantas cosas!
Mustafá Mond captó su mirada ansiosa, y las comisuras de sus rojos
labios se fruncieron irónicamente.
    —Tranquilícese, director —dijo en leve tono de burla—. No voy a
corromperlos.
    El DIC quedó abrumado de confusión.
    

    Los que se sienten despreciados procuran aparecer despectivos. La sonrisa
que apareció en el rostro de Bernard Marx era ciertamente despreciativa.

¡Todos los pelos del oso! ¡Vaya!
    —Haré todo lo posible por ir —dijo Henry Foster.

    Mustafá Mond se inclinó hacia delante y agitó el dedo índice hacia ellos.
    —Basta que intenten comprenderlo —dijo, y su voz provocó un extraño
escalofrío en los diafragmas de sus oyentes—. Intenten comprender el
efecto que producía tener una madre vivípara.
    De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió
siquiera la posibilidad de sonreír.
    —Intenten imaginar lo que significaba vivir con la propia familia.
    Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito.
    —¿Y saben ustedes lo que era un hogar?
    Todos movieron negativamente la cabeza.
    Emergieron de su sótano oscuro y escarlata, Lenina Crowne subió diecisiete
pisos, torció a la derecha al salir del ascensor, avanzó por un largo pasillo y,
abriendo la puerta del vestuario femenino, se zambulló en un caos
ensordecedor de brazos, senos y ropa interior. Torrentes de agua caliente
caían en un centenar de bañeras o salían borboteando de ellas por los
desagües. Zumbando y silbando, ochenta máquinas para masaje —que
funcionaban a base de vacío y vibración— amasaban simultáneamente la
carne firme y tostada por el sol de ochenta soberbios ejemplares femeninos
que hablaban todos a voz en grito. Una máquina de Música Sintética
susurraba un solo de supercorneta.
    —Hola, Fanny —dijo Lenina a la muchacha que tenía el perchero y el
armario junto al suyo.
    Fanny trabajaba en la Sala de Envasado y se llamaba también Crowne
de apellido. Pero como entre los dos mil millones de habitantes del planeta
debían repartirse solo diez mil nombres, esta coincidencia nada tenía de
sorprendente.
    Lenina tiró de sus cremalleras —hacia abajo la de la chaqueta, hacia
abajo, con ambas manos, las dos cremalleras de los pantalones, y hacia

abajo también para la ropa interior—, y, sin más que las medias y los
zapatos, se dirigió hacia el baño.
    

    Hogar, hogar… Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una
mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de
todas las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada;
oscuridad, enfermedades y malos olores.
    (La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan vívida que uno
de los muchachos, más sensible que los demás, palideció ante la mera
descripción del mismo y estuvo a punto de marearse).
    

    Lenina salió del baño, se secó con la toalla, cogió un largo tubo flexible
incrustado en la pared, apuntó con él a su pecho, como si se dispusiera a
suicidarse, y oprimió el gatillo. Una oleada de aire caliente la cubrió de
finísimos polvos de talco. Ocho diferentes perfumes y agua de Colonia se
hallaban a su disposición con solo maniobrar los pequeños grifos situados
en el borde del lavabo. Lenina abrió el tercero de la izquierda, se perfumó
con esencia de Chipre, y, llevando en la mano los zapatos y las medias,
salió a ver si estaba libre alguno de los aparatos de masaje.
    

    Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente.
    Psíquicamente, era una conejera, un estercolero, lleno de fricciones a causa
de la vida en común, hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades
asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los
miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba
constantemente por los hijos (sus hijos)…, se preocupaba por ellos como
una gata por sus pequeños; pero como una gata que supiera hablar, una gata
que supiera decir: «Nene mío, nene mío una y otra vez. Nene mío, y, ¡oh, en
mi pecho, sus manitas, su hambre, y ese placer mortal e indecible! Hasta
que al fin mi niño se duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca
leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme…».

    —Sí —dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza—, con razón se
estremecen ustedes.

    —¿Con quién saldrás esta noche? —preguntó Lenina, volviendo de su
masaje con un resplandor rosado, como una perla iluminada desde dentro.
    —Con nadie.
    Lenina arqueó las cejas, asombrada.
    —Últimamente no me he encontrado muy bien —explicó Fanny—. El
doctor Wells me aconsejó tomar Sucedáneo de Embarazo.
    —¡Pero si solo tienes diecinueve años! El primer Sucedáneo de
Embarazo no es obligatorio hasta los veintiuno.
    —Ya lo sé, mujer. Pero hay personas a quienes les conviene empezar
antes. El doctor Wells me dijo que las morenas de pelvis ancha, como yo,
deberían tomar el primer Sucedáneo de Embarazo a los diecisiete. De modo
que en realidad llevo dos años de retraso y no de adelanto.
    Abrió la puerta de su armario y señaló la hilera de cajas y ampollas
etiquetadas del primer estante.
    «
JARABE DE CORPUS LUTEUM». Lenina leyó los nombres en voz alta.
«Ovalina fresca, garantizada; fecha de caducidad: 1 de agosto de 632 d. F.
Extracto de glándulas mamarias: tómese tres veces al día, antes de las
comidas, con un poco de agua. Placentina; inyectar 5 cc cada tres días
(intravenosa)…».
    —¡Huy! —Estremecióse Lenina—. ¡Con lo poco que me gustan las
intravenosas! ¿Y a ti?
    —Tampoco me gustan. Pero cuando son para nuestro bien…
    Fanny era una muchacha particularmente juiciosa.

    Nuestro Ford —o nuestro Freud, como, por alguna razón inescrutable,
decidió llamarse él mismo cuando hablaba de temas psicológicos—.
Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros de la vida
familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente, estaba lleno
de miseria; lleno de madres, y, por consiguiente, de todas las formas de

perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos,
hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios.
    —Y sin embargo, entre los salvajes de Samoa, en ciertas islas de la
costa de Nueva Guinea…
    El sol tropical relucía como miel caliente sobre los cuerpos desnudos de
los chiquillos que retozaban promiscuamente entre las flores de hibisco. El
hogar estaba en cualquiera de las veinte casas con tejado de hojas de
palmera. En las Trobiands, la concepción era obra de los espíritus
ancestrales; nadie había oído hablar jamás de padre.
    —Los extremos se tocan —dijo el Interventor—. Por la sencilla razón
de que fueron creados para tocarse.

    —El doctor Wells dice que una cura de tres meses a base de Sucedáneo de
Embarazo mejorará mi salud durante los tres o cuatro años próximos.
    —Espero que esté en lo cierto —dijo Lenina—. Pero, Fanny, ¿de veras
quieres decir que durante estos tres meses se supone que no vas a…?
    —¡Oh, no, mujer! Solo durante una o dos semanas, y nada más. Pasaré
la noche en el club, jugando al Bridge Musical. Supongo que tú sí saldrás,
¿no?
    Lenina asintió con la cabeza.
    —¿Con quién?
    —Con Henry Foster.
    —¿Otra vez? —El rostro afable, un tanto lunar, de Fanny cobró una
expresión de asombro dolido y reprobador—. ¡No me digas que 
todavía
sales con Henry Foster!

    Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero había también maridos,
mujeres, amantes. Había también monogamia y romanticismo.
    —Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo esto —dijo
Mustafá Mond.
    Los estudiantes asintieron.
    Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo en todo, en todo una
concentración del interés, una canalización del impulso y la energía.

    —Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mundo —
concluyó el Interventor, citando el proverbio hipnopédico.
    Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una
afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían
obligado a aceptar, no solo como cierta sino como axiomático, evidente,
absolutamente indiscutible.

—Bueno, al fin y al cabo —protestó Lenina— solo hace unos cuatro meses
que salgo con Henry.
    —¡
Solo cuatro meses! ¡Me gusta! Y lo que es peor —prosiguió Fanny,
señalándola con un dedo acusador— es que en todo este tiempo no ha
habido en tu vida nadie, excepto Henry, ¿verdad?
    Lenina se sonrojó violentamente; pero sus ojos y el tono de su voz
siguieron desafiando a su amiga.
    —No, nadie más —contestó, casi con truculencia—. Y no veo por qué
debería haber habido alguien más.
    —¡Vaya! ¡La niña no ve por qué! —repitió Fanny, como dirigiéndose a
un invisible oyente situado detrás del hombro izquierdo de Lenina. Luego,
cambiando bruscamente de tono, añadió—: En serio. La verdad es que creo
que deberías andar con cuidado. Está muy mal eso de seguir así con el
mismo hombre. A los cuarenta o cuarenta y cinco años, todavía… Pero ¡a tu
edad, Lenina! No, no puede ser. Y sabes muy bien que el DIC se opone
firmemente a todo lo que sea demasiado intenso o prolongado…

    —Imaginen un tubo que encierra agua a presión. —Los estudiantes se lo
imaginaron—. Practico en el mismo un solo agujero —dijo el Interventor
—. ¡Qué hermoso chorro!
    Lo agujereó veinte veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.
    «Hijo mío. Hijo mío…».
    «¡Madre!».
    La locura es contagiosa.
    «Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa…».

    Madre, monogamia, romanticismo… La fuente brota muy alta; el chorro
surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío,
hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos
y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las
cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con
madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido
condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con
todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar
que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en
soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser
estables?

    —Claro que no tienes necesidad de dejarle. Pero sal con algún otro de vez
en cuando. Esto basta. Él va con otras muchachas, ¿no es verdad?
Lenina lo admitió.
    —Claro que sí. Henry Foster es un perfecto caballero, siempre correcto.
Además, tienes que pensar en el director. Ya sabes que es muy
quisquilloso…
    Asintiendo con la cabeza, Lenina dijo:
    —Esta tarde me ha dado una palmadita en el trasero.
    —¿Lo ves? —Fanny se mostraba triunfal—. Esto te demuestra qué es lo
que importa por encima de todo. El convencionalismo más estricto.

    —Estabilidad —dijo el Interventor—, estabilidad. No cabe civilización
alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad
individual.
    Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudiantes se
sentían más grandes, más ardientes.
    La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la
muerte. Un millar de millones se arrastraban por la corteza terrestre. Las
ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años llegaron a los dos mil
millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento cincuenta semanas de

nuevo hay solo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han
perecido de hambre.
    Las ruedas deben girar continuamente, pero no al azar. Debe haber
hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en
sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su contentamiento.
    Si gritan: «Hijo mío, madre mía, mi único amor»; si chillan de dolor,
deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza… ¿cómo pueden
cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas… Sería muy
difícil enterrar o quemar los cadáveres de millares y millares y millares de
hombres y mujeres.

    —Y al fin y al cabo —el tono de voz de Fanny era un arrullo—, no veo que
haya nada doloroso o desagradable en el hecho de tener a uno o dos
hombres además de Henry. Teniendo en cuenta todo esto, 
deberías ser un
poco más promiscua…

    —Estabilidad —insistió el Interventor—, estabilidad. La necesidad primaria
y última. Estabilidad. De ahí todo esto.
    Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio
del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos semiocultos en la
espesura o corriendo por los prados.

    Lenina movió negativamente la cabeza.
    —No sé por qué —musitó— últimamente no me he sentido muy bien
dispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe. ¿Nunca lo
has sentido así, Fanny?
    Fanny asintió con simpatía y comprensión.
    —Pero es preciso hacer un esfuerzo —dijo sentenciosamente—, es
preciso tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a
todo el mundo.
    —Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo —repitió Lenina
lentamente; y, suspirando, guardó silencio un momento; después, cogiendo

la mano de Fanny, se la estrechó ligeramente—. Tienes toda la razón,
Fanny. Como siempre. Haré un esfuerzo.

    Los impulsos coartados se derraman, y el derrame es sentimiento, el
derrame es pasión, el derrame es incluso locura; ello depende de la fuerza
de la corriente. Y de la altura y la resistencia del dique. La corriente que no
es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente, bajando por los canales
predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.
    El embrión está hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la
sangre gira a ochocientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora;
inmediatamente aparece una enfermera con un frasco de secreción externa.
Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su
consumación. Abreviad este intervalo, derribad esos viejos diques
innecesarios.
    —¡Afortunados muchachos! —dijo el Interventor—. No se ahorraron
esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocionalmente fáciles, para
preservarles, en la medida de lo posible, de toda emoción.
    —¡Ford está en su viejo carromato! —murmuró el DIC—. Todo marcha
bien en el mundo.

    —¿Lenina Crowne? —dijo Henry Foster, repitiendo la pregunta del
Predestinador Ayudante mientras cerraba la cremallera de sus pantalones—.
Es una muchacha estupenda. Maravillosamente neumática. Me sorprende
que no la hayas poseído.
    —La verdad es que no comprendo cómo pudo ser —dijo el
Predestinador Ayudante—. Pero lo haré. En la primera ocasión.
    Desde su lugar, en el extremo opuesto de la nave del vestuario, Bernard
Marx oyó lo que decían y palideció.

    —Si quieres que te diga la verdad —dijo Lenina—, lo cierto es que
empiezo a aburrirme un poco a fuerza de no tener más que a Henry día tras
día. —Se puso la media de la pierna izquierda—. ¿Conoces a Bernard

Marx? —preguntó en un tono cuya excesiva indiferencia era evidentemente
forzada.
    Fanny pareció sobresaltada.
    —No me digas que…
    —¿Por qué no? Bernard es un Alfa-Más. Además, me pidió que fuera a
una de las Reservas para Salvajes con él. Siempre he deseado ver una
Reserva para Salvajes.
    —Pero ¿y su mala fama?
    —¿Qué me importa su reputación?
    —Dicen que no le gusta el Golf de Obstáculos.
    —Dicen, dicen… —se burló Lenina.
    —Además, se pasa casi todo el tiempo solo, solo.
    En la voz de Fanny sonaba una nota de horror.
    —Bueno, en todo caso no estará tan solo cuando esté conmigo. No sé
por qué todo el mundo lo trata tan mal. Yo lo encuentro muy agradable.
    Sonrió para sí; ¡cuán absurdamente tímido se había mostrado Bernard!
    Asustado casi, como si ella fuese un Interventor Mundial y él un mecánico
Gamma-Menos.

    —Consideren sus propios gustos —dijo Mustafá Mond—. ¿Ha encontrado
jamás alguno de ustedes un obstáculo insalvable?
    La pregunta fue contestada con un silencio negativo.
    —¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado a esperar largo tiempo
entre la conciencia de un deseo y su satisfacción?
    —Bueno… —empezó uno de los muchachos; y vaciló.
    —Hable —dijo el DIC—. No haga esperar a Su Fordería.
    —Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas antes de que la
muchacha que yo deseaba me permitiera ir con ella.
    —¿Y sintió usted una fuerte emoción?
    —¡Horrible!
    —Horrible; exactamente —dijo el Interventor—. Nuestros antepasados
eran tan estúpidos y cortos de miras que cuando aparecieron los primeros

reformadores y ofrecieron librarles de estas horribles emociones, no
quisieron ni escucharles.
    

    —Hablan de ella como si fuese un trozo de carne. —Bernard rechinó los
dientes—. La he probado, no la he probado. Como un cordero. La rebajan a
la categoría de cordero, ni más ni menos. Ella dijo que lo pensaría y que me
contestaría esta semana. ¡Oh, Ford, Ford, Ford!
    Sentía deseos de acercarse a ellos y pegarles en la cara, duro, fuerte una
y otra vez.
    —De veras, te aconsejo que la pruebes —decía Henry Foster.

    —¡Es tan feo! —dijo Fanny.
    —Pues a mí me gusta su aspecto.
    —¡Y tan 
bajo!
    Fanny hizo una mueca; la poca estatura era típica de las castas bajas.
    —Yo lo encuentro muy simpático —dijo Lenina—. Me hace sentir
deseos de mimarlo. ¿Entiendes? Como a un gato.
    Fanny estaba sorprendida y disgustada.
    —Dicen que alguien cometió un error cuando todavía estaba envasado;
creyó que era un Gamma y puso alcohol en su ración de sucedáneo de la
sangre. Por eso es tan canijo.
    —¡Qué tonterías!
    Lenina estaba indignada.
    

    —La enseñanza mediante el sueño estuvo prohibida en Inglaterra. Había
allá algo que se llamaba Liberalismo. El Parlamento, suponiendo que
ustedes sepan lo que era, aprobó una ley que la prohibía. Se conservan los
archivos. Hubo discursos sobre la libertad, a propósito de ello. Libertad
para ser consciente y desgraciado. Libertad para ser una clavija redonda en
un agujero cuadrado.


    —Pero, mi querido amigo, con mucho gusto, te lo aseguro. Con mucho
gusto. —Henry Foster dio unas palmadas al hombro del Predestinador
Ayudante—. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo.

    «Cien repeticiones tres noches por semana, durante cuatro años —pensó
Bernard Marx, que era especialista en hipnopedia—. Sesenta y dos mil
cuatrocientas repeticiones crean una verdad. ¡Idiotas!».
    —O el sistema de Castas. Constantemente propuesto, constantemente
rechazado. Existía entonces la llamada democracia. Como si los hombres
fuesen iguales no solo fisicoquímicamente.

    —Bueno, lo único que puedo decir es que aceptaré su invitación.

    Bernard los odiaba, los odiaba. Pero eran dos, y eran altos y fuertes.
    

    —La Guerra de los Nueve Años empezó en el año 141 d. F.

    —Aunque fuese verdad lo de que le pusieron alcohol en el sucedáneo de la
sangre.
    —Cosa que, simplemente, no puedo creer —concluyó Lenina.

    —El estruendo de catorce mil aviones avanzando en formación abierta.
Pero en la Kurfurstendamm y en el Huitième Arrondissement, la explosión
de las bombas de ántrax apenas produce más ruido que el de una bolsa de
papel al estallar.

    —Porque quiero ver una Reserva de Salvajes.

    —CH3C6H2(NO2)+ Hg (CNO)= ¿a qué? Un enorme agujero en el suelo,
un montón de ruinas, algunos trozos de carne y de mucus, un pie, con la
bota puesta todavía, que vuela por los aires y aterriza, ¡plas!, entre los
geranios, los geranios rojos… ¡Qué espléndida floración, aquel verano!

    —No tienes remedio, Lenina; te dejo por lo que eres.

    —La técnica rusa para infectar las aguas era particularmente ingeniosa.

    De espaldas, Fanny y Lenina siguieron vistiéndose en silencio.

    —La Guerra de los Nueve Años, el gran Colapso Económico. Había que
elegir entre Dominio Mundial o destrucción. Entre estabilidad y…

    —Fanny Crowne también es una chica estupenda —dijo el Predestinador
Ayudante.

    En las Guarderías, la lección de Conciencia de Clase Elemental había
terminado, y ahora las voces se encargaban de crear futura demanda para la
futura producción industrial. «Me gusta volar —murmuraban—, me gusta
volar, me gusta tener vestidos nuevos, me gusta…».

    —El liberalismo, desde luego, murió de ántrax. Pero las cosas no pueden
hacerse por la fuerza.

    —No tan neumática como Lenina. Ni mucho menos.

    —Pero los vestidos viejos son feísimos —seguía diciendo el incansable
murmullo—. Nosotros siempre tiramos los vestidos viejos. Tirarlos es
mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es
mejor…

    —Gobernar es legislar, no pegar. Se gobierna con el cerebro y las nalgas,
nunca con los puños. Por ejemplo, había la obligación de consumir, el
consumo obligatorio…

    —Bueno, ya estoy —dijo Lenina; pero Fanny seguía muda y dándole la
espalda—. Hagamos las paces, querida Fanny.

    —Todos los hombres, las mujeres y los niños eran obligados a consumir un
tanto al año. En beneficio de la industria. El único resultado…

    —Tirarlos es mejor que remendarlos. A más remiendos, menos dinero; a
más remiendos, menos dinero; a más remiendos…

    —Cualquier día —dijo Fanny, con énfasis dolorido— vas a meterte en un
lío.

    —La oposición consciente en gran escala. Cualquier cosa con tal de no
consumir. Retorno a la Naturaleza.

    —Me gusta volar, me gusta volar.

    —¿Estoy bien? —preguntó Lenina.
    Llevaba una chaqueta de tela de acetato verde botella, con puños y
cuello de viscosa verde.


    —Ochocientos partidarios de la Vida Sencilla fueron liquidados por las
ametralladoras en Golders Green.

    —Tirarlos es mejor que remendarlos, tirarlos es mejor que remendarlos.

    —Luego se produjo la matanza del Museo Británico. Dos mil fanáticos de
la cultura gaseados con sulfuro de dicloretil.

    Un gorrito de jockey verde y blanco sombreaba los ojos de Lenina; sus
zapatos eran de un brillante color verde, y muy lustrosos.

    —Al fin —dijo Mustafá Mond—, los Interventores comprendieron que el
uso de la fuerza era inútil. Los métodos más lentos, pero infinitamente más
seguros, de la Ectogenesia, el condicionamiento neopavloviano y la
hipnopedia…

    Y alrededor de la cintura, Lenina llevaba una cartuchera de sucedáneos de
cuero verde, montada en plata, completamente llena (puesto que Lenina no
era hermafrodita) de productos anticoncepcionales reglamentarios.

    —Al fin se emplearon los descubrimientos de Pfitzner y Kawaguchi. Una
propaganda intensiva contra la reproducción vivípara…

    —¡Perfecta…! —gritó Fanny, entusiasmada. Nunca podía resistirse mucho
rato al hechizo de Lenina—. ¡Qué cinturón Maltusiano tan 
mono!

    —Coordinada con una campaña contra el Pasado; con el cierre de los
museos, la voladura de los monumentos históricos (afortunadamente la

mayoría de ellos ya habían sido destruidos durante la Guerra de los Nueve
años); con la supresión de todos los libros publicados antes del año 150 d.
F…

    —No cejaré hasta conseguir uno igual —dijo Fanny.

    —Había una cosa que llamaban «pirámides», por ejemplo.

    —Mi vieja bandolera de charol…

    —Y un tipo llamado Shakespeare. Claro que ustedes no han oído hablar
jamás de estas cosas.

    —Es una auténtica desgracia, mi bandolera.

    —Estas son las ventajas de una educación realmente científica.

    —A más remiendos, menos dinero; a más remiendos, menos…

    —La introducción del primer modelo T de Nuestro Ford…

    —Hace ya cerca de tres meses que lo llevo…

    —… Fue elegida como fecha de iniciación de la nueva Era.

    —Tirarlos es mejor que remendarlos; tirarlos es mejor…
    

    —Había una cosa, como dije antes, llamada Cristianismo.

    —Tirarlos es mejor que remendarlos.

    —La moral y la filosofía del subconsumo…

    —Me gustan los vestidos nuevos, me gustan los vestidos nuevos, me
gustan…

    —Tan esenciales cuando había subproducción; pero en una época de
máquinas y de la fijación del nitrógeno, eran un auténtico crimen contra la
sociedad.

    —Me lo regaló Henry Foster.

    —Se cortó el remate a todas las cruces y quedaron convertidas en T. Había
también una cosa llamada Dios.

    —Es verdadera imitación de tafilete.

    —Ahora tenemos el Estado Mundial. Y las fiestas del Día de Ford, y los
Cantos de la Comunidad, y los Servicios de Solidaridad.

    «¡Ford, cómo los odio!», pensaba Bernard Marx.

    —Había otra cosa llamada Cielo; sin embargo, solían beber enormes
cantidades de alcohol.


    «Como carne; exactamente lo mismo que si fuera carne».

    —Había una cosa llamada «alma» y otra llamada «inmortalidad».

    —Pregúntale a Henry dónde lo consiguió.

    —Pero solían tomar morfina y cocaína.

    «Y lo peor del caso es que ella es la primera en considerarse como simple carne».

    —En el año 178 d.F., se subvencionó a dos mil farmacólogos y bioquímicos…

    —Parece malhumorado —dijo el Predestinador Ayudante, señalando a Bernard Marx.

    —Seis años después se producía ya comercialmente la droga perfecta.
    

    —Vamos a tirarle de la lengua.


    —Eufórica, narcótica, agradablemente alucinante.

    —Estás melancólico, Marx. —La palmada en la espalda lo sobresaltó. Levantó los ojos. Era aquel bruto de Henry Foster—. Necesitas un gramo de soma.

    —Todas las ventajas del cristianismo y del alcohol; y ninguno de sus inconvenientes.

    «¡Ford, me gustaría matarle!». Pero no hizo más que decir: «No, gracias», al tiempo que rechazaba el tubo de tabletas que le ofrecía.

    —Uno puede tomarse unas vacaciones de la realidad siempre que se le antoje, y volver de las mismas sin siquiera un dolor de cabeza o una mitología.

    
    —Tómalo —insistió Henry Foster—, tómalo.

    —La estabilidad quedó prácticamente asegurada.

    —Un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos —dijo el Presidente Ayudante, citando una frase de sabiduría hipnopédica.

    —Solo faltaba conquistar la vejez.

    —¡Al cuerno! —gritó Bernard Marx.

    —¡Qué picajoso!

    —Hormonas gonadales, transfusión de sangre joven, sales de magnesio…

    —Y recuerda que un gramo es mejor que un terno. Y los dos salieron, riendo.

    —Todos los estigmas fisiológicos de la vejez han sido abolidos. Y con ellos, naturalmente…
   

     —No se te olvide preguntarle lo del cinturón Maltusiano —dijo Fanny.

    —… Y con ellos, naturalmente, todas las peculiaridades mentales del anciano. Los caracteres permanecen constantes a través de toda la vida.

    —… Dos vueltas de Golf de Obstáculos que terminar antes de que oscurezca. Tengo que darme prisa.

    —Trabajo, juegos… A los sesenta años nuestras fuerzas son exactamente las mismas que a los diecisiete. En la Antigüedad, los viejos solían renunciar, retirarse, entregarse a la religión, pasarse el tiempo leyendo, pensando… ¡Pensando!

    «¡Idiotas, cerdos!», se decía Bernard Marx, mientras avanzaba por el pasillo en dirección al ascensor.

    —En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar; y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones,
siempre queda el 
soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la luna; y vuelven cuando se sienten ya al otro lado de la grieta, a salvo en la tierra firme del trabajo y la distracción cotidianos, pasando de sensorama a sensorama, de muchacha a muchacha neumática, de Campo de Golf Electromagnético a…

    —¡Fuera, chiquilla! —gritó el DIC, enojado—. ¡Fuera, peque! ¿No veis que el Interventor está atareado? ¡Id a hacer vuestros juegos eróticos a otra parte!

    
    —¡Pobres chiquillos! —dijo el Interventor.

    Lenta, majestuosamente, con un débil zumbido de maquinaria, los trenes seguían avanzando, a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. En la rojiza oscuridad centelleaban innumerables rubíes.

Comentarios

  1. La clonación como solución a los problemas laborales, en un estado absoluto que controla a través de la hipnosis los deseos de la gente. El consumo como forma suprema de existir y el escapismo de las drogas, el desprecio hacia lo diferente, el arte, y el pensamiento inculcado para no mezclar "las castas". Sexo, drogas y películas acertado para nuestros tiempos ¿Con que elegimos alienarnos hoy? ¿Con que nueva app nos van a controlar? Jóvenes que estan diseñados para no preguntarse nada y disfrutar de las bondades de nuestra tecnología en el año 2024 de nuestro señor Elon Musk.

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    1. Posta que Musk podría ser el Ford de nuestra época.

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  2. El capítulo es largo y eso hace que sea un poco difícil comentarlo, porque pasan varias cosas. Al principio decís "ok, creo que la ESI no funciona así pero como no fui gestado artificialmente mejor no opino". Después te reís de los nombres jaja Marx jaja Lenina. Al final te sentís terminando un muy buen capítulo de una serie, con el cambio de escena constante, un personaje dice algo, otro dice otra cosa pero en otra conversación, un niño desnudo corre, vuelan pájaros (en realidad no, no sé si hay pájaros), alguien ríe, Lenina termina de ponerse una media de red, no sabía qué ponerse y se puso linda, el director carraspea, un estudiante levanta la mano para hacer una pregunta. Podría ser un final de tenporada.

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    1. jajajajaj gran comentario.
      Lenina, Marx y no olvidemos a la pequeña Polly Trotsky.

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  3. Estoy promediando este capítulo pero a propósito del fordismo se me vino la peli Tiempos Modernos de Chaplin...

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  4. Esta parte "—Luego se produjo la matanza del Museo Británico. Dos mil fanáticos de
    la cultura gaseados con sulfuro de dicloretil." me trajo a días pasados cuando las fuerzas atacaron a la gente con gas en las últimas marchas. Y uno ya sabe que tiene que llevar para tratarse en el momento,y que no, por ejemplo agua. ¿Por qué tenemos que saber eso de primera mano en vez de como sembrar vegetales?

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    1. ¿Y qué me dicen de esto ?
      "—En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos
      cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con
      el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar;"
      ¡Es terrible! en estos días justamente quieren estirar la edad de jubilación.

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    2. La conexión de esta distopía con nuestro presente es descorazonadora.

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