1984 - Tercera parte - Capítulo V + Versión teatral 1984

Y llegamos al anteúltimo capítulo de la novela.

¿Alguien más sufriendo esta condena de la tercera parte?

Decidí para esta entrada compartirles trailers o avances (una incluso está completa) de adaptaciones al teatro de 1984 a través del tiempo. ¿Conocían o vieron alguna?





Encontré también esto y lo comparto: Diseño escenográfico para la adaptación escénica de 1984 de George Orwell, por Sonia Navarro Cano. 

Espero que disfruten como yo las obras y ramificaciones en todas las ramas del arte que ha originado esta novela. Estoy muy contenta con que hayamos sostenido este espacio.

Nos vemos en el último capítulo.


Parte tercera - Capítulo V


    En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston —o creyó saber
— hacia dónde se hallaba, aproximadamente, en el enorme edificio sin
ventanas. Probablemente había pequeñas diferencias en la presión del aire.
    Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del
suelo. La habitación donde O’Brien lo había interrogado estaba cerca del
techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros bajo tierra. Lo más
profundo a que se podía llegar.
    Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston
no se fijó más que en dos mesitas ante él, cada una de ellas cubierta con
gamuza verde. Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la otra más
lejos, cerca de la puerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que
no se podía mover en absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le
tenía sujeta por detrás una especie de almohadilla obligándole a mirar de
frente.
    Se quedó solo un momento. Luego se abrió la puerta y entró O’Brien.
—Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que
ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del
mundo.
    La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto
hecho de alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la
mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O’Brien, no podía
Winston ver lo que era aquello.
    —Lo peor del mundo —continuó O’Brien— varía de individuo a
individuo. Puede ser que le entierren vivo o morir quemado, o ahogado o de
muchas otras maneras. A veces se trata de una cosa sin importancia, que ni
siquiera es mortal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.
    Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que
había en la mesa. Era una jaula alargada con un asa arriba para llevarla. En
la parte delantera había algo que parecía una careta de esgrima con la parte
cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver
que la jaula se dividía a lo largo en dos departamentos y que algo se movía
dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.
    —En tu caso —dijo O’Brien—, lo peor del mundo son las ratas.
    Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblor
premonitorio, un miedo a no sabía qué. Pero ahora, al comprender para qué
servía aquella careta de alambre, parecían deshacérsele los intestinos.
    —¡No puedes hacer eso! —gritó con voz descompuesta—. ¡Es
imposible! ¡No puedes hacerme eso!
    —¿Recuerdas —dijo O’Brien— el momento de pánico que surgía
repetidas veces en tus sueños? Había frente a ti un muro de negrura y en los
oídos te vibraba un fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo
terrible. Sabías que sabías lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu
consciencia. Pues bien, lo que había al otro lado del muro eran ratas.
    —¡O’Brien! —dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz
—. Sabes muy bien que esto no es necesario. ¿Qué quieres que diga?
    O’Brien no contestó directamente. Había hablado con su característico
estilo de maestro de escuela. Miró pensativo al vacío, como si estuviera
dirigiéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.
    —El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es
capaz de resistir el dolor incluso hasta bordear la muerte. Pero para todos
hay algo que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera se
puede pensar en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo
desde una gran altura, no es cobardía que te agarres a una cuerda que
encuentres a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo de un río, no es
cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser
desobedecido. Lo mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más
intolerable del mundo, constituyen una presión que no puedes resistir
aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te
pide.
    —Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?
    O’Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston,
colocándola cuidadosamente sobre la gamuza. Winston podía oírse la
sangre zumbándole en los oídos. Sentíase más abandonado que nunca.
    Estaba en medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado
por el sol y le llegaban todos los sonidos desde distancias
inconmensurables. Sin embargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos
metros de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que el hocico de las
ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel es parda en vez de gris.
    —La rata —dijo O’Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible
—, a pesar de ser un roedor, es carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que
suele ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles, las
mujeres no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco
minutos. Las ratas los atacan, y bastaría muy poco tiempo para que sólo
quedaran de ellos los huesos. También atacan a los enfermos y a los
moribundos. Demuestran poseer una asombrosa inteligencia para conocer
cuándo está indefenso un ser humano.
    Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una gran
distancia. Las ratas luchaban entre ellas; querían alcanzarle a través de la
división de alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido. Ese
gemido era suyo.
    O’Brien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un
resorte. Winston hizo un frenético esfuerzo por desligarse de la silla. Era
inútil: todas las partes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban
inmovilizadas perfectamente. O’Brien le acercó más la jaula. La tenía
Winston a menos de un metro de su cara.
    —He apretado el primer resorte —dijo O’Brien—. Supongo que
comprenderás cómo está construida esta jaula. La careta se adaptará a tu
cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se
levantará el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán
contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez cómo se lanza una rata por el
aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras
veces se abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.
    La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de
chillidos que parecían venir de encima de su cabeza. Luchó curiosamente
contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio
segundo…, pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de
las ratas le dio en el olfato como si hubiera recibido un tremendo golpe.
Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía negro.    
    Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba
desesperadamente. Sin embargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea.
Sólo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro ser humano, el
cuerpo de otro ser humano entre las ratas y él.
    El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la
visión de todo lo que no fuera la puertecita de alambre situada a dos palmos
de su cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas saltaba
alocada, mientras que la otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas
rosadas y husmeaba con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes
amarillos. Otra vez se apoderó de él un negro pánico. Estaba ciego,
desesperado, con el cerebro vacío.
    —Era un castigo muy corriente en la China imperial —dijo O’Brien, tan
didáctico como siempre.
    La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas.
    Luego…, no, no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de
esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había
comprendido de pronto que en todo el mundo sólo había una persona a la
que pudiese transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas
y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
    —¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me
importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos.
¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
    Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las
ratas a vertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había
pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los
océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares,
alejándose sin cesar de las ratas… Se encontraba ya a muchos años-luz de
distancia, pero O’Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el
alambre, en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro
chasquido metálico y sabía que el primer resorte había vuelto a funcionar y
la jaula no había llegado a abrirse.


Comentarios

  1. Recién veo que se posteó un video repetido XD

    Me pregunto de verdad si la dictadura militar se nos metió en el adn o es que cuento con demasiada información, y esta escena de las ratas me lleva ahí por eso mismo.
    De hecho no interpreté cómo funcionaba la máscara que le pusieron a Winston porque no quise entender.

    Este capítulo es de lo peor. Pasemos a lo que sigue.

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  2. Hasta ahora seguía teniendo esperanzas de que todo sea una prueba (exagerada) de la Hermandad, pero todo indica que no 🤷‍♀️

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