1984 - Tercera parte - Capítulo IV + Citas de 1984



Estamos en los últimos capítulos de la novela.
¿Algunx de ustedes está subrayando el libro o tomando notas? ¿toman fotos a las páginas?
Al principio yo subrayaba el libro. Luego me acostumbré a tomar notas en el celular para hacer los comentarios en este blog. Algunas frases épicas las hemos compartido en el Whatsapp del club.

Para esta entrada les dejo una selección de citas de 1984, seleccionadas por Revista Cítrica/ La tinta, en su nota titulada: 1984 de Orwell, la madre de todas las distopías (clic en el título para leerla).


«Si quieres guardar un secreto, también debes esconderlo de ti mismo».

«Aquel que controla el pasado, controla el futuro. El que controla el presente, controla el pasado «.

«Si quieres una imagen del futuro, imagina un borceguí que patea en una cara humana, para siempre».

«La guerra es paz. Libertad es esclavitud. Ignorancia es fuerza».

«El Gran Hermano te está mirando».

«Doublethink (doble pensamiento) significa el poder de mantener dos creencias contradictorias en la mente de uno, simultáneamente, y aceptar a los dos».

«Hasta que llegaron a ser conscientes de que nunca se rebelarán; y hasta después de que se han rebelado, no podrán llegar a ser conscientes».

«La elección de la humanidad se encuentra entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la humanidad, la felicidad es mejor».

«El Partido busca el poder por sí mismo. No nos interesa el bien de los demás; sólo nos interesa el poder, el poder puro».

«El poder está desgarrando las mentes humanas en pedazos, y juntándolas en formas nuevas de su propia elección».

«La ortodoxia significa no pensar, no necesitar pensar. La ortodoxia es la inconsciencia».

«Pues, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos hacen cuatro? ¿O que la fuerza de la gravedad funciona? ¿O que el pasado es inmutable? Si tanto el pasado como el mundo externo existen sólo en la mente, y si la mente misma es controlable, ¿qué?».

«El poder no es un medio; es un fin. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; uno hace la revolución para establecer la dictadura. El objeto de la persecución es la persecución. El objeto de la tortura es la tortura. El objeto del poder es el poder».

¿Tienen anotada alguna cita que deseen compartir?


¡Nos leemos en comentarios!



Parte tercera - Capítulo IV


    Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte.
Aunque hablar de días no era muy exacto.
    La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda
era un poco más confortable que las demás en que había estado. La cama
tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo habían
bañado, permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de
hojalata. Incluso le proporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior nueva
y un nuevo mono. Le curaron las varices vendándoselas adecuadamente. Le
arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le
habría sido posible medir el tiempo si le hubiera interesado, pues lo
alimentaban a intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas
cada veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o
de noche. El alimento era muy bueno, con carne cada tres comidas. Una vez
le dieron también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas, pero el
guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La
primera vez que intentó fumar, se mareó, pero perseveró, alargando el
paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no
lo usó. Se hallaba en un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se
tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos y
a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una
luz muy fuerte sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era
que sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba mucho y a veces tenía
ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes,
soleadas y gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O’Brien, sin hacer

nada, sólo tomando el sol y hablando de temas pacíficos. Al despertarse,
pensaba mucho tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad
de esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se
sentía aburrido ni deseaba conversar ni distraerse por otro medio. Sólo
quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interrogaran, tener bastante
comida y estar limpio.
    Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear
levantarse de la cama. Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se
concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo
para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban
redondeando y su piel fortaleciendo. Por último, vio con alegría que sus
muslos eran mucho más gruesos que sus rodillas. Después de esto, aunque
sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con
regularidad. Andaba hasta tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos
que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando. Intentó
realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la
cantidad asombrosa de cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete
estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin caerse. Intentó
ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las
pantorrillas. Se tendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo
con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni un centímetro. Pero después
de unos días más —otras cuantas comidas— incluso eso llegó a realizarlo.
    Lo hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y
a albergar la intermitente ilusión de que también su cara se le iba
normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo
calvo, recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que había visto
aquel día en el espejo. Se le fue activando el espíritu. Sentado en la cama,
con la espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se dedicó
con aplicación a la tarea de reeducarse.
    Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad —lo comprendía ahora
— había estado expuesto a capitular mucho antes de tomar esa decisión.
Desde que le llevaron al Ministerio del Amor e incluso durante aquellos
minutos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra
espalda mientras la voz de hierro de la telepantalla les ordenaba lo que

tenían que hacer, se dio plena cuenta de la superficialidad y frivolidad de su
intento de enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo
había vigilado la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos
movimientos se estudian bajo una lupa. Todos sus actos físicos, todas sus
palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido registradas o
deducidas por el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino que
Winston había dejado sobre la tapa de su Diario la habían vuelto a colocar
cuidadosamente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas
magnetofónicas y le mostraron fotografías. Algunas de éstas recogían
momentos en que Julia y él habían estado juntos. Sí, incluso… Ya no podía
seguir luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo
iba a equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué normas
externas podían comprobarse sus juicios? La cordura era cuestión de
estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban. ¡Claro
que…!
    El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a
escribir los pensamientos que le acudían. Primero escribió con grandes
mayúsculas:
    LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
    Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:
    DOS Y DOS SON CINCO
    Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo
que venía después, aunque estaba seguro de saberlo. Cuando por fin se
acordó de ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:
    EL PODER ES DIOS
    Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había
sido alterado. Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental. Oceanía había

estado siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y Rutherford
eran culpables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había visto la
fotografía que probaba su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la
había inventado él. Recordó haber pensado lo contrario, pero éstos eran
falsos recuerdos, productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo!
Rendirse, y lo demás venía por sí solo. Era como andar contra una corriente
que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara contra ella, y luego,
de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada
habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston por qué se
había revelado. ¡Todo era tan fácil, excepto…!
    Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran
tonterías. La ley de la gravedad era una imbecilidad. «Si yo quisiera —
había dicho O’Brien—, podría flotar sobre este suelo como una pompa de
jabón». Winston desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el
suelo y yo simultáneamente creo que estoy viéndolo flotar, ocurre
efectivamente». De repente, como un madero de un naufragio que se suelta
y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en
realidad. Lo imaginamos. Es una alucinación». Aplastó en el acto este
pensamiento levantisco. Su error era evidente porque presuponía que en
algún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía
existir un mundo semejante? ¿Qué conocimiento tenemos de nada si no es a
través de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y sólo lo que allí
sucede tiene una realidad.
    No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensamientos; no se
vio en verdadero peligro de sucumbir a ellos. Sin embargo, pensó que nunca
debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha que tapara
cualquier pensamiento peligroso al menor intento de asomarse a la
conciencia. Este proceso había de ser automático, instintivo. En neolengua
se le llamaba
paracrimen. Era el freno de cualquier acto delictivo.
Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas:
«El Partido dice que la tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender
los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil. Había que
tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los
problemas aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son cinco

requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además para ello
se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de
emplear la lógica en un determinado momento y en el siguiente desconocer
los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez como la
inteligencia y tan difícil de conseguir.
    Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su
cerebro cuánto tardarían en matarlo. «Todo depende de ti», le había dicho
O’Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar ese plazo con
ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían
tenerlo muchos años aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o
soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era perfectamente posible
que antes de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su
detención, interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en
un momento esperado. La tradición —no la tradición oral, sino un
conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo
hubiera oído nunca— era que le mataban a uno por detrás de un tiro en la
nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando le llevaban a uno de celda en
celda por un pasillo.
    Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por
un corredor en espera del disparo. Sabía que dispararían de un momento a
otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente con el
Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el
cuerpo saludable y fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo.
    Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del Ministerio del Amor, sino
por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un
kilómetro de anchura por el cual había transitado ya en aquel delirio que le
produjeron las drogas. Se hallaba en el País Dorado siguiendo unas huellas
en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y
la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas
se movían levemente y algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.
    De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había
oído a sí mismo gritando:
    —¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Amor mío! Julia.

    Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su
presencia. No sólo parecía que Julia estaba con él, sino dentro de él. Era
como si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la había querido
más que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su
ayuda.
    Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho?
    ¿Cuántos años de servidumbre se había echado encima por aquel momento
de debilidad?
    Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que
dejaran sin castigar aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes,
que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido,
pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una
apariencia conformista. Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se
había rendido, pero con la esperanza de mantener inviolable lo esencial de
su corazón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error
hubiera salido a la superficie de un modo tan evidente. O’Brien lo
comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones habían sido una excelente
confesión.
    Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó
una mano por la cara procurando familiarizarse con su nueva forma. Tenía
profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la nariz
aplastada. Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una
dentadura postiza completa. No era fácil conservar la inescrutabilidad
cuando no se sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba el control
de las facciones. Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de
ocultar un secreto es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en
adelante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir y hasta soñar con
rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su interior como una
especie de pelota que formaba parte de sí mismo y que sin embargo
estuviera desconectada del resto de su persona; algo así como un quiste.
    Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría,
pero unos segundos antes podría adivinarse. Siempre lo mataban a uno por
la espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez segundos.
    Y entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos

que aún diera, sin alterar el gesto… podría tirar el camuflaje, y ¡bang!,
soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores a su muerte,
todo su ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el
mismo instante ¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado
pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes de que pudieran considerarlo
de ellos. El pensamiento herético quedaría impune. No se habría
arrepentido, quedaría para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el
tiro habrían abierto un agujero en esa perfección de que se vanagloriaban.
    Morir odiándolos, ésa era la libertad.
    Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina
intelectual. Tenía primero que degradarse, que mutilarse. Tenía que
hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba
más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro
(por verlo constantemente en los carteles de propaganda se lo imaginaba
siempre de un metro de anchura), con sus enormes bigotes negros y los ojos
que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba
a su mente. ¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran
Hermano?
    En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con
estrépito. O’Brien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial de cara de
cera y los guardias de negros uniformes.
    —Levántate —dijo O’Brien—. Ven aquí.
    Winston se acercó a él. O’Brien lo cogió por los hombros con sus
enormes manazas y lo miró fijamente:
    —Has pensado engañarme —le dijo—. Ha sido una tontería por tu
parte. Ponte más derecho y mírame a la cara.
    Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
—Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo
fallas en lo emocional. Dime, Winston, y recuerda que no puedes mentirme;
sabes muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles son los
verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
    —Lo odio.
    —¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el
último medio. Tienes que amar al Gran Hermano. No basta que le

obedezcas; tienes que amarlo.

    Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.

    —Habitación 101 —dijo.

Comentarios

  1. Todo el tiempo teniendo la sensación de que nada bueno puede pasar ya.

    ResponderEliminar
  2. Me desilusiona un poco que una historia que encaraba para el lado de la revolución se vaya para el lado de "curar" al rebelde, a lo Naranja Mecánica. Quedan dos capítulos, veremos qué pasa.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario