1984 - Tercera parte - Capítulo II + Novelas inspiradas en 1984

 



Buenas tardes a todxs.

Extraje de Wikipedia información relativa a qué novelas fueron inspiradas por 1984 de Orwell. Está disponible una carpeta en nuestro Drive colaborativo para que puedan leer y descargar las que están marcadas en negrita, haciendo CLIC AQUÍ.


  • 2084: El fin del mundo es una novela distópica de ciencia ficción escrita en 2015 por Boualem Sansal que está inspirada en la novela 1984. El año que aparece en su título son cien años después del año 1984.
  • "En 2084" es una novela de El Chojin, que también alude a dicho año.
  • 1Q84 es una novela fantástica escrita por el escritor japonés Haruki Murakami, publicada en Japón en tres libros, entre los años 2009 y 2010. Su título hace referencia a la novela 1984, pero se escribe de esa manera porque en japonés, el número «9» es «kyū» (九) al igual que la pronunciación de q en inglés.
  • 1985 (1978) es un libro del escritor inglés Anthony Burgess. Consta de dos partes. La primera es una serie de ensayos y entrevistas (Burgess es la voz del entrevistador y el entrevistado) que discuten aspectos de la novela de Orwell. La segunda parte es una novela situada en el año 1985. Más que una secuela de 1984, en esta novela el autor sugiere un posible 1985 si ciertas tendencias continúan. Entre los temas principales de 1985 están el poder de los sindicatos y el Islam.
  • "1985" (1983) es una secuela de la novela 1984. Está escrita por el escritor húngaro György Dalos. Esta novela comienza con la muerte del Gran Hermano y refleja un periodo intermedio entre 1984 y un más optimista futuro caracterizado con un declive en la ortodoxia del sistema totalitario, luchas entre los poderes y la próxima destrucción de la aviación de Oceanía por Eurasia.
  • La novela gráfica 2024 (2001) de Ted Rall satiriza el materialismo de la sociedad moderna a través de las desventuras de Winston y Julia. (Disponible para su lectura en el Drive, en inglés).​
  • La novela Proyecto #194 (2009) de Alberto López González nos muestra un futuro cercano en el que los gobiernos han llevado al extremo el control y la vigilancia con pequeños y sofisticados chips.​
  • Pequeño hermano (2008) es una novela escrita por Cory Doctorow. Cuenta la historia de un grupo de adolescentes que son detenidos clandestinamente.
  • La novela distópica El cuento de la criada (1985), de Margaret Atwood, ha sido calificada como «el 1984 feminista de Margaret Atwood».​
Tengan en cuenta el espacio del Drive porque se fue acumulando muchísimo material sobre distopías que queda para nuestra consulta. Los links están disponibles en cada entrada, justo antes del capítulo.

¡Nos leemos en comentarios!


Parte Tercera - Capítulo II

    Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más
elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse.
    Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O’Brien estaba de pie
a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con
chaqueta blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla
hipodérmica.
    Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse
plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido
nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de
mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas
profundidades. Desde el momento en que lo detuvieron no había visto
oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos. A veces
la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños,
se le había parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un
rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o
semanas, no había manera de saberlo.
    La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se
daría cuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera
introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos
los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una
larga serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la
tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite. Winston no podía
recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los
castigos. Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo
cinco o seis individuos con uniformes negros. A veces emplearon los puños,
otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que

había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal
retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos
movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas en las costillas,
en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de
la columna vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes
de que empezaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el
movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los
delitos, verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando
se decidía a no contestar nada, tenían que sacarle las palabras entre alaridos
de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir:
«Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea
insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y les diré lo que quieran».
    Cuando le golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de patatas en el
suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de varias horas
volvían a buscarlo y le pegaban otra vez. También había períodos más
largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los pasaba
adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un
barbero había ido a afeitarle la barba al rape y algunos hombres de actitud
profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus
movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo
con dedos rudos en busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el
brazo para hacerle dormir.
    Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi
únicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto
sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya
rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos
regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para
«trabajarlo» en turnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas.
    Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor
leve, pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle
confesar. Le daban bofetadas, le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le
hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le
enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a
lágrima viva… Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él

la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de
aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras
hora, lleno de trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole
confesar a cada paso mentiras y contradicciones, hasta que empezaba a
llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba
media docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban
insultando y lo amenazaban, a cada vacilación, con volverlo a entregar a los
guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada,
trataban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran
Hermano, y le preguntaban compungidos si no le quedaba la suficiente
lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que había
hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de
interrogatorio, estos amistosos reproches le hacían llorar con más fuerza. Al
final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que le
pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única
preocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para
confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y a
amenazarle. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido,
haber distribuido propaganda sediciosa, robo de fondos públicos, venta de
secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase… Confesó que había
sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía
creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido
sexual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía perfectamente
—y tenían que saberlo también sus verdugos— que su mujer vivía aún.
Confesó que durante muchos años había estado en relación con Goldstein y
había sido miembro de una organización clandestina a la que habían
pertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo
más fácil era confesarlo todo —fuera verdad o mentira— y comprometer a
todo el mundo. Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto
que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había
distinción alguna entre los pensamientos y los actos.
    También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo
inconexo, como cuadros aislados rodeados de oscuridad. Estaba en una
celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único

que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento y regular, de
un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño y se hicieron más
luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y
sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.
    Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores
focos. Un hombre con bata blanca leía los discos. Fuera se oía que se
acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera
entró seguido por dos guardias.
    —Habitación 101 —dijo el oficial.
    El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera miró a Winston; se
limitaba a observar los discos.
    Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de
anchura inundado por una luz dorada y deslumbrante. Se reía a carcajadas y
gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había logrado
callar bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público
que ya la conocía. Lo rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes,
los hombres de las batas blancas, O’Brien, Julia, el señor Charrington, y
todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se
había escapado de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había
llegado a suceder. Todo estaba muy bien, no había más dolor y hasta los
más mínimos detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y
perdonados.
    Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido,
pues casi tenía la seguridad de haber oído la voz de O’Brien. Durante todos
los interrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver, había
tenido la constante sensación de que O’Brien estaba allí cerca, detrás de él.
    Era O’Brien quien lo había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias
contra Winston y también él había evitado que lo mataran. Fue él quién
decidió cuándo tenía Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar,
cuándo lo tenían que alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo
tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él quien sugería las preguntas y
las respuestas. Era su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo.
    Y una vez —Winston no podía recordar si esto ocurría mientras dormía
bajo el efecto de la droga, o durante el sueño normal o en un momento en

que estaba despierto— una voz le había murmurado al oído: «No te
preocupes, Winston; estás bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete
años. Ahora ha llegado el momento decisivo. Te salvaré; te haré perfecto».
    No estaba seguro si era la voz de O’Brien; pero desde luego era la misma
voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos
encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad».
    Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba.
    Incluso la cabeza estaba sujeta por detrás al lecho. O’Brien lo miraba serio,
casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y con
bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era
mayor de lo que Winston creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta
años. Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover la aguja de la
esfera, en la que se veían unos números.
    —Te dije —murmuró O’Brien— que, si nos encontrábamos de nuevo,
sería aquí.
    —Sí —dijo Winston.
    Sin advertencia previa —excepto un leve movimiento de la mano de
O’Brien— le inundó una oleada dolorosa. Era un dolor espantoso porque no
sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un daño
mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso
eléctrico, pero sentía como si todo el cuerpo se le descoyuntara. Aunque el
dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que se le
rompiera la columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz
tratando de estarse callado lo más posible.
    —Tienes miedo —dijo O’Brien observando su cara— de que de un
momento a otro se te rompa algo. Sobre todo, temes que se te parta la
espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras saltándose y el líquido
raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?
    Winston no contestó. O’Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor
se retiró con tanta rapidez como había llegado.
    —Eso era cuarenta —dijo O’Brien—. Ya ves que los números llegan
hasta el ciento. Recuerda, por favor, durante nuestra conversación, que está
en mi mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee. Si
me dices mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer

por debajo de tu nivel normal de inteligencia, te haré dar un alarido
inmediatamente. ¿Entendido?
    —Sí —dijo Winston.
    O’Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas
y anduvo unos pasos por la habitación. Cuando volvió a hablar, su voz era
suave y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un sacerdote,
deseoso de explicar y de persuadir antes que de castigar.
    —Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo
mereces. Sabes perfectamente lo que te ocurre. Lo has sabido desde hace
muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías.
    Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres
incapaz de recordar los acontecimientos reales y te convences a ti mismo
porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto a hacer el
pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de
ello, te aferras a tu enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré
un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos a ver, en este momento,
¿con qué potencia está en guerra Oceanía?
    —Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
    —Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra
con Asia Oriental, ¿verdad?
    Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para hablar, pero no
pudo. Era incapaz de apartar los ojos del disco numerado.
    —La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas
recordar.
    —Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no
estábamos en guerra con Asia Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella.
    La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado cuatro años. Y
antes de eso…
    O’Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.
    —Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obcecación muy seria.
Creíste que tres hombres que habían sido miembros del Partido, llamados
Jones, Aaronson y Rutherford —unos individuos que fueron ejecutados por
traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delitos—, creíste,
repito, que no eran culpables de los delitos de que se les acusaba. Creíste

que habías visto una prueba documental innegable que demostraba que sus
confesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te
hizo ver cierta fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus
manos. Era una foto como ésta.
    Entre los dedos de O’Brien había aparecido un recorte de periódico que
pasó ante la vista de Winston durante unos cinco segundos. Era una foto de
periódico y no podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro ejemplar del
retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en
Nueva York, aquella foto que Winston había descubierto por casualidad
once años antes y había destruido en seguida. Y ahora había vuelto a verla.
    Sólo unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un
desesperado esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni
siquiera un centímetro. Había olvidado hasta la existencia de la
amenazadora palanca. Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo
menos verla más tiempo.
    —¡Existe! —gritó.
    —No —dijo O’Brien.
    Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la
memoria». O’Brien levantó la rejilla. El pedazo de papel salió dando
vueltas en el torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama.
    O’Brien volvió junto a Winston.
    —Cenizas —dijo—. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha
existido.
    —¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú
también lo recuerdas.
    —Yo no lo recuerdo —dijo O’Brien.
    Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal
desamparo. Si hubiera estado seguro de que O’Brien mentía, se habría
quedado tranquilo. Pero era muy posible que O’Brien hubiera olvidado de
verdad la fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de
haberla recordado y también habría olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo
podía uno estar seguro de que todo esto no era más que un truco? Quizás
aquella demencial dislocación de los pensamientos pudiera tener una
realidad efectiva. Eso era lo que más desanimaba a Winston.

    O’Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un
profesor esforzándose por llevar por buen camino a un chico descarriado,
pero prometedor.
    —Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela,
Winston, por favor.
    —El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el
presente controla el pasado —repitió Winston, obediente.
    —El que controla el presente controla el pasado —dijo O’Brien
moviendo la cabeza con lenta aprobación—. ¿Y crees tú, Winston, que el
pasado existe verdaderamente?
    Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el
disco. No sólo no sabía si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no,
sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él tenía por
cierta.
    O’Brien sonrió débilmente:
    —No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías
pensado en lo que se conoce por existencia. Te lo explicaré con más
precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio
en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga
acaeciendo?
    —No.
    —Entonces, ¿dónde existe el pasado?
    —En los documentos. Está escrito.
    —En los documentos… Y, ¿dónde más?
    —En la mente. En la memoria de los hombres.
    —En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos
todos los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que
controlamos el pasado, ¿no es así?
    —Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha
pasado? —exclamó Winston olvidando de nuevo el martirizador eléctrico
—. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar
la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
    O’Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.

    —Al contrario —dijo por fin—, eres tú el que no la ha controlado y por
eso estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y
autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio
de la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo.
Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la
realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por
derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra
por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por
cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro,
Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente
humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede
cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del
Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el
Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la
realidad sino a través de los ojos del Partido. Éste es el hecho que tienes que
volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de
autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si
quieres volverte cuerdo.
    Después de una pausa de unos momentos, prosiguió:
    —¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «La libertad es poder decir que
dos más dos son cuatro»?
    —Sí —dijo Winston.
    O’Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y
escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.
    —¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
    —Cuatro.
    —¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces,
¿cuántos hay?
    —Cuatro.
    La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había
subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque
apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O’Brien lo
contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el
dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.

    —¿Cuántos dedos, Winston?
    —Cuatro.
    La aguja subió a sesenta.
    —¿Cuántos dedos, Winston?
    —¡¡Cuatro!! ¡¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
    La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo
y pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos,
ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero
seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
    —¿Cuántos dedos, Winston?
    —¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
    —¿Cuántos dedos, Winston?
    —¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
    —No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son
cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
    —¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una
vez. Para este dolor.
    Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O’Brien rodeándole
los hombros. Quizá hubiera perdido el conocimiento durante unos
segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía
mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le
corrían lágrimas por las mejillas. Durante unos instantes se apretó contra
O’Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba los
hombros. Tenía la sensación de que O’Brien era su protector, que el dolor
venía de fuera, de otra fuente, y que O’Brien le evitaría sufrir.
    —Tardas mucho en aprender, Winston —dijo O’Brien con suavidad.
—No puedo evitarlo —balbuceó Winston—. ¿Cómo puedo evitar ver lo
que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.
    —Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres.
    Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más.
No es fácil recobrar la razón.
    Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a
inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y le había desaparecido el temblor.
Estaba débil y frío. O’Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de la

bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la escena anterior y
ahora, inclinándose sobre Winston, le examinaba los ojos de cerca, le
tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de
reconocimiento. Luego, mirando a O’Brien, movió la cabeza
afirmativamente.
    —Otra vez —dijo O’Brien.
    El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de
marcar ya setenta o setenta y cinco. Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía
que los dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único
importante era conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas.
Ya no tenía idea de si lloraba o no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los
ojos. O’Brien había vuelto a bajar la palanca.
    —¿Cuántos dedos, Winston?
    —¡¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy
tratando de ver cinco.
    —¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
    —Verlos de verdad.
    —Otra vez —dijo O’Brien.
    Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un
modo intermitente podía recordar Winston a qué se debía su martirio.
Detrás de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una
extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a
aparecer. Quería contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era
imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad entre
cuatro y cinco. El dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló
que seguía viendo lo mismo; es decir, innumerables dedos que se movían
como árboles locos en todas direcciones cruzándose y volviéndose a cruzar.
Cerró otra vez los ojos.
    —¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
    —No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis…
Te aseguro que no lo sé.
    —Esto va mejor —dijo O’Brien.
    Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le
esparció por todo el cuerpo una cálida y beatífica sensación. Casi no se

acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O’Brien. Le
conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan
inteligente. Si se hubiera podido mover, le habría tendido una mano. Nunca
lo había querido tanto como en este momento y no sólo por haberle
suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no
importaba que O’Brien fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a
apoderarse de él. O’Brien era una persona con quien se podía hablar. Quizá
no deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O’Brien lo había
torturado casi hasta enloquecerle y era seguro que dentro de un rato le haría
matar. Pero no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad, eran
íntimos. De uno u otro modo y aunque las palabras que lo explicarían todo
no pudieran ser pronunciadas nunca, había desde luego un lugar donde
podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con una expresión reveladora
de que el mismo pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a hablar en
un tono de conversación corriente.
    —¿Sabes dónde estás, Winston? —dijo.
    —No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.
    —¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?
    —No sé. Días, semanas, meses… creo que meses.
    —¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
    —Para hacerles confesar.
    —No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
    —Para castigarlos.
    —¡No! —exclamó O’Brien. Su voz había cambiado
extraordinariamente y su rostro se había puesto de pronto serio y animado a
la vez—. ¡No! No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte.
¿Quieres que te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para
volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno de los que traemos
aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos
estúpidos delitos que has cometido. Al Partido no le interesan los actos
realizados; nos importa sólo el pensamiento. No sólo destruimos a nuestros
enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
    Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su
proximidad y horriblemente fea vista desde abajo. Además, sus facciones se

alteraban por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez se le
encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido.
    Estaba seguro de que O’Brien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin
embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un poco por la habitación.
    Luego prosiguió con menos vehemencia:
    —Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de
martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones religiosas en el pasado. En
la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar la
herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada
hereje quemado han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se
mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se habían
arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas.
    Naturalmente, así toda la gloria pertenecía a la víctima y la vergüenza al
inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo
XX, han existido los
totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos.
    Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna
otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del
pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar
a sus víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad.
    Los deshacían moralmente y físicamente por medio de la tortura y el
aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles
capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos
a otros y pedían sollozando un poco de misericordia. Sin embargo, después
de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han
convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había
vuelto a suceder esto? En primer lugar, porque las confesiones que habían
hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta clase de errores.
    Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos
que sean verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos que los muertos se
levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza de que la
posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti.
    Desaparecerás por completo de la corriente histórica. Te disolveremos en la
estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada: ni un nombre en un

papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el
pretérito como en el futuro. No habrás existido.
    «Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura
momentánea. O’Brien se detuvo en seco como si hubiera oído el
pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un
poco entornados y le dijo:
    —Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para
qué nos tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué
importancia puede tener lo que tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás
pensando?
    —Sí —dijo Winston.
    O’Brien sonrió levemente y prosiguió:
    —Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres
una mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar. ¿No te dije hace
poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos
contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más
abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu
libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos resisten; mientras
nos resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los
reformamos. Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones
engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia,
sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes
de matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en
alguna parte del mundo, por muy secreto e inocuo que pueda ser. Ni
siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación.
Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje,
proclamando su herejía y hasta disfrutando con ella. Incluso la víctima de
las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando
avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros,
en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La consigna
de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando
de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «
Eres».
    Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les
lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores en cuya inocencia

creíste un día —Jones, Aaronson y Rutherford— los conquistamos al final.
    Yo mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente,
sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los dominaba el miedo ni
el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia.
    Cuando acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada
quedaba en ellos sino el arrepentimiento por lo que habían hecho y amor
por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se
les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que
pudiera volver a ensuciárseles.
    La voz de O’Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía
el entusiasmo del loco y la exaltación del fanático. «No está mintiendo —
pensó Winston—; no es un hipócrita; cree todo lo que dice». A Winston le
oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual.
    Contemplaba aquella figura pesada y de movimientos sin embargo
agradables que paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su radio de
visión. O’Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que
él. Cualquier idea que Winston pudiera haber tenido o pudiese tener en lo
sucesivo, ya se le había ocurrido a O’Brien, examinándola y rechazándola.
    La mente de aquel hombre
contenía a la de Winston. Pero, en ese caso,
¿cómo iba a estar loco O’Brien? El loco tenía que ser él, Winston. O’Brien
se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser dura:
    —No te figures que vas a salvarte, Winston; aunque te rindas a nosotros
por completo, jamás se salva nadie que se haya desviado alguna vez. Y
aunque decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te
escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es
preciso que se te grabe de una vez para siempre. Te aplastaremos hasta tal
punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas de las
que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de
nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más
serás capaz de amar, de amistar, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir
curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro… Estarás
hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de… nosotros.
    Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo
la vaga sensación de que por detrás de él le acercaban un aparato grande.

O’Brien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro quedaba
casi al mismo nivel del de Winston.
    —Tres mil —le dijo, por encima de la cabeza de Winston, al hombre de
la bata blanca.
    Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston.
Éste sintió una nueva clase de dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor.
    O’Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo, casi con
amabilidad.
    —Esta vez no te dolerá —le dijo—. No apartes tus ojos de los míos.
    En aquel momento sintió Winston una explosión devastadora o lo que
parecía una explosión, aunque no era seguro que hubiese habido ningún
ruido. Lo que sí se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no estaba
herido; sólo postrado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello
ocurrió, tuvo la curiosa sensación de que le habían empujado hasta quedar
en aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había dejado aplastado.
Y en el interior de su cabeza también había ocurrido algo. Al recobrar la
visión, recordó quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo
contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío interior. Era como si
le faltase un pedazo del cerebro.
    —Esto no durará mucho —dijo O’Brien—. Mírame a los ojos. ¿Con
qué país está en guerra Oceanía?
    Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un
ciudadano de este país. También recordaba que existían Eurasia y Asia
Oriental; pero no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía
idea de que hubiera guerra ninguna.
    —No recuerdo.
    —Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?
    —Sí.
    —Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el
principio de tu vida, desde el principio del Partido, desde el principio de la
Historia, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma guerra.
¿Lo recuerdas?
    —Sí.

    —Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que
habían sido condenados a muerte por traición. Pretendías que habías visto
un pedazo de lo que probaba su inocencia. Ese recorte de papel nunca
existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el
momento en que lo inventaste, ¿te acuerdas?
    —Sí.
    —Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Viste cinco
dedos. ¿Recuerdas?
    —Sí.
    O’Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.
    —Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos?
    —Sí.
    Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero
pronto volvió a ser todo normal y sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio
y el desconcierto. Pero durante unos instantes —quizá no más de treinta
segundos— había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias
de O’Brien habían venido a llenar un hueco de su cerebro convirtiéndose en
verdad absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber sido lo mismo
tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O’Brien
hubiera dejado caer la mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin
embargo, aunque no podía volver a experimentarla, recordaba aquello como
se recuerda una viva experiencia de algún período remoto de nuestra vida
en que hemos sido una persona distinta.
    —Ya has visto que es posible —le dijo O’Brien.
    —Sí —dijo Winston.
    O’Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que
el hombre de la bata blanca preparaba una inyección. O’Brien miró a
Winston sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.
    —¿Recuerdas haber escrito en tu Diario que no importaba que yo fuera
amigo o enemigo, puesto que yo era por lo menos una persona que te
comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar
contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que
está enferma. Antes de que acabemos esta sesión puedes hacerme algunas
preguntas si quieres.

    —¿La pregunta que quiera?
    —Sí. Cualquiera. —Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera
graduada—. Ahora no funciona. ¿Cuál es tu primera pregunta?
    —¿Qué habéis hecho con Julia? —dijo Winston.
    O’Brien volvió a sonreír.
    —Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he
visto a alguien que se nos haya entregado tan pronto. Apenas la
reconocerías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su
suciedad mental… Todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera
quemado. Fue una conversión perfecta, un caso para ponerlo en los libros
de texto.
    —¿La habéis torturado?
    O’Brien no contestó.
    —A ver, la pregunta siguiente.
    —¿Existe el Gran Hermano?
    —Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la
encarnación del Partido.
    —¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
    —Tú no existes —dijo O’Brien.
    A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo.
    Comprendía por qué le decían a él que no existía; pero era un juego de
palabras estúpido. ¿No era un gran absurdo la afirmación «Tú no existes»?
Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?
    —Yo creo que existo —dijo con cansancio—. Tengo plena conciencia
de mi propia identidad. He nacido y he de morir. Tengo brazos y piernas.
Ocupo un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede
ocupar a la vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?
    —Eso no tiene importancia. Existe.
    —¿Morirá el Gran Hermano?
    —Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
    —¿Existe la Hermandad?
    —Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos liberarte cuando
acabemos contigo y si llegas a vivir noventa años, seguirás sin saber si la

respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un
enigma.
    Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía
no había hecho la pregunta que le preocupaba desde un principio. Tenía que
preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras. O’Brien
parecía divertido. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston
pensó de pronto: «Sabe perfectamente lo que le voy a preguntar». Y
entonces le fue fácil decir:
    —¿Qué hay en la habitación 101?
    La expresión del rostro de O’Brien no cambió. Respondió:
    —Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el
mundo sabe lo que hay en la habitación 101. —Levantó un dedo hacia el
hombre de la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado.
Winston sintió en el brazo el pinchazo de una inyección. Casi
inmediatamente, se hundió en un profundo sueño.


Comentarios

  1. Me costó muchísimo terminar este capítulo. Es el espanto y el horror.
    Creo que la tortura tiene una raíz profunda en nuestro pueblo, no nos es ajena.
    Sentí mucho dolor.

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  2. No se puede confiar en nadie: La novela.

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