1984 - Tercera parte - Capítulo I + Manualidades ojo




Entramos en la tercera parte de la novela.
¿Qué sienten con este Club de Lectura en cámara lenta?
A mí me vino bien una actividad que no me pida velocidad. Me gusta detenerme en cada capítulo para pensar lo que pasa y tomarme mi tiempo para encontrar el momento de calma y leer.
Para acompañar esta entrada, les comparto una foto que @rexonoseasasi me mandó en los inicios del club. Esta edición de 1984 tenía un mecanismo: al tirar de una tirita de papel, el ojo de Gran Hermano se movía para acá y para allá.
Instantáneamente quise tener señaladores, tarjetas, cualquier cosa que pudiera parecerse a esa tapa. Y una mañana de enero de mucha investigación, pruebas y errores, logré este prototipo de señalador, que no considero terminado aún, pero que se parece mucho a mi ideal.


¿Qué les parece el resultado? Le está faltando que diga Club de Lectura de Lapocalipsi, debería ser nuestro señalador oficial ;)

¡Nos leemos en comentarios!


Parte tercera - Capítulo I

    No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no
había manera de comprobarlo.
Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de
reluciente porcelana blanca. Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría
luz y había un sonido bajo y constante, un zumbido que Winston suponía
relacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una
especie de estante a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda,
interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo opuesto, por un retrete sin
asiento de madera. Había cuatro telepantallas, una en cada pared.
    Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde
que lo encerraron en el camión para llevarlo allí. Pero también tenía
hambre, un hambre roedora, anormal. Aunque estaba justificada, porque por
lo menos hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis.
    No sabía, quizá nunca lo sabría, si lo habían detenido de día o de noche.
    Desde que lo detuvieron no le habían dado nada de comer.
    Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos
cruzadas sobre las rodillas. Había aprendido ya a estarse quieto. Si se
hacían movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla,
pero la necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que
más le apetecía era un pedazo de pan. Tenía una vaga idea de que en el
bolsillo de su mono tenía unas cuantas migas de pan. Incluso era posible —
lo pensó porque de cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna—
que tuviera allí guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la
tentación que el miedo; se metió una mano en el bolsillo.
    —¡Smith! —gritó una voz desde la telepantalla—. ¡6079! ¡Smith W!
¡En las celdas, las manos fuera de los bolsillos!

    Volvió a inmovilizarse y a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de
llevarlo allí lo habían dejado algunas horas en otro sitio que debía de ser
una cárcel corriente o un calabozo temporal usado por las patrullas. No
sabía exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias
horas; pero no había relojes ni luz natural y resultaba casi imposible
calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían dejado en
una celda parecida a ésta en que ahora se hallaba, pero horriblemente sucia
y continuamente llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince
personas, la mayoría de las cuales eran criminales comunes, pero también
se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston se había
sentado silencioso, apoyado contra la pared, encajado entre unos cuerpos
sucios y demasiado preocupado por el miedo y por el dolor que sentía en el
vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la
asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros del Partido y los
otros. Los prisioneros del Partido estaban siempre callados y llenos de
terror, pero los criminales corrientes parecían no temer a nadie. Insultaban a
los guardias, se resistían a que les quitaran los objetos que llevaban,
escribían palabras obscenas en el suelo, comían descaradamente alimentos
robados que sacaban de misteriosos escondrijos de entre sus ropas e incluso
le respondían a gritos a la telepantalla cuando ésta intentaba restablecer el
orden. Por otra parte, algunos de ellos parecían hallarse en buenas
relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y trataban de sacarles
cigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios con
cierta tolerancia, aunque, naturalmente, tenían que manejarlos con rudeza.
Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos forzados adonde los presos
esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre
que se tuvieran ciertos apoyos y se conociera el tejemaneje. Había allí
soborno, favoritismo e inmoralidades de toda clase, abundaba la
homosexualidad y la prostitución e incluso se fabricaba clandestinamente
alcohol destilándolo de las patatas. Los cargos de confianza sólo se los
daban a los criminales propiamente dichos, sobre todo a los
gansters y a los
asesinos de toda clase, que constituían una especie de aristocracia. En los
campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas
por los presos políticos.

    En aquella celda había presenciado Winston un constante entrar y salir
de presos de la más variada condición: traficantes de drogas, ladrones,
bandidos, gente del mercado negro, borrachos y prostitutas. Algunos de los
borrachos eran tan violentos que los demás presos tenían que ponerse de
acuerdo para sujetarlos. Una horrible mujer de unos sesenta años, con
grandes pechos caídos y greñas de cabello blanco sobre la cara, entró
empujada por los guardias. Cuatro de éstos la sujetaban mientras ella daba
patadas y chillaba. Tuvieron que quitarle las botas con las que la vieja les
castigaba las espinillas y la empujaron haciéndola caer sentada sobre las
piernas de Winston. El golpe fue tan violento que Winston creyó que se le
habían partido los huesos de los muslos. La mujer les gritó a los guardias,
que ya se marchaban: «¡Hijos de perra!». Luego, notando que estaba
sentada en las piernas de Winston, se dejó resbalar hasta la madera.
    —Perdona, querido —le dijo—. No me hubiera sentado encima de ti,
pero esos matones me empujaron. No saben tratar a una dama. —Se calló
unos momentos y, después de darse unos golpecitos en el pecho, eructó
ruidosamente—. Perdona, chico —dijo—. Yo ya no soy yo.
    Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.
    —Esto va mejor —dijo, volviendo a apoyar la espalda en la pared y
cerrando los ojos—. Es lo que yo digo: lo mejor es echarlo fuera mientras
esté reciente en el estómago.
    Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció tomarle un súbito
cariño. Le pasó uno de sus flácidos brazos por los hombros y lo atrajo hacia
ella, echándole encima un pestilente vaho a cerveza y porquería.
    —¿Cómo te llamas, cariño? —le dijo.
    —Smith.
    —¿Smith? —repetía la mujer—. Tiene gracia. Yo también me llamo
Smith. Es que —añadió sentimentalmente— yo podría ser tu madre.
    «En efecto, podría ser mi madre», pensó Winston. Tenía
aproximadamente la misma edad y el mismo aspecto físico y era probable
que la gente cambiara algo después de pasar veinte años en un campo de
trabajos forzados.
    Nadie más le había hablado. Era sorprendente hasta qué punto
despreciaban los criminales ordinarios a los presos del Partido. Los

llamaban, despectivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo
que hubieran hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener
un miedo atroz a hablar con nadie y, sobre todo, a hablar unos con otros.
    Sólo una vez, cuando dos miembros del Partido, ambos mujeres, fueron
sentadas juntas en el banco, oyó Winston entre la algarabía de voces, unas
cuantas palabras murmuradas precipitadamente y, sobre todo, la referencia a
algo que llamaban la «habitación uno-cero-uno». No sabía a qué se podían
referir.
    Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no
se le pasaba, pero se le aliviaba algo a ratos y entonces sus pensamientos
eran un poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el dolor, sólo
pensaba en el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el
pánico de él. Había momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las
cosas que iban a hacerle que el corazón le galopaba y se le cortaba la
respiración. Sentía los porrazos que iban a darle en los codos y las patadas
que le darían las pesadas botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo
retorciéndose en el suelo, pidiendo a gritos misericordia por entre los
dientes partidos. Apenas recordaba a Julia. No podía concentrar en ella su
mente. La amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo un hecho, conocido
por él como conocía las reglas de aritmética. No
sentía amor por ella y ni
siquiera se preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a Julia en ese
momento. En cambio pensaba con más frecuencia en O’Brien con cierta
esperanza. O’Brien tenía que saber que lo habían detenido. Había dicho que
la Hermandad nunca intentaba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla de
afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes
de que los guardias pudieran entrar en la celda. La hoja penetraría en su
carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que la sostuvieran
quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba a él, que en
aquellos momentos se encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro
de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban a dar. Lo más natural
era seguir existiendo momentáneamente, aceptando otros diez minutos de
vida aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que una
tortura insoportable.

    A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que
cubrían las paredes de la celda. No debía de ser difícil, pero siempre perdía
la cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora sería.
    Llegó a estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba
igualmente convencido de que era noche cerrada. Sabía instintivamente que
en aquel lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no había
oscuridad: y ahora sabía por qué O’Brien había reconocido la alusión. En el
Ministerio del Amor no había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro
del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez pisos bajo tierra o
treinta sobre el nivel del suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de
sitio y trataba de comprender, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba
colgado a gran altura o enterrado a gran profundidad.
    Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con
estrépito. Entró un joven oficial, con impecable uniforme negro, una figura
que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo pálido y
severo rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de
la celda y volvió a salir para ordenar a los guardias que esperaban afuera
que hiciesen entrar al preso que traían. El poeta Ampleforth entró dando
tumbos en la celda. La puerta volvió a cerrarse de golpe.
    Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros como buscando una
salida y luego empezó a pasear arriba y abajo por la celda. Todavía no se
había dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos miraban la
pared un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba
zapatos; por los agujeros de los calcetines le salían los dedos gordos.
    Llevaba varios días sin afeitarse y la incipiente barba le daba un aire
rufianesco que no le iba bien a su aspecto larguirucho y débil ni a sus
movimientos nerviosos.
    Winston salió un poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth
aunque se expusiera al chillido de la telepantalla. Probablemente,
Ampleforth era el que le traía la hoja de afeitar.
    —Ampleforth.
    La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo, sobresaltado. Su
mirada se concentró unos momentos sobre Winston.
    —¡Ah, Smith! —dijo—. ¡También tú!

    —¿De qué te acusan?
    —Para decirte la verdad… —sentóse embarazosamente en el banco de
enfrente a Winston—. Sólo hay un delito, ¿verdad?
    —¿Y tú lo has cometido?
    —Por lo visto.
    Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándose las sienes en
un esfuerzo por recordar algo.
    —Estas cosas suelen ocurrir —empezó vagamente—. A fuerza de
pensar en ello, se me ha ocurrido que pudiera ser… fue desde luego una
indiscreción, lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de
los poemas de Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude
evitarlo! —añadió casi con indignación, levantando la cara para mirar a
Winston—. Era imposible cambiar ese verso.
God (Dios) tenía que rimar
con
rod. ¿Te das cuenta de que sólo hay doce rimas para rod en nuestro
idioma? Durante muchos días me he estado arañando el cerebro. Inútil, no
había ninguna otra rima posible.
    Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por
unos momentos pareció satisfecho. Era una especie de calor intelectual que
lo animaba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato inútil.
    —¿Has pensado alguna vez —dijo— que toda la historia de la poesía
inglesa ha sido determinada por el hecho de que en el idioma inglés
escasean las rimas?
    No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en
aquellas circunstancias fuera un asunto muy interesante.
    —¿Sabes si es ahora de día o de noche? —le preguntó.
Ampleforth se sobresaltó de nuevo:
    —No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. —
Su mirada recorrió las paredes como si esperase encontrar una ventana—.
Aquí no hay diferencia entre el día y la noche. No es posible calcular la
hora.
    Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón
aparente, un alarido de la telepantalla los mandó callar. Winston se
inmovilizó como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado
grande para acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se

movía nervioso. Unos ladridos de la telepantalla le ordenaron que se
estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, quizás una hora… Era
imposible saberlo. Una vez más se acercaban pasos de botas. A Winston se
le contrajo el vientre. Pronto, muy pronto, quizá dentro de cinco minutos,
quizás ahora mismo, el ruido de pasos significaría que le había llegado su
turno.
    Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un
rápido movimiento de la mano señaló a Ampleforth.
    —Habitación uno-cero-uno —dijo.
    Ampleforth salió conducido por los guardias con las facciones alteradas,
pero sin comprender.
    A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle
atrozmente el estómago. Su mente daba vueltas por el mismo camino. Tenía
sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan; la sangre y
los gritos; O’Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las
entrañas; se acercaban las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de
aire trajo un intenso olor a sudor frío.
    Parsons entró en la celda. Vestía sus
shorts caquis y una camisa de
sport.
    Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus
preocupaciones.
    —¡Tú aquí! —exclamó.
    Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de
sorpresa, sino sólo de pena. Empezó a andar de un lado a otro con
movimientos mecánicos. Luego empezó a temblar, pero se dominaba
apretando los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
    —¿De qué te acusan? —le preguntó Winston.
    
Crimental —dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que
reconocía plenamente su culpa y, a la vez, un horror incrédulo de que esa
palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a Winston
y le preguntó con angustia—: ¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan
a uno cuando no ha hecho nada concreto y sólo es culpable de haber tenido
pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan a uno con todas las
garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de

servicios. También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido
inteligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad. He procurado servir
lo mejor posible al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad?
O quizá diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de
trabajos forzados. Creo que no me fusilarán por una pequeña y única
equivocación.
    —¿Eres culpable de algo? —dijo Winston.
    —¡Claro que soy culpable! —exclamó Parsons mirando servilmente a la
telepantalla—. ¿No creerás que el Partido puede detener a un hombre
inocente? —Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud
beatífica—. El crimen del pensamiento es una cosa horrible —dijo
sentenciosamente—. Es una insidia que se apodera de uno sin que se dé
cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he
pasado la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor
que podía y, ya ves, resulta que tenía un mal pensamiento oculto en la
cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo
que me oyeron decir?
    Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que
pronunciar unas palabras obscenas.
    —¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí
varias veces. Entre nosotros, chico, te confesaré que me alegró que me
detuvieran antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a
decirles cuando me lleven ante el tribunal? «Gracias —les diré—, gracias
por haberme salvado antes de que fuera demasiado tarde».
    —¿Quién te denunció? —dijo Winston.
    —Fue mi niña —dijo Parsons con cierto orgullo dolido—. Estaba
escuchando por el agujero de la cerradura. Me oyó decir aquello y llamó a
la patrulla al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una
niña de siete años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es
que estoy orgulloso de ella, pues lo que hizo demuestra que la he educado
muy bien.
    Anduvo un poco más por la celda mirando varias veces, con deseo
contenido, a la taza del retrete. Luego, se bajó a toda prisa los pantalones.
    —Perdona, chico —dijo—. No puedo evitarlo. Es por la espera; ¿sabes?

    Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las
manos.
    —¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—. ¡6079 Smith W!
    Descúbrete la cara. En las celdas, nada de taparse la cara.
    Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y
abundantemente. Luego resultó que no funcionaba el agua y la celda estuvo
oliendo espantosamente durante varias horas.
    Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente.
    Una mujer fue enviada a la «habitación 101» y Winston observó que esas
palabras la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en que, si hubiera
sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de
haber entrado por la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la
celda entre hombres y mujeres. Todos estaban sentados muy quietos. Frente
a Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y
sus dientes eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban bolsones de
tal modo que podía pensarse que almacenaba allí comida. Sus ojos gris
pálido se movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su mirada
en cuanto tropezaba con la de otra persona.
    Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un
escalofrío a Winston. Era un hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero
o un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelética. Su
delgadez era tan exagerada que la boca y los ojos parecían de un tamaño
desproporcionado y en sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio
contra algo o contra alguien.
    El individuo se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no
volvió a mirarle, pero la cara de calavera se le había quedado tan grabada
como si la tuviera continuamente frente a sus ojos. De pronto comprendió
de qué se trataba. Aquel hombre se moría de hambre. Lo mismo pareció
ocurrírseles casi a la vez a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve
movimiento por todo el banco. El hombre de la cara de ratón miraba de
cuando en cuando al esquelético y desviaba en seguida la mirada con aire
culpable para volver a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por fin se
levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó en el bolsillo del mono y

con aire tímido sacó un mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al
hambriento.
    La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón volvió a su sitio de
un brinco. El esquelético se había llevado inmediatamente las manos detrás
de la espalda como para demostrarle a todo el mundo que se había negado a
aceptar el ofrecimiento.
    —¡Bumstead! —gritó la voz de un modo ensordecedor—. ¡2713
Bumstead! Tira ese pedazo de pan.
    El individuo tiró el mendrugo al suelo.
    —Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.
    El hombre obedeció mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas.
Se abrió la puerta de golpe y entró el joven oficial, que se apartó para dejar
pasar a un guardia achaparrado con enormes brazos y hombros. Se colocó
frente al hombre del mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un
terrible puñetazo a la boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La
fuerza del golpe empujó al individuo hasta la otra pared de la celda. Se cayó
junto al retrete. Le brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz.
    Después, gimiendo débilmente, consiguió ponerse en pie. Entre un chorro
de sangre y saliva, se le cayeron de la boca las dos mitades de una
dentadura postiza.
    Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las manos cruzadas
sobre las rodillas. El hombre ratonil volvió a su sitio. Se le oscurecía la
carne en uno de los lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar una
masa informe con un agujero negro en medio. Sus ojos grises seguían
moviéndose, sintiéndose más culpable que nunca y como tratando de
averiguar cuánto lo despreciaban los otros por aquella humillación.
    Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre
esquelético.
    —Habitación 101 —dijo.
    Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre
se dejó caer al suelo de rodillas y rogaba con las manos juntas:
    —¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese sitio; ¿no te lo he
dicho ya todo? ¿Qué más quieres saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de

qué se trata y lo confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré! Pero no me
lleves a la habitación 101.
    —Habitación 101 —dijo el oficial.
    La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era
—no había lugar a dudas— de un tono verde.
    —¡Haz algo por mí! —chilló—. Me has estado matando de hambre
durante varias semanas. Acaba conmigo de una vez. Dispara contra mí.
Ahórcame. Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie a alguien
más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me
importa quién sea ni lo que vayáis a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El
mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los cuatro y
cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no
me llevéis a la habitación 101.
    —Habitación 101 —dijo el oficial.
    El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás
presos como si esperara encontrar alguno que pudiera poner en su lugar. Sus
ojos se detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el
mendrugo. Lo señaló con su mano huesuda y temblorosa.
    —A ése es al que debíais llevar, no a mí —gritó—. ¿No habéis oído lo
que dijo cuando le pegaron? Os lo contaré si queréis oírme. Él sí que está
contra el Partido y no yo. —Los guardias avanzaron dos pasos. La voz del
hombre se elevó histéricamente—. ¡No lo habéis oído! —repitió—. La
telepantalla no funcionaba bien. Ése es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo
no!
    Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el
preso se tiró al suelo y se agarró a una de las patas de hierro que sujetaban
el banco. Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias
tiraban de él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron
forcejeando así quizá unos veinte segundos. Los presos seguían inmóviles
con las manos cruzadas sobre las rodillas mirando fijamente frente a ellos.
El aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces
se oyó un grito diferente. Un guardia le había roto de una patada los dedos
de una mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele.
    —Habitación 101 —dijo el oficial.

    Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que
se sujetaba con la otra la mano partida. Había perdido por completo los
ánimos.
    Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al
hombre de la cara de calavera, era ya por la mañana; si había sido por la
mañana, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía varias
horas. Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se
atrevió a levantarse de cuando en cuando y dar unos pasos por la celda sin
que la telepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía en el suelo,
en el mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al
principio, necesitó Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no
tenía hambre, sino sed. Se le había puesto la boca pegajosa y de un sabor
malísimo. El constante zumbido y la invariable luz blanca le causaban una
sensación de mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más
el dolor de los huesos, se levantaba, pero volvía a sentarse en seguida
porque estaba demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto
conseguía dominar sus sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces
pensaba con leve esperanza en O’Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera
llegar la hoja escondida en el alimento que le dieran, si es que llegaban a
darle alguno. En Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que él.
Probablemente estaría chillando de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si
pudiera salvar a Julia duplicando mi dolor, ¿lo haría? Sí, lo haría». Esto era
sólo una decisión intelectual, tomada porque sabía que su deber era ése;
pero, en verdad, no lo sentía. En aquel sitio no se podía sentir nada excepto
el dolor físico y la anticipación de venideros dolores. Además, ¿era posible,
mientras se estaba sufriendo realmente, desear que por una u otra razón le
aumentara a uno el dolor? Pero a esa pregunta no estaba él todavía en
condiciones de responder. Las botas volvieron a acercarse. Se abrió la
puerta. Entró O’Brien.
    Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le
hizo abandonar toda preocupación. Por primera vez en muchos años, olvidó
la presencia de la telepantalla.
    —¡También a ti te han cogido! —exclamó.

    —Hace mucho tiempo que me han cogido —repuso O’Brien con una
ironía suave y como si lo lamentara.
    Se apartó un poco para que pasara un corpulento guardia que tenía una
larga porra negra en la mano.
    —Ya sabías que ocurriría esto, Winston —dijo O’Brien—. No te
engañes a ti mismo. Lo sabías… Siempre lo has sabido.
    Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo
de pensar en ello. Sólo tenía ojos para la porra que se balanceaba en la
mano del guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su cuerpo: en la
coronilla, encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo…
    ¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con
la otra mano el codo golpeado. Había visto luces amarillas. ¡Era
inconcebible que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo.
Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía
de sus contorsiones. Por lo menos, ya sabía una cosa: jamás, por ninguna
razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del dolor físico
sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo
como el dolor físico. Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y
otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose inútilmente su
inutilizado brazo izquierdo.


Comentarios

  1. Winston cae en cana. Durante todo el capítulo caen personas que conoce. "Uy Winston, hola, me metieron preso, qué distraído" dicen todos. Parece un muy buen capítulo de Seinfeld. Me gustó mucho.

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