1984 - Segunda parte - Capítulo X + Otras novelas de George Orwell


Jueves de capítulo y ya estamos en el último de la segunda parte. Parece que encaramos la recta final.
Me parece interesante explorar un poco más las obras de George Orwell, conocer sobre qué otras cosas escribía. La lista de ensayos publicados por él es extensísima, así que en esta oportunidad me limité a buscar información sobre sus novelas. Les dejo una sinopsis de cada una. También están disponibles para leer y descargar en una carpeta del Drive de Lapocalipsi, llamada ORWELL, GEORGE.

· Los días de Birmania (Burmese Days, 1934). La vida de la pequeña colonia británica en la villa birmana de Kyauktada discurre entre el calor sofocante, los interminables aperitivos en el club inglés y las intrigas pueblerinas. No obstante, la simpatía de Flory, representante de una empresa maderera, hacia los nativos, parece crear cierta intranquilidad entre sus compatriotas, y el rico y corrupto submagistrado local U Po King intentará aprovechar esta circunstancia en su propio beneficio. La rutina se rompe súbitamente cuando una encantadora y caprichosa joven, Miss Lackersteen, se incorpora a la comunidad y todo comienza a tambalearse.

· La hija del clérigo (A Clergyman's Daughter, 1935). Ambientada en los años treinta, ‘La hija del clérigo’ es una de las novelas menos conocidas de Orwell, pero sin duda una de las mejores.
Cuenta la dura vida de la hija de un clérigo, maltratada y condenada a ser una criada. Un brusco cambio la llevará inesperadamente a Londres, donde vivirá una vida totalmente distinta, exiliada incluso de su memoria. Retrato de la Inglaterra deprimida de los años treinta, esta novela es una de las obras esenciales del realismo inglés de principios del siglo XX.

· Que no muera la aspidistra (Keep the Aspidistra Flying, 1936). Gordon Comstock es un poeta frustrado dispuesto a llevar sus ideales hasta las últimas consecuencias. Rechaza un lucrativo trabajo como publicista para aceptar un humilde puesto en una destartalada librería de Londres que apenas le da para comer. Eso sí, le permite ser fiel a sus principios. Su firme determinación es alejarse de la seguridad simbolizada por la flor de la aspidistra, presente en todas las ventanas de los hogares de clase media británicos y emblema de una existencia desahogada. Gordon prefiere pasar las noches temblando de frío en su habitación alquilada mientras intenta escribir, ensimismado en su sueño de noble pobreza. Pero la exclusión y la marginación acabarán por darle una importante lección de vida: «Los principios están muy bien, siempre que no haya que ponerlos en práctica».

· Subir a respirar (Coming Up for Air, 1939). La novela de George Orwell que predijo la Segunda Guerra Mundial y sentó las bases imaginativas de Rebelión en la granja y 1984. Un día como cualquier otro, el cuarentón George Bowling siente un arranque de nostalgia y decide salir en busca del tiempo perdido. Gracias al dinero ganado en una apuesta, puede marcharse unos días a un hotelito de las afueras de Londres, resuelto a visitar los lugares de su infancia. Pero el idilio de la memoria enseguida contrasta con el aspecto irreconocible del presente. Y entre las impresiones del protagonista no tarda en asomar el presentimiento de un conflicto que puede cambiarlo todo aún más. 

· Rebelión en la granja (Animal Farm, 1945). Una condena de la sociedad totalitaria, brillantemente plasmada en una ingeniosa fábula de carácter alegórico.
Los animales de la granja de los Jones se sublevan contra sus dueños humanos y les vencen. Pero la rebelión fracasará al surgir entre ellos rivalidades y envidias, y al aliarse algunos con los amos que derrocaron, traicionando su propia identidad y los intereses de su clase.

· 1984 (Nineteen eighty-four, 1949). Londres, 1984. Winston Smith decide rebelarse ante un gobierno totalitario que controla cada uno de los movimientos de sus ciudadanos y castiga incluso a aquellos que delinquen con el pensamiento. El libro es una inquietante interpretación futurista basada en la crítica a los totalitarismos y a la opresión del poder, en una sociedad inglesa dominada por un sistema de ‘colectivismo burocrático’ controlada por el Gran Hermano. Por su magnífico análisis del poder y de las relaciones y dependencias que crea en los individuos, ‘1984’ es una de las novelas más inquietantes y atractivas de este siglo.

¿Han leído otras obras de Orwell?

¡Nos leemos en comentarios!

Parte segunda - Capítulo X


    Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una
mirada al antiguo reloj le dijo que eran sólo las veinte y treinta. Siguió
adormilado un rato; le despertó otra vez la habitual canción del patio:
    Era sólo una ilusión sin espera
que pasó como un día de abril;
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
    Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Había
sobrevivido a la Canción del Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con
lujuria y se levantó.
    —Tengo hambre —dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba!
La estufa se ha apagado y el agua está fría. —Cogió la estufa y la sacudió
—. No tiene ya gasolina.
    —Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna —dijo Winston.
    —Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena —
añadió ella—. Parece que se ha enfriado.
    Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:
    Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas

a lo largo de los años
me retuercen el corazón.
    Mientras se apretaba el cinturón del mono, Winston se asomó a la
ventana. El sol debía de haberse ocultado detrás de las casas porque ya no
daba en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que parecía
recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a
las cuerdas, cantando y callándose y no dejaba de colgar pañales. Se
preguntó Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio de vida, o si
era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos
contemplaron fascinados el ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su
actitud característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes brazos, o al
agacharse sacando sus poderosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que
era una hermosa mujer. Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una
mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir dimensiones
monstruosas a causa de los partos y endurecido, embastecido por el trabajo,
pudiera ser un hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por qué
no? El sólido y deformado cuerpo, como un bloque de granito, y la basta
piel enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo de una muchacha
que un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser inferior el fruto a la
flor?
    —Es hermosa —murmuró.
    —Por lo menos tiene un metro de caderas —dijo Julia.
    —Es su estilo de belleza.
    Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó
sobre su costado. Nunca podrían permitírselo. La mujer de abajo no se
preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido y
un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido.
    Seguramente unos quince. Habría florecido momentáneamente —quizá
durante un año— y luego se había hinchado como una fruta fertilizada y se
había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a
lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y
luego para sus nietos durante una continuidad de treinta años. Y al final
todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ella tenía

cierta relación con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía por
entre las chimeneas y los tejados en una distancia infinita. Era curioso
pensar que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los
habitantes de Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en
realidad las gentes que vivían bajo ese mismo cielo eran muy parecidas en
todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquélla,
personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros
de odio y mentiras, y sin embargo casi exactamente iguales; gentes que
nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones,
en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro habría de
cambiar al mundo. ¡Si había alguna esperanza, radicaba en los proles! Sin
haber leído el final del libro, sabía Winston que ése tenía que ser el mensaje
final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar
seguro de que cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos
construyeran no le resultaría tan extraño a él, a Winston Smith, como le era
ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de
cordura. Donde hay igualdad puede haber sensatez. Antes o después
ocurriría esto, la fuerza almacenada se transmutaría en consciencia. Los
proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se miraba aquella heroica
figura del patio. Al final se despertarían. Y hasta que ello ocurriera, aunque
tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de todos los obstáculos como los
pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que el Partido no poseía
y que éste nunca podría aniquilar.
    —¿Te acuerdas —le dijo a Julia— de aquel pájaro que cantó para
nosotros, el primer día en que estuvimos juntos en el lindero del bosque?
    —No cantaba para nosotros —respondió ella—. Cantaba para
distraerse, porque le gustaba. Tampoco; sencillamente, estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no
cantaba. Por todo el mundo, en Londres y en Nueva York, en África y en el
Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras, en las
calles de París o Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los
bazares de China y del Japón, por todas partes existía la misma figura
inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el trabajo y por los partos,
en lucha permanente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De

esas poderosas entrañas nacería antes o después una raza de seres
conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro es de ellos», pensó
Winston pero era posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la
mente como ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto
estaba en pasarse de unos a otros la doctrina secreta de que dos y dos son
cuatro.
    —Nosotros somos los muertos —dijo Winston.
    —Nosotros somos los muertos —repitió Julia con obediencia escolar.
    —Vosotros sois los muertos —dijo una voz de hierro tras ellos.
    Winston y Julia se separaron con un violento sobresalto. A Winston
parecían habérsele helado las entrañas y, mirando a Julia, observó que se le
habían abierto los ojos desmesuradamente y que había empalidecido hasta
adquirir su cara un color amarillo lechoso. La mancha del colorete en las
mejillas se destacaba violentamente como si fueran parches sobre la piel.
    —Vosotros sois los muertos —repitió la voz de hierro.
    —Ha sido detrás del cuadro —murmuró Julia.
    —Ha sido detrás del cuadro —repitió la voz—. Quedaos exactamente
donde estáis. No hagáis ningún movimiento hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse
fijamente. Ni siquiera se les ocurrió escaparse, salir de la casa antes de que
fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que la voz
de hierro procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un
chasquido como si hubiese girado un resorte, y un ruido de cristal roto. El
cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla que ocultaba.
    —Ahora pueden vernos —dijo Julia.
    —Ahora podemos veros —dijo la voz—. Permaneced en el centro de la
habitación. Espalda contra espalda. Poneos las manos enlazadas detrás de la
cabeza. No os toquéis el uno al otro.
    Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor
del cuerpo de Julia. O quizá no fuera más que su propio temblor. Podía
evitar que los dientes le castañetearan, pero no podía controlar las rodillas.
    Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo, dentro y fuera de la
casa. El patio parecía estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las
piedras. La mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo un resonante

ruido, como si algo rodara por el patio. Seguramente, era el barreño de lavar
la ropa. Luego, varios gritos de ira que terminaron con un alarido de dolor.
    —La casa está rodeada —dijo Winston.
    —La casa está rodeada —dijo la voz.
    Winston oyó que Julia le decía:
    —Supongo que podremos decirnos adiós.
    —Podéis deciros adiós —dijo la voz. Y luego, otra voz por completo
distinta, una voz fina y culta que Winston creía haber oído alguna vez, dijo:
—Y ya que estamos en esto,
aquí tenéis una vela para alumbraros
mientras os acostáis; aquí tenéis mi hacha para cortaros la cabeza
.
    Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el
marco de la ventana, que había sido derribado por la escalera de mano que
habían apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente.
    Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos con uniformes negros,
botas fuertes y altas porras en las manos.
    Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba
una cosa: estarse inmóvil y no darles motivo para que le golpearan. Un
individuo con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era sólo una
raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra entre los dedos pulgar e
índice mientras parecía meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi
intolerable la sensación de hallarse desnudo, con las manos detrás de la
cabeza. El hombre sacó un poco la lengua, una lengua blanquecina, y se
lamió el sitio donde debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle
atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien había cogido el
pisapapeles de cristal y lo había arrojado contra el hogar de la chimenea,
donde se había hecho trizas.
    El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de
los que adornan algunas tartas, rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!»,
pensó Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación
contenida, a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le
hizo caer al suelo. Uno de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en
la boca del estómago, haciéndola doblarse como un metro de bolsillo. La
joven se retorcía en el suelo esforzándose por respirar. Winston no se
atrevió a volver la cabeza ni un milímetro, pero a veces entraba en su radio

de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A pesar del terror que sentía,
era como si el dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él dentro de su
cuerpo, aquel dolor espantoso que sin embargo era menos importante que la
lucha por volver a respirar. Winston sabía de qué se trataba: conocía el
terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque antes que nada es
necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por
las rodillas y los hombros y se la llevaron de la habitación como un saco.
    Winston pudo verle la cara amarilla, y contorsionada, con los ojos cerrados
y sin haber perdido todavía el colorete de las mejillas.
    Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían
a la mente pensamientos de muy poco interés en aquel momento, pero que
no podía evitar. Se preguntó qué habría sido del señor Charrington y qué le
habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se
sorprendió de ello porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj
de la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es decir, las veintiuna, pero
por la luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las
veintiuna de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran
equivocado de hora. Quizás habían creído que eran las veinte y treinta
cuando fueran en realidad las ocho treinta de la mañana siguiente, pero no
siguió pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos,
más leves éstos, en el pasillo. El señor Charrington entró en la habitación.
    Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida una actitud más
sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del señor
Charrington. Se fijó en los fragmentos del pisapapeles de cristal.
    —Recoged esos pedazos —dijo con tono severo.
    Un hombre se agachó para recogerlos.
    Charrington no hablaba ya con acento
cokney. Winston comprendió en
seguida que aquélla era la voz que él había oído poco antes en la
telepantalla. Charrington llevaba todavía su chaqueta de terciopelo, pero el
cabello, que antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente
negro. No llevaba ya gafas. Miró a Winston de un modo breve y cortante,
como si sólo le interesase comprobar su identidad y no le prestó más
atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le
había enderezado el cuerpo y parecía haber crecido. En el rostro sólo se le

notaban cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo transformaban
por completo. Las cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e
incluso las facciones le habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz
más corta. Era el rostro alerta y frío de un hombre de unos treinta y cinco
años. Pensó Winston que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo
que era uno de ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.

Comentarios

Publicar un comentario