1984 - Segunda parte - Capítulo VII + Poemas de George Orwell




Hola a todxs, llega un nuevo capítulo de 1984.
La pasada entrega les comentamos de un poema escrito por Eileen O' Shaughnessy (además de escritora, esposa de George Orwell), que podría haberlo inspirado a escribir la novela.
Ahora les traemos algunos poemas escritos por el mismo George. Su faceta poética nos es desconocida, así que dejamos aquí una muestra.

LA AMISTAD Y EL AMOR

La amistad y el amor están íntimamente enlazados, 
a tu amigable mente mi corazón pertenece: 
pero helados campos soleados, sobre estos las tenebrosas nubes se ciernen, 
nunca podrá mi mente aspirar a tu ajeno corazón. 

Respuesta de Jacintha:

Por la luz demasiado brillante son los deslumbrados ojos traicionados 
mejor es descansar dichosa bajo la sombra tranquila.



TERROR

Tumbado especulé sobre el impacto de una bala;
tuve a la vista un cuerpo del que manaba sangre,
extendido, muriendo sin ayuda.
Me vi con claridad erecto y luego
asombrado del choque de las balas.
Vi el ojo frío del fusilero,
vi el negro borde de la boca del arma,
dije, mascando las migajas:
"Dentro de nada puede que esté muerto".
Está el terror bajo un muelle de acero;
es el pulpo en el ojo de cada combatiente
en quietas aguas hondas, calmas, calmas.


Encontramos además este fragmento de programa radial o podcast,  en el que la librera Mariana Álvarez hace una reseña de este libro de poemas y comentarios generales sobre la vida del autor. 

Parte segunda - Capítulo VII

    Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia:
«He soñado que…», y se detuvo porque no podía explicarlo. Era
excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos
recuerdos relacionados con él que habían surgido en su mente segundos
después de despertarse.
    Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera del
sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera parecía
extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la
lluvia. Todo había ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la
superficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba
inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse
interminables distancias. El ensueño había partido de un gesto hecho por su
madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde, por la mujer
judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de
las balas antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.
    —¿Sabes? —dijo Winston—, hasta ahora mismo he creído que había
asesinado a mi madre.
    —¿Por qué la asesinaste? —le preguntó Julia medio dormida.
    —No, no la asesiné. Físicamente, no.
    En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos
instantes después de despertar, le había vuelto el racimo de pequeños
acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado
reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No
estaba seguro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo
más, doce.Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto
tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico
periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse
en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que
aparecían por las esquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes
con camisas del mismo color, las enormes colas en las panaderías, el
intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos… y, sobre todo, el
hecho de que nunca había bastante comida. Recordaba las largas tardes
pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la basura y en los
montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura,
mondaduras de patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan,
duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente de entre la
ceniza; y también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso
para el ganado y que a veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o
avena.
    Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni
demasiado apenada, pero se operó en ella un súbito cambio. Parecía haber
perdido por completo los ánimos. Era evidente —incluso para un niño
como Winston— que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda
seguridad que ocurriría. Hacía todo lo necesario —guisaba, lavaba la ropa y
la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo—,
todo ello muy despacio y evitándose todos los movimientos inútiles. Su
majestuoso cuerpo tenía una tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba
las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en los brazos, una
criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tan delgado que
parecía simiesco. De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y
le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de su escasa edad y de su
natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que
había de ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie
hablaba.
    Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre
cerrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un
estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su
madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobretodo recordaba su continua hambre y las sórdidas y feroces batallas a las
horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche una y otra
vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en
su afán de lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón,
debía tener la ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le diera, él
pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no
fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba
alimentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de
su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que con su
conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía
evitarlo. Incluso creía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba
parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho cuidado, se
apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo —meses
enteros— que no daban chocolate. Winston recordaba con toda claridad
aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas (por
entonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres.
    Parecía lógico que la tableta fuera dividida en tres partes iguales. De pronto
—en el ensueño—, como si estuviera escuchando a otra persona, Winston
se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que
no fuese ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas,
regateos… su hermanita agarrándose a la madre con las dos manos —
exactamente como una monita— miraba a Winston con ojos muy abiertos y
llenos de tristeza. Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de
la tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La pequeña la cogió y se
puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la
quedó mirando un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a
la nena el trocito de chocolate y salió huyendo.
    —¡Winston! ¡Winston! —le gritó su madre—. Ven aquí, devuélvele a tu
hermana el chocolate.
    El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba
preocupadísima. Incluso en ese momento, pensaba en aquello, en lo que
había de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La
hermanita, consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Sumadre la abrazó con fuerza.     Algo había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras abajo con el chocolate derritiéndosele entre los dedos.
    Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se
sintió algo avergonzado y corrió por las calles mucho tiempo hasta que el
hambre le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella época,
estas desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo
faltaban la madre y la hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni
siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre hubiera muerto. Era
muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En
cuanto a su hermana, quizás se la hubieran llevado —como hicieron con el
mismo Winston— a una de las colonias de niños huérfanos (les llamaban
Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra
civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos
forzados o sencillamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.
    El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la
madre, que parecía contener un profundo significado. Entonces recordó otro
ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había aparecido
hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través
del agua que se oscurecía por momentos.
    Le contó a Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los
ojos, la joven dio una vuelta en la cama y se colocó en una posición más
cómoda.
    —Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo —dijo indiferente
    —. Todos los niños son unos cerdos.
    —Sí, pero el sentido de esa historia…
    Winston comprendió, por la respiración de Julia, que estaba a punto de
volverse a dormir. Le habría gustado seguirle contando cosas de su madre.
No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que hubiera sido
una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro
de que su madre poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho
de regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente
suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido
pensar que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera porello de sentido. Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mismo, y si
no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él se
había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con
inmensa ternura. Aquel acto no cambiaba nada, no servía para producir más
chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre
le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el
noticiario) también había protegido al niño con sus brazos, con lo cual
podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si lo hubiera cubierto
con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de
que los simples impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba
bajo las garras del Partido, nada importaba lo que se sintiera o se dejara de
sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se
desvanecía y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le
apartaban a usted, con toda limpieza, del curso de la historia. Sin embargo,
hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos privados
que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y
un gesto completamente inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa
dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De pronto pensó Winston
que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a
un Partido, a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos
a otros. Por primera vez en su vida, Winston no despreció a los proles ni los
creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían sus fuerzas
y se lanzarían a la regeneración del mundo. Los proles continuaban siendo
humanos. No se habían endurecido por dentro. Se habían atenido a las
emociones primitivas que él, Winston, tenía que aprender de nuevo por un
esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que unas semanas antes había
visto sobre el pavimento una mano arrancada en un bombardeo y que la
había apartado con el pie tirándola a la alcantarilla como si fuera un
inservible troncho de lechuga.
    —Los proles son seres humanos —dijo en voz alta—. Nosotros, en
cambio, no somos humanos.
    —¿Por qué? —dijo Julia, que había vuelto a despertarse.
    Winston reflexionó un momento.—¿No se te ha ocurrido pensar —dijo— que lo mejor que haríamos
sería marchamos de aquí antes de que sea demasiado tarde y no volver a
vernos jamás?
    —Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.
    —Hemos tenido suerte —dijo Winston—; pero esto no puede durar
mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces normal e inocente. Si te alejas
de la gente como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.
    —¡No! Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no
te desanimes tanto. Yo sé arreglármelas para seguir viviendo.
    —Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año… no se sabe.
Pero al final es seguro que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo
solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo
que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te
fusilarán, y si me niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo
pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría para aplazar tu muerte
ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o
ha muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos
traicionemos, aunque por ello no iban a variar las cosas.
    —Si quieren que confesemos —replicó Julia— lo haremos. Todos
confiesan siempre. Es imposible evitarlo. Te torturan.
    —No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo
que digas o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de
amar… ésa sería la verdadera traición.
    Julia reflexionó sobre ello.
    —A eso no pueden obligarte —dijo al cabo de un rato—. Es lo único
que no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay
manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
    —Eso es verdad —dijo Winston con un poco más de esperanza—. No
pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena
seguir siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los
habremos derrotado.
    Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni
dejaba de oír. Podían espiarle a uno día y noche, pero no perdiendo lacabeza era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían logrado encontrar el procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano.
    Quizás esto fuera menos cierto cuando le tenían a uno en sus manos. No se
sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era fácil
figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que registraban las
reacciones nerviosas, agotamiento progresivo por la falta de sueño, por la
soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los hechos no
podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la
pista con los interrogatorios. Pero si la finalidad que uno se proponía no era
salvar la vida sino haber sido humanos hasta el final, ¿qué importaba todo
aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mismo
podría suprimirlos. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de
todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado; pero el fondo del corazón,
cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría
siempre inexpugnable.

Comentarios

  1. Muy incómoda y triste la historia de la mamá de Winston y su hermanita.
    Pero esperanzador el resto del capítulo.
    Rescato esta frase, que es algo que vengo sintiendo al leer esta novela, con la omnipresencia de Gran Hermano y las telepantallas:
    "dentro de ti no pueden entrar nunca".
    También la idea de ser humano hasta el final, que no los/nos puedan obligar a cambiar lo que sentimos.

    Otra cosa que me surge: el anticuario no tiene telepantalla. Quizás por ser prole no está obligado a tenerla, pero me hizo pensar que tener una es optativo, como si todos hubieran introducido la pantalla al hogar porque no saben vivir de otro modo. Lo digo escribiendo en una pantalla, con una pantalla en la mano. ¿Hay opción?

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  2. En mi opinión, este capítulo es muy importante para entender el mensaje de Orwell sobre el totalitarismo y la resistencia. Nos muestra cómo el Partido ha logrado alienar y controlar a las masas, pero también cómo algunos individuos conservan su humanidad y su esperanza. Nos hace reflexionar sobre el valor de la memoria, la familia y el amor, y sobre el precio que hay que pagar por defenderlos.

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