1984 - Segunda parte - Capítulo V + Video resumen



Buen lunes de capítulo para todos y buen feriado de carnaval.

Hoy además de subir el capítulo 5 de la segunda parte, les dejo el link a este video que cuenta de forma sucinta y bellamente ilustrado, el argumento de 1984. Si no quieren spoilers, no vean más allá del minuto 4:30, que es cuando Winston y Julia comienzan su relación.

Si alguien quiere recomendar algún corto o animación basada en esta historia, los links son bienvenidos.

Clic en la imagen para ver el video.


¿Cómo vienen con la lectura? ¿verdad que esta segunda parte es mucho más movida? Dan ganas de no dejar de leer.

¡Nos leemos en comentarios!



Parte Segunda - Capítulo V


    Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos
indiferentes comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él.
Al tercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro
para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los
miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista
era idéntica a la de antes —nada había sido tachado en ella—, pero contenía
un nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más,
nunca había existido.
    Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin
ventanas y con buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pero
en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente del Metro a las horas de
aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos para
la Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a
esta tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles,
manifestaciones, conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas
cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas, construir efigies,
inventar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar
fotografías… La sección de Julia en el Departamento de Novela había
interrumpido su tarea habitual y confeccionaba una serie de panfletos de
atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente, pasaba mucho tiempo
cada día revisando colecciones del
Times y alterando o embelleciendo
noticias que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora de la
noche, cuando las multitudes de los incultos proles paseaban por las calles,
la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más
frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes

explosiones que nadie podía explicar y sobre las cuales se esparcían
insensatos rumores.
    La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se
llamaba la Canción del Odio) había sido ya compuesta y era repetida
incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y
no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el redoble de
un tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se
mezclaban con el
chas-chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los
proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a media noche,
competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin esperanza».
Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su
peine cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas
que nunca. Brigadas de voluntarios organizadas por Parsons preparaban la
calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando
carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y
tendiendo peligrosamente alambres a través de la calle para colgar
pancartas. Parsons se jactaba de que las Casas de la Victoria era el único
grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su
elemento y era más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le
habían dado pretexto para ponerse otra vez los
shorts y la camisa abierta.
Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos
martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una
inagotable cantidad de sudor.
    En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se
repetía infinitamente. No tenía palabras. Se limitaba a representar, en una
altura de tres o cuatro metros, la monstruosa figura de un soldado
eurasiático que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica
inexpresiva, unas botas enormes y, apoyado en la cadera, un fusil
ametralladora a punto de disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el
cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el escorzo, parecía
apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo hueco en la
ciudad sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era que
había más retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran
Hermano. Los proles, que normalmente se mostraban apáticos respecto a la

guerra, recibían así un trallazo para que entraran en uno de sus periódicos
frenesíes de patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo
general, las bombas cohetes habían matado a más gente que de costumbre.
    Una cayó en un local de cine de Stepney, enterrando en las ruinas a varios
centenares de víctimas. Todos los habitantes del barrio asistieron a un
imponente entierro que duró muchas horas y que en realidad constituyó un
mitin patriótico. Otra bomba cayó en un solar inmenso que utilizaban los
niños para jugar y varias docenas de éstos fueron despedazados. Hubo
muchas más manifestaciones indignadas, Goldstein fue quemado en efigie,
centenares de carteles representando al soldado eurasiático fueron rasgados
y arrojados a las llamas y muchas tiendas fueron asaltadas. Luego se
esparció el rumor de que unos espías dirigían los cohetes mortíferos por
medio de la radio y un anciano matrimonio acusado de extranjería pereció
abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.
    En la habitación encima de la tienda del señor Charrington, cuando
podían ir allí, Julia y Winston se quedaban echados uno junto al otro en la
desnuda cama bajo la ventana abierta, desnudos para estar más frescos. La
rata no volvió, pero las chinches se multiplicaban odiosamente con ese
calor. No importaba. Sucia o limpia, la habitación era un paraíso. Al llegar
echaban pimienta comprada en el mercado negro sobre todos los objetos, se
sacaban la ropa y hacían el amor con los cuerpos sudorosos, luego se
dormían y al despertar se encontraban con que las chinches se estaban
formando para el contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se
encontraron allí durante el mes de junio. Winston había dejado de beber
ginebra a todas horas. Le parecía que ya no lo necesitaba. Había engordado.
Sus varices ya no le molestaban; en realidad casi habían desaparecido y por
las mañanas ya no tosía al despertarse. La vida había dejado de serle
intolerable, no sentía la necesidad de hacerle muecas a la telepantalla ni el
sufrimiento de no poder gritar palabrotas cada vez que oía un discurso.
    Ahora que casi tenían un hogar, no les parecía mortificante reunirse tan
pocas veces y sólo un par de horas cada vez. Lo importante es que existiese
aquella habitación; saber que estaba allí era casi lo mismo que hallarse en
ella. Aquel dormitorio era un mundo completo, una bolsa del pasado donde
animales de especies extinguidas podían circular. También el señor

Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie extinguida. Solía
hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía poco, por lo visto, y
apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre la minúscula
tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se guisaba y
donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente viejo con
una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles
mercancías, con su larga nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta
de terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de mercader. De vez en
cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos que
tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino
enseñándoselo sólo para que lo admirase. Hablar con él era como escuchar
el tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba
de los desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones
olvidadas. Había una sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una
vaca con un cuerno torcido y otra que relataba la muerte del pobre gallo
Robin. «He pensado que podría gustarle a usted», —decía con una risita
tímida cuando repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero
nunca recordaba ninguna canción completa.
    Julia y Winston sabían perfectamente —en verdad, ni un solo momento
dejaban de tenerlo presente— que aquello no podía durar. A veces la
sensación de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida
como el lecho donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada
sensualidad, como un alma condenada aferrándose a su último rato de
placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero también
había veces en que no sólo se sentían seguros, sino que tenían una
sensación de permanencia. Creían entonces que nada podría ocurrirles
mientras estuvieran en su habitación. Llegar hasta allí era difícil y
peligroso, pero el refugio era invulnerable. Igualmente, Winston, mirando el
corazón del pisapapeles, había sentido como si fuera posible penetrar en
aquel mundo de cristal y que una vez dentro el tiempo se podría detener.
Con frecuencia se entregaban ambos a ensueños de fuga. Se imaginaban
que tendrían una suerte magnífica por tiempo indefinido y que podrían
continuar llevando aquella vida clandestina durante toda su vida natural. O
bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y Julia, mediante

sutiles maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían juntos. O
desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie los reconocería,
aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica
y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla.
Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había
escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban
dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando
un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones
ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire
disponible.
    Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo
activo, pero no tenían idea de cómo dar el primer paso. Incluso si la
fabulosa Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en ella.
    Winston le contó a Julia la extraña intimidad que había, o parecía haber,
entre él y O’Brien, y del impulso que sentía a veces de salirle al encuentro a
O’Brien y decirle que era enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era muy
curioso que a Julia no le pareciera una locura semejante proyecto. Estaba
acostumbrada a juzgar a las gentes por su cara y le parecía natural que
Winston confiase en O’Brien basándose solamente en un destello de sus
ojos. Además, Julia daba por cierto que todos, o casi todos, odiaban
secretamente al Partido e infringirían sus normas si creían poderlo hacer
con impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera existir
jamás una oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su
ejército subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces que el
Partido se había inventado para sus propios fines y en los que todos fingían
creer. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del
Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de
personas cuyos nombres nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes
no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los procesos públicos, Julia
acudía entre las jóvenes de la Liga Juvenil que rodeaban el edificio de los
tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!».
    Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a Goldstein con más
energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de quién era
Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar. Había crecido dentro

de la Revolución y era demasiado joven para recordar las batallas
ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un
movimiento político independiente; y en todo caso el Partido era invencible.
Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que
podía hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos
aislados de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier
sitio.
    En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la
propaganda del Partido. Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se
quedó asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio por
cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete
que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno
de Oceanía sólo para que la gente estuviera siempre asustada. A Winston
nunca se le había ocurrido esto. También despertó en él una especie de
envidia al confesarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella
era contenerse y no romper a reír a carcajadas, pero Julia nunca discutía las
enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida. Estaba
dispuesta a aceptar la mitología oficial, porque no le parecía importante la
diferencia entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo —porque lo había
aprendido en la escuela— que el Partido había inventado los aeroplanos.
(En cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los años
cincuenta y tantos, el Partido no pretendía haber inventado, en el campo de
la aviación, más que el autogiro; una docena de años después, cuando Julia
iba a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra
generación, asegurarían haber descubierto la máquina de vapor). Y cuando
Winston le dijo que los aeroplanos existían ya antes de nacer él y mucho
antes de la Revolución, esto le pareció a la joven carecer de todo interés.
¿Qué importaba, después de todo, quién hubiese inventado los aeroplanos?
Mucho más le llamó la atención a Winston que Julia no recordaba que
Oceanía había estado en guerra, hacía cuatro años, con Asia Oriental y en
paz con Eurasia. Desde luego, para ella la guerra era una filfa, pero por lo
visto no se había dado cuenta de que el nombre del enemigo había
cambiado. «Yo creía que siempre habíamos estado en guerra con Eurasia»,
dijo en tono vago. Esto le impresionó mucho a Winston. El invento de los

aeroplanos era muy anterior a cuando ella nació, pero el cambiazo en la
guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Julia era una
muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante un cuarto
de hora. Al final, logró hacerle recordar confusamente que hubo una época
en que el enemigo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero ella seguía
sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo con
impaciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobra
sabemos que las noticias de guerra son todas una pura mentira».
    A veces le hablaba Winston del Departamento de Registro y de las
descaradas falsificaciones que él perpetraba allí por encargo del Partido.
Todo esto no la escandalizaba. Él le contó la historia de Jones, Aaronson y
Rutherford, así como el trascendental papelito que había tenido en su mano
casualmente. Nada de esto la impresionaba. Incluso le costaba trabajo
comprender el sentido de lo que Winston decía.
    —¿Es que eran amigos tuyos? —le preguntó.
    —No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido
Interior. Además, eran mucho mayores que yo. Conocieron la época
anterior a la Revolución. Yo sólo los conocía de vista.
    —Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días matan gente; es lo
corriente.
    Intentó hacerse comprender:
    —Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a
alguien. ¿No te das cuenta de que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha
sido suprimido? Si sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos
sólidos, y sin etiquetas que los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya
apenas conocemos nada de la Revolución y mucho menos de los años
anteriores a ella. Todos los documentos han sido destruidos o falsificados,
todos los libros han sido otra vez escritos, los cuadros vueltos a pintar, las
estatuas, las calles y los edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas
han sido alteradas. Ese proceso continúa día tras día y minuto tras minuto.
    La Historia se ha parado en seco. No existe más que un interminable
presente en el cual el Partido lleva siempre razón. Naturalmente, yo sé que
el pasado está falsificado, pero nunca podría probarlo aunque se trate de
falsificaciones realizadas por mí. Una vez que he cometido el hecho, no

quedan pruebas. La única evidencia se halla en mi propia mente y no puedo
asegurar con certeza que exista otro ser humano con la misma convicción
que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener en mis
manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de
haber ocurrido, años después.
    —Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?
    —De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy
volviera a tener una ocasión semejante guardaría el papel.
    —¡Pues yo no! —dijo Julia—. Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo
por algo que merezca la pena, no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué
habrías hecho con esa fotografía si la hubieras guardado?
    —Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una
prueba y habría sembrado algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me
hubiese atrevido a enseñársela a alguien. No creo que podamos cambiar el
curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se
creen algunos centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan
aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la
generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar nuestra obra.
    —No me interesa la próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.
    —No eres una rebelde más que de cintura para abajo —dijo él.
    Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello,
complacida.
    Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina
del partido. Cuando Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el
doblepensar, la mutabilidad del pasado y la degeneración de la realidad
objetiva y se ponía a emplear palabras de neolengua, la joven se aburría
espantosamente, además de hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que
nunca se había fijado en esas cosas. Si se sabía que todo ello era un
absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo único que a ella le interesaba
era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo le correspondía abuchear. Si
Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del
modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden dormirse
en cualquier momento y en las posturas más increíbles. Hablándole,
comprendía Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la

ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto
modo la visión del mundo inventada por el Partido se imponía con

excelente éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las
violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo
la enormidad de lo que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los
acontecimientos públicos para darse cuenta de lo que ocurría. Por falta de
comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo
tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba
residuos lo mismo que un grano de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin
hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.


Comentarios

  1. Me pone muy nervioso que Winston y Julia estén en sintonías diferentes. Durante un par de capítulos sentí que Winston había encontrado con quién enfrentarse al Partido, pero sólo había encontrado a alguien con quién romper las reglas. Winston vuelve a estar solo.

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    1. Es interesante esa diferencia, ¿podría ser cuestión de edad? Muchas cosas ella no las vivió y quizás por eso sólo encuentra formas limitadas de rebelión.
      Me gusta Winston, que quiere guardar archivo de las pruebas de alteración del pasado, como un bibliotecario de la rebelión.
      Nota: el capítulo empieza con la desaparición de Syme. Un perfil de ese personaje interesante (que escribe el diccionario definitivo de la neolengua) se desarrolla en el capítulo 5 de la primera parte.

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  2. En este capítulo aparece también algo de esa impronta poética de Orwell, ¿no? Me quedo con una idea -naif, lo sé- de que al compartir ese mundo con Julia, Winston empieza a sentirse mejor. Aún confío en el amor jeje... "No creo que podamos cambiar el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se
    creen algunos centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan
    aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la
    generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar nuestra obra." Esto me pegó también... Lo relaciono con la actualidad. Claro que deseando también que no quede para una próxima generación sino para esta.

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