1984 - Segunda parte - Capítulo IX + Seis reglas para escribir de George Orwell

 



Buen comienzo de semana a todxs.

Les quiero contar que hice el intento de "pedirle" a la IA que genere ilustraciones para este capítulo y pasaron tres cosas:

1. Una de las páginas generó unas imágenes maravillosas pero no se relacionaban con el capítulo. Aquí van algunas. Las pongo porque me parece que tienen un aura extraña.




2. Otra de las páginas me decía que algunas palabras de mi solicitud no eran correctas, que me expresara de otro modo. Conclusión: no pudo generar imágenes. Las palabras que usé eran las de la novela, así que no sé cuáles motivaron la censura.

3. Mientras charlaba con la IA me comí terrible spoiler de este capítulo o los próximos. Pésimo servicio. 

Al final le pedí ayuda a @elbestjuego, que es medio experto en IA (al menos para mí) y me dijo que la IA se negaba a dibujar ese pedido. Chan. Después logró sacarle unas imágenes genéricas pero muy interesantes que les dejo acá:






Así que dado el fallido con las ilustraciones, para hoy les traje Las seis reglas para escribir de George Orwell:







1. Nunca uses una metáfora, un símil u otra figura gramatical que suelas ver impresa.

2. Nunca uses una palabra larga donde puedas usar una corta.

3. Si es posible suprimir una palabra, hay que suprimirla.

4. Nunca uses la voz pasiva cuando puedas usar la voz activa.

5. Nunca uses una locución extranjera, una palabra científica o un término de jerga si podés encontrar un equivalente en el lenguaje cotidiano.

6. Rompé cualquiera de estas reglas antes de decir algo que esté fuera de lugar.





Quienes se dedican a la escritura, ¿qué opinan de sus reglas? A mí me cae más simpático Orwell y me gustan sus recomendaciones. La tercera me suena muy 1984 y la última es fundamental. Si hay reglas, es que se pueden romper.


¡Nos leemos en comentarios!


Parte segunda - Capítulo IX


Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse
convirtiendo en gelatina. Pensó que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la
gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a ver
la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil
estructura de nervios, huesos y piel. Todas las sensaciones le parecían
ampliadas. Su mono le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas en los pies
y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un
esfuerzo que le hacía sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que
todos los funcionarios del Ministerio. Ahora había terminado todo y nada
tenía que hacer hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis horas
en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se
dirigió despacio en dirección a la tienda del señor Charrington, sin perder
de vista las patrullas, pero convencido, irracionalmente, de que aquella
tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera que llevaba le
golpeaba la rodilla a cada paso. Dentro llevaba el
libro, que tenía ya desde
seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera lo había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio, después de los desfiles,
discursos, gritos, cánticos, banderas, películas, figuras de cera, estruendo de
trompetas y tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques,
zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos…, después de seis
días de todo esto, cuando el gran orgasmo político llegaba a su punto
culminante y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado
que si la multitud hubiera podido apoderarse de los dos mil prisioneros de
guerra eurasiáticos que habían sido ahorcados públicamente el último día de
los festejos, los habría despedazado…, en ese momento precisamente se

había anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía
luchaba ahora contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engaño.
Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y en todas partes al
mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental. Winston
tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas
centrales de Londres en el momento del cambiazo. Era de noche y todo
estaba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza había varios
millares de personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme
de los Espías. En una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del
Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con unos brazos
desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos
mechones sueltos atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña
figura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono con una mano mientras
que con la otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos
amenazadores por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían
metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades, matanzas en masa,
deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de
poblaciones civiles, agresiones injustas, propaganda mentirosa y tratados
incumplidos. Era casi imposible escucharle sin convencerse primero y
luego volverse loco. A cada momento, la furia de la multitud hervía
inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una salvaje y bestial
gritería que brotaba incontrolablemente de millares de gargantas. Los
chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El discurso
duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió apresuradamente
a la plataforma y le entregó a aquel hombre un papelito. Él lo desenrolló y
lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz ni en su gesto, ni
siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres eran
diferentes. Sin necesidad de comunicárselo por palabras, una oleada de
comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia
Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las
banderas, los carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados.
Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de
Goldstein eran los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos

se dedicaban a arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los
trozos de papel y cartón roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad
subiéndose a los tejados para cortar las bandas de tela pintada que cruzaban
la calle. Pero a los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador,
que no había soltado el micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al
aire. Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odio exactamente como
antes. Sólo que el objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo
exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar
siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos tenía
Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran
algarabía, cuando se le acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un
hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a usted esta cartera».
Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar
varios días sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se
fue directamente al Ministerio de la Verdad, aunque eran ya las veintitrés.
Lo mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que
repetían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus
puestos apenas eran necesarias. Todos sabían lo que les tocaba hacer en
tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado
siempre en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política
de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible.
Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de
propaganda, películas, bandas sonoras, fotografías… todo ello tenía que ser
rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes en estos
casos, se sabía que los jefes de departamento deseaban que dentro de una
semana no quedara en toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con
Eurasia ni a la alianza con Asia Oriental. El trabajo que esto suponía era
aplastante. Sobre todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no
se llamaban por sus nombres verdaderos. En el Departamento de Registro
todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro con dos turnos de tres
horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los
pasillos. Las comidas se componían de sandwiches y café de la Victoria —

traído en carritos por los camareros de la cantina—. Cada vez que Winston
interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos diarios, procuraba
dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando
volvía al cabo de tres horas, con el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se
encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había cubierto la
mesa como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por
el suelo, de modo que su primer trabajo consistía en ordenar todo aquello
para tener sitio donde moverse. Lo peor de todo era que no se trataba de un
trabajo mecánico. A veces bastaba con sustituir un nombre por otro, pero
los informes detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado e
imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la
guerra de una parte del mundo a otra eran considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse
las gafas cada cinco minutos. Era como luchar contra alguna tarea física
aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin
embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es
curioso que no le preocupara el hecho de que todas las palabras que iba
murmurando en el hablescribe, así como cada línea escrita con su lápizpluma, era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor
de que la falsificación no fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos
sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de cilindros de papel
fue disminuyendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno por el tubo;
luego salió otro rollo y después nada absolutamente. Por todas partes
ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el Ministerio. Se acababa
de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya
que ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con
Eurasia había sucedido. Inesperadamente, se anunció que todos los
trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la
mañana. Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera con el
libro,
la cual había permanecido entre sus pies —mientras trabajaba— y debajo
de su cuerpo mientras dormía. Se fue a casa, se afeitó y casi se quedó
dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.

Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda
del señor Charrington. Por supuesto, estaba cansadísimo, pero se le había
pasado el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia estufa y
puso a calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida. Mientras la
esperaba, tenía el
libro. Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las
correas de la cartera.
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en
cuya cubierta no había nombre ni título alguno. La impresión también era
algo irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y el libro se
abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La
inscripción de la portada decía:
TEORÍA Y PRÁCTICA DEL COLECTIVISMO
OLIGÁRQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
Winston empezó a leer:
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia —probablemente desde fines
del periodo neolítico— ha habido en el mundo tres clases de personas: los
Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han
llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que
han guardado unos hacia otros, ha variado de época en época; pero la
estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de
enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma
estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a
la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en
otro.
Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.

Winston interrumpió la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del
hecho asombroso de hallarse leyendo tranquilo y seguro. Estaba solo, sin
telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir el impulso
nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano.
Un airecillo suave le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los
niños que jugaban. En la habitación misma no había más sonido que el
débil tic-tac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más
cómodamente en la butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea.
Aquello era una bendición, era la eternidad. De pronto, como suele hacerse
cuando sabemos que un libro será leído y releído por nosotros, sintió el
deseo de «calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y se encontró
en el capítulo III. Siguió leyendo:
CAPÍTULO III
La guerra es la paz
La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un
acontecimiento que pudo haber sido previsto —y que en realidad lo fue—
antes de mediar el siglo
XX. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio
británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los
tres poderes ahora existentes, Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental,
sólo surgió como unidad aparte después de otra década de confusa lucha.
Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y
en otras fluctúan según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen
a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la parte norte de la masa
terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el estrecho de Bering.
Oceanía comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las
Islas Británicas, Australasia y África Meridional. Asia Oriental, potencia
más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida,
abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y
una amplia y fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra
permanente y llevan así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la guerra
aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras décadas

del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes
incapaces de destruirse unos a otros, sin una causa material para luchar y
que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras. Esto no quiere
decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos
sangrientas ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo bélico es
continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la
esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros
hasta el punto de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y
cuando esto no lo comete el enemigo sino el bando propio, se estima
meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas,
la mayoría especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas
relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el
hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas
flotantes que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de
civilización la guerra no significa más que una continua escasez de víveres
y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas de
víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más
exactitud, puede decirse que ha variado el orden de importancia de las
razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y
son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en las
grandes guerras de la primera mitad del siglo
XX.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual —pues, a pesar del
reagrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra—
hay que darse cuenta en primer lugar de que esta guerra no puede ser
decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado
definitivamente ni siquiera por los otros dos en combinación. Sus fuerzas
están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado
poderosas. Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres,
Oceanía por la anchura del Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la
fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por
qué luchar. Con las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que
era una de las causas principales de las guerras anteriores, ha dejado de
tener sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una
cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso

que puede obtener casi todas las materias que necesita dentro de sus propias
fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo. Entre las
fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a
ninguno de ellos, se extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger,
Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi una quinta parte de la
población de la Tierra. Las tres potencias luchan constantemente por la
posesión de estas regiones densamente pobladas, así como por las zonas
polares. En la práctica, ningún poder controla totalmente esa área disputada.
Porciones de ella están cambiando a cada momento de manos, y lo que en
realidad determina los súbitos y múltiples cambios de alianzas es la
posibilidad de apoderarse de uno u otro pedazo de tierra mediante una
inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y
algunos de ellos producen ciertas cosas, como la goma, que en los climas
fríos es preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre todo,
proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La
potencia que controle el África Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la
India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también de
centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los
habitantes de esas regiones, reducidos más o menos abiertamente a la
condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a otro y son
empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que
sirven para capturar más territorios y ganar así más mano de obra, con lo
cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar más territorios,
y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa
los límites de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y
retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla septentrional del
Mediterráneo; las islas del océano Índico y del Pacífico son conquistadas y
reconquistadas constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en
Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia Oriental nunca es estable;
en torno al polo norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su
mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se
altera apenas con todo ello y el territorio que constituye el suelo patrio de
cada uno de los tres superestados nunca pierde su independencia. Además,

la mano de obra de los pueblos explotados alrededor del ecuador no es
verdaderamente necesaria para la economía mundial. Nada atañe a la
riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines de guerra,
y el objeto de prepararse para una guerra no es más que ponerse en
situación de emprender otra guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten,
con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si no existiera ese
refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta
se mantiene no variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los
principios del doblepensar) la reconocen y, a la vez, no la reconocen, los
cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de
las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del
siglo
XIX había sido un problema latente de la sociedad industrial qué había
de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo. Ahora, aunque son
pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no
es urgente y nunca podría tener caracteres graves aunque no se emplearan
procedimientos artificiales para destruir esos productos. El mundo de hoy,
si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno
de desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de
aquella época esperaba. A principios del siglo
XX la visión de una sociedad
futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para todo —un
reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de
nívea blancura— era el ideal de casi todas las personas cultas. La ciencia y
la tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y parecía natural
que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el
perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado por una larga
serie de guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y
técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía
existir en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo
es hoy más primitivo que hace cincuenta años. Algunas zonas secundarias
han progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos, ligados
siempre a la guerra y al espionaje policiaco, pero los experimentos
científicos y los inventos no han seguido su curso y los destrozos causados
por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron a ser

reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando
aparecieron las grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez
haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran
medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las
máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad, entonces el
hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el cansancio
serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y,
en realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso
automático —produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir
—, elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían
a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines
del siglo
XIX.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan
extraordinario amenazaba con la destrucción —era ya, en sí mismo, la
destrucción— de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos
trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas
cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y
poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la
forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a
generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible
imaginarse una sociedad en que la
riqueza, en el sentido de posesiones y
lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el
poder
siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero,
en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si
todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres
humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas
y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se
darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía
derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la
larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza y
en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola —como querían algunos
pensadores de principios de este siglo— no era una solución práctica,
puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización, que se había
hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que

permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y
caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas
restringiendo la producción. Esto se practicó en gran medida entre 1920 y
1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se
renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias,
quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en
qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto implicaba
una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias,
despertaba inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener
en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo.
Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica,
la única manera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas
humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de
pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz
constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva
comodidad y, con ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes.
Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un
método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser
consumido. En una fortaleza flotante, por ejemplo, se emplea el trabajo que
hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda
anticuada, y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se
construye una nueva fortaleza flotante mediante un enorme acopio de mano
de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea para consumir todo lo
que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la
población. Este mínimo se calcula siempre en mucho menos de lo
necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi todos los artículos
necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye
una táctica deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de
la escasez, porque un estado general de escasez aumenta la importancia de
los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro
resulte más evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del
siglo
XX, incluso los miembros del Partido Interior llevan una vida austera y
laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan —un buen piso,
mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y tabaco, dos o tres
criados, un auto o un autogiro privado— los colocan en un mundo diferente
del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen una
ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que
llamamos «los proles». La atmósfera social es la de una ciudad sitiada,
donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la diferencia
entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en
guerra, y por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una
reducida casta parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la
efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería muy
sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y pirámides,
abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas
cantidades de bienes y prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base
económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa
no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen
absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que
hasta el más humilde de los miembros del Partido sea competente, laborioso
e incluso inteligente —siempre dentro de límites reducidos, claro está—,
pero siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que
prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una continua sensación
orgiástica de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea
la mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y,
ya que no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va
bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La
desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus
miembros, y que se logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya
casi universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos en la
escala jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria
bélica y el odio al enemigo son más intensos. Para ejercer bien sus
funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro del
Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede
saber muchas veces que una pretendida guerra o no existe o se está

realizando con fines completamente distintos a los declarados. Pero ese
conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del
doblepensar. De modo que ningún miembro del Partido Interior vacila ni un
solo instante en su creencia mística de que la guerra es una realidad y que
terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el
mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen en esta futura victoria
total como en un artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente
mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una
aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma
secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de
las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida la
inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia
en su antiguo sentido ha dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra
para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el cual se basaron
todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios
fundamentales de Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando
sus productos pueden ser empleados para disminuir la libertad humana.
Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la
Tierra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de toda libertad
del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de resolver
el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que
está pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en
pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de millones de
personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El
hombre de ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia
con extraordinaria minuciosidad el significado de las expresiones faciales,
gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la
verdad, la terapéutica del
shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es
un químico, un físico o un biólogo, sólo se preocupará por aquellas ramas
que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios
del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las
selvas brasileñas, en el desierto australiano o en las islas perdidas del
Atlántico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se dedican

sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas
cohete cada vez mayores, explosivos cada vez más poderosos y corazas
cada vez más impenetrables; otros buscan gases más mortíferos o venenos
que puedan ser producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la
vegetación de todo un continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra
todos los posibles antibióticos; otros se esfuerzan por producir un vehículo
que se abra paso por la tierra como un submarino bajo el agua, o un
aeroplano tan independiente de su base como un barco en el mar; otros
exploran posibilidades aún más remotas, como la de concentrar los rayos
del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en el espacio a miles de
kilómetros, o producir terremotos artificiales utilizando el calor del centro
de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y
ninguno de los tres superestados adelanta a los otros dos de un modo
definitivo. Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la bomba
atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora
tratan de convertir en realidad. Aunque el Partido, según su costumbre,
quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron por primera
vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas
en gran escala unos diez años después. En aquella época cayeron unos
centenares de bombas en los centros industriales, principalmente de la
Rusia europea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era
convencer a los gobernantes de todos los países que unas cuantas bombas
más terminarían con la sociedad organizada y por tanto con su poder. A
partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se
arrojaron más bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo
bombas atómicas y almacenándolas en espera de la oportunidad decisiva
que todos creen llegará algún día. Mientras tanto, el arte de la guerra ha
permanecido estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se
usan más que antes, los aviones de bombardeo han sido sustituidos en gran
parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de guerra
fue reemplazado por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir.
Pero, aparte de ello, apenas ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando
el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso el rifle y la

granada de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por
la prensa y las telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras
anteriores en las cuales morían en pocas semanas centenares de miles —e
incluso millones de hombres— no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que
suponga el riesgo de una seria derrota. Cuando se lleva a cabo una
operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa
contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados —o que
pretenden seguir— es la misma. Su plan es adquirir, mediante una
combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los
Estados rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir
en relaciones pacíficas con él durante el tiempo que sea preciso para que se
confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios
estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún
día simultáneamente, con efectos tan devastadores que no habrá posibilidad
de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con la otra potencia,
en preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es
un ensueño de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en
las zonas disputadas en el ecuador y en los polos: no hay invasiones del
territorio enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias las
fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar
fácilmente las Islas Británicas, que forman parte, geográficamente, de
Europa, y también sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras hasta el
Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto violaría el principio —seguido por
todos los bandos, aunque nunca formulado— de la integridad cultural. Así,
si Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con los nombres de
Francia y Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes —
tarea de gran dificultad física— o asimilarse una población de un centenar
de millones de personas que, en lo técnico, están a la misma altura que los
oceánicos. El problema es el mismo para todos los superestados, siendo
absolutamente imprescindible que su estructura no entre en contacto con
extranjeros, excepto en reducidas proporciones con prisioneros de guerra y
esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es considerado con
mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano

de Eurasia ni de Asia Oriental —aparte de los prisioneros— y se le prohíbe
que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar en relación con
extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que
casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se
rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá desaparecieran el miedo,
el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto,
en los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto,
Java o Ceilán, las fronteras principales nunca podrán ser cruzadas más que
por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido
tácitamente y sobre el que se basa toda conducta oficial, a saber: que las
condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En
Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el
neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se conoce por un nombre chino
que suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría
mejor expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no
se le permite saber nada de las otras dos ideologías, pero se le enseña a
condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido común.
La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los
sistemas sociales que ellas soportan son los mismos. En los tres existe la
misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino, la
misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo
no puedan conquistarse mutuamente los tres superestados, sino que no
tendrían ventaja alguna si lo consiguieran. Por el contrario, se ayudan
mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres
potencias saben y no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus
vidas a la conquista del mundo, pero están convencidos al mismo tiempo de
que es absolutamente necesario que la guerra continúe eternamente sin
ninguna victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no hay peligro
de conquista hace posible la denegación sistemática de la realidad, que es la
característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí hemos
de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado
fundamentalmente de carácter.

En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más
pronto o más tarde tenía un final; generalmente, una clara victoria o una
derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los
principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en
contacto con la realidad física. Todos los gobernantes de todas las épocas
intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos, pero no
podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera
que la derrota significaba la pérdida de la independencia o cualquier otro
resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones para evitar la
derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en
filosofía, en ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco,
cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano tenían que ser cuatro. Las
naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha
por una mayor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces
había que aprender del pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo
ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran
parciales, naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como
la que hoy se realiza. La guerra era una garantía de cordura. Y respecto a las
clases gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser, desde el poder,
absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra
cualquiera podía ser ganada o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque
desaparece toda necesidad militar. El progreso técnico puede cesar y los
hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas sin
importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento.
Como cada uno de los tres superestados es inconquistable, cada uno de ellos
es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser practicada con
toda tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su
presión sobre las necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y
de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber venenos ni caerse de las
ventanas, etc… Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor
físico, sigue habiendo una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los
contactos con el mundo exterior y con el pasado, el ciudadano de Oceanía
es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera de saber

por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de
un Estado como éste son absolutos como pudieran serlo los faraones o los
césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran de hambre en
cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica
militar que sus rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden
retorcer y deformar la realidad dándole la forma que se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una
impostura. Se podría comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes
cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero
aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el
sobrante de bienes y ayuda a conservar la atmósfera mental imprescindible
para una sociedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto
de política interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países,
aunque reconocieran sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y
gritaran en lo posible la destructividad de la guerra, en definitiva luchaban
unos contra otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días no
luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios
súbditos, y el objeto de la guerra no es conquistar territorio ni defenderlo,
sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra
guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al
hacerse continua, ha dejado de existir. La presión que ejercía sobre los seres
humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo
XX ha desaparecido,
siendo sustituida por algo completamente distinto. El efecto sería muy
parecido si los tres superestados, en vez de pelear cada uno con los otros,
llegaran al acuerdo —respetándolo— de vivir en paz perpetua sin traspasar
cada uno las fronteras del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría
siendo un mundo cerrado libre de la angustiosa influencia del peligro
externo. Una paz que fuera de verdad permanente sería lo mismo que una
guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los
miembros del Partido lo entienden sólo de un modo superficial) de la
consigna del Partido:
La guerra es la paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado
una bomba. La inefable sensación de estar leyendo el libro prohibido, en

una habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción. La
soledad y la seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio
de su cuerpo, la suavidad de la alfombra, la caricia de la débil brisa que
entraba por la ventana… El libro le fascinaba o, más exactamente, lo
tranquilizaba. En cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era
una parte de su encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho,
si le hubiera sido posible ordenar sus propios pensamientos y darles una
clara expresión. Este libro era el producto de una mente semejante a la suya,
pero mucho más poderosa, más sistemática y libre de temores. Pensó
Winston que los mejores libros son los que nos dicen lo que ya sabemos.
Había vuelto al capítulo I cuando oyó los pasos de Julia en la escalera. Se
levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró
su bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de él. Hacía más de una semana que
no se habían visto.
—Tengo el
libro —dijo Winston en cuanto se apartaron.
—¿Ah, sí? Muy bien —dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente
se arrodilló junto a la estufa para hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en
la cama. La tarde era bastante fresca para que mereciera la pena cerrar la
ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de botas
sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del
patio. A todas horas del día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía
sueño, Winston volvió a coger el libro, que estaba en el suelo, y se sentó
apoyando la espalda en la cabecera de la cama.
—Tenemos que leerlo —dijo—. Y tú también. Todos los miembros de
la Hermandad deben leerlo.
—Léelo tú —dijo Julia con los ojos cerrados—. Léelo en voz alta. Así
es mejor. Y me puedes explicar los puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o
cuatro horas más. Winston se puso el libro abierto sobre las rodillas en
ángulo y empezó a leer:
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia —probablemente desde fines
del período neolítico— ha habido en el mundo tres clases de personas: los
Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han
llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que
han guardado unos hacia otros, han variado de época en época; pero la
estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de
enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma
estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a
la posición de equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido o en
otro.
—Julia, ¿estás despierta? —dijo Winston.
—Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.
Winston continuó leyendo:
Los fines de estos tres grupos son inconciliables. Los Altos quieren
quedarse donde están. Los Medianos tratan de arrebatarles sus puestos a los
Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la tienen —porque su principal
característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida cotidiana
—, consiste en abolir todas las distinciones y crear una sociedad en que
todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente la
misma lucha social. Durante largos períodos, parece que los Altos se
encuentran muy seguros en su poder, pero siempre llega un momento en
que pierden la confianza en sí mismos o se debilita su capacidad para
gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los
Medianos, que llevan junto a ellos a los Bajos porque les han asegurado que
ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran sus objetivos, los
Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de
servidumbre, convirtiéndose ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los
Medianos se separa de los demás y empiezan a luchar entre ellos. De los
tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera
transitoriamente. Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha
habido progreso material. Aun hoy, en un período de decadencia, el ser
humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna

reforma ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la
igualdad humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún cambio
histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de sus
amos.
A fines del siglo
XIX eran muchos los que habían visto claro este juego.
De ahí que surgieran escuelas del pensamiento que interpretaban la Historia
como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era la ley
inalterable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre
sus partidarios, pero se había introducido un cambio significativo. En el
pasado, la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad había sido la
doctrina privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas,
jurisconsultos, etc. Los Medianos, mientras luchaban por el poder,
utilizaban términos como «libertad», «justicia» y «fraternidad». Sin
embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser atacado por
individuos que todavía no estaban en el Poder, pero que esperaban estarlo
pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones bajo la bandera de
la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas
desaparecida la anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos
proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo, teoría que apareció a
principios del siglo
XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se
extendía hasta las rebeliones de esclavos en la antigüedad, seguía
profundamente infestado por las viejas utopías. Pero a cada variante de
socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente la
pretensión de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movimientos
que surgieron a mediados del siglo, Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo en
Eurasia y adoración de la muerte en Asia Oriental, tenían como finalidad
consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social.
Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron de los antiguos y tendieron
a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus ideologías. Pero el
propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la
Historia en un momento dado. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una
vez más y luego a detenerse. Como de costumbre, los Altos serían
desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en

Altos, pero esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos
conservarían su posición permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de
conocimientos históricos y del aumento del sentido histórico, que apenas
había existido antes del siglo
XIX. Se entendía ya el movimiento cíclico de
la Historia, o parecía entenderse; y al ser comprendido podía ser también
alterado. Pero la causa principal y subyacente era que ya a principios del
siglo
XX era técnicamente posible la igualdad humana. Seguía siendo cierto
que los hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las
funciones habían de especializarse de modo que favorecían inevitablemente
a unos individuos sobre otros; pero ya no eran precisas las diferencias de
clase ni las grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de
clase no sólo habían sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el
precio de la civilización. Sin embargo, el desarrollo del maquinismo iba a
cambiar esto. Aunque fuera aún necesario que los seres humanos realizaran
diferentes clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes
niveles sociales o económicos. Por tanto, desde el punto de vista de los
nuevos grupos que estaban a punto de apoderarse del mando, no era ya la
igualdad humana un ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que
había de ser evitado. En épocas más antiguas, cuando una sociedad justa y
pacífica no era posible, resultaba muy fácil creer en ella. La idea de un
paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y
sin trabajo agotador, estuvo obsesionando a muchas imaginaciones durante
miles de años. Y esta visión tuvo una cierta importancia incluso entre los
grupos que de hecho se aprovecharon de cada cambio histórico. Los
herederos de la Revolución francesa, inglesa y americana habían creído
parcialmente en sus frases sobre los derechos humanos, libertad de
expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron influir en su
conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la década cuarta
del siglo
XX todas las corrientes de pensamiento político eran autoritarias.
Pero ese paraíso terrenal quedó desacreditado precisamente cuando podía
haber sido realizado, y en el segundo cuarto del siglo
XX volvieron a
ponerse en práctica procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos:
encarcelamiento sin proceso, empleo de los prisioneros de guerra como

esclavos, ejecuciones públicas, tortura para extraer confesiones, uso de
rehenes y deportación de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y
fue defendido por individuos considerados como inteligentes y avanzados.
Los nuevos sistemas políticos se basaban en la jerarquía y la regimentación.
Después de una década de guerras nacionales, guerras civiles,
revoluciones y contrarrevoluciones en todas partes del mundo, surgieron el
Ingsoc y sus rivales como teorías políticas inconmovibles. Pero ya las
habían anunciado los varios sistemas, generalmente llamados totalitarios,
que aparecieron durante el segundo cuarto de siglo y se veía claramente el
perfil que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia estaba
formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos,
organizadores sindicales, especialistas en propaganda, sociólogos,
educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo origen
estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera,
había sido formada y agrupada por el mundo inhóspito de la industria
monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con los miembros de
las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les
tentaba menos el lujo y más el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más
consciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban con mayor
intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era esencial.
Comparadas con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron
débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se hallaban contagiados
siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar
cabos sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados
y no se interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar. En parte, esto
se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario para
someter a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el
invento de la imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión pública, y el
cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este proceso. Con el
desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y
transmitir simultáneamente en el mismo aparato, terminó la vida privada.
Todos los ciudadanos, o por lo menos todos aquellos ciudadanos que
poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos,
podían ser tenidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante

observación de la policía y rodeados sin cesar por la propaganda oficial,
mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.
Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los
gobernados, no sólo a una completa obediencia a la voluntad del Estado,
sino a la completa uniformidad de opinión.
Después del período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y
setenta, la sociedad volvió a agruparse como siempre, en Altos, Medios y
Bajos. Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia de sus predecesores, no
actuaba ya por instinto, sino que sabía lo que necesitaba hacer para
salvaguardar su posición. Los privilegiados se habían dado cuenta desde
hacía bastante tiempo de que la base más segura para la oligarquía es el
colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente
cuando se poseen conjuntamente. La llamada «abolición de la propiedad
privada», que ocurrió a mediados de este siglo, quería decir que la
propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que
anteriormente, pero con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían
un grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente, ningún
miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso
personal. Colectivamente, el Partido es el dueño de todo lo que hay en
Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los productos como mejor se
le antoja. En los años que siguieron a la Revolución, pudo ese grupo tomar
el mando sin encontrar apenas oposición porque todo el proceso fue
presentado como un acto de colectivización. Siempre se había dado por
cierto que si la clase capitalista era expropiada, el socialismo se impondría,
y era un hecho que los capitalistas habían sido expropiados. Las fábricas,
las minas, las tierras, las casas, los medios de transporte, todo se les había
quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad privada, era evidente que
pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente del antiguo
socialismo y que había heredado su fraseología, realizó los principios
fundamentales de ese socialismo, con el resultado previsto y deseado, de
que la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la perpetuación de una sociedad
jerarquizada son mucho más complicados. Sólo hay cuatro medios de que
un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o

gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o permite la
formación de un grupo medio que lo pueda desplazar, o pierde la confianza
en sí mismo y la voluntad de mando. Estas causas no operan sueltas, y por
lo general se presentan las cuatro combinadas en cierta medida. El factor
que decide en última instancia es la actitud mental de la propia clase
gobernante.
Después de mediados del siglo
XX, el primer peligro había desaparecido.
No había posibilidad de una derrota infligida por una potencia enemiga.
Cada uno de los tres superestados en que ahora se divide el mundo es
inconquistable, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos cambios
demográficos, que un Gobierno con amplios poderes puede evitar muy
fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las masas nunca se levantan
por su propio impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están
oprimidas. Las crisis económicas del pasado fueron absolutamente
innecesarias y ahora no se tolera que ocurran, pero de todos modos ninguna
razón de descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya que no hay
modo de que el descontento se articule. En cuanto al problema de la
superproducción, que ha estado latente en nuestra sociedad desde el
desarrollo del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la guerra
continua (véase el capítulo III), que es también necesaria para mantener la
moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde el punto de vista de
nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos son la
aparición de un nuevo grupo de personas muy capacitadas y ávidas de
poder o el crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo en las propias
filas gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a
moldear continuamente la mentalidad del grupo dirigente y del que se halla
inmediatamente debajo de él. En cambio, la consciencia de las masas sólo
ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se puede deducir la estructura general de la sociedad de
Oceanía. En el vértice de la pirámide está el Gran Hermano. Éste es
infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico, toda
sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede directamente
de su inspiración y de su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es
una cara en los carteles, una voz en la telepantalla. Podemos estar seguros

de que nunca morirá y no hay manera de saber cuándo nació. El Gran
Hermano es la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su
función es actuar como punto de mira para todo amor, miedo o respeto,
emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo
que hacia una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido
Interior, del cual sólo forman parte seis millones de personas, o sea, menos
del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido Interior,
tenemos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como «el
cerebro del Estado», el segundo pudiera ser comparado a las manos. Más
abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen quizá el 85
por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación,
los proles son los Bajos. Las masas de esclavos procedentes de las tierras
ecuatoriales, que pasan constantemente de vencedor a vencedor (no
olvidemos que «vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo), no
forman parte de la población propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se
considera que un niño nazca dentro del Partido Interior porque sus padres
pertenezcan a él. La entrada en cada una de las ramas del Partido se realiza
mediante examen a la edad de dieciséis años. Tampoco hay prejuicios
raciales ni dominio de una provincia sobre otra. En los más elevados
puestos del Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos de pura
sangre india, y los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los
habitantes de ese área. En ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la
sensación de ser una población colonial regida desde una capital remota.
Oceanía no tiene capital y su jefe titular es una persona cuya residencia
nadie conoce. No está centralizada en modo alguno, aparte de que el inglés
es su principal
lingua franca y que la neolengua es su idioma oficial. Sus
gobernantes no se hallan ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia
a una doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se compone de
estratos —una división muy rígida en estratos— ateniéndose a lo que a
primera vista parecen normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio
entre los diferentes grupos de lo que había en la época capitalista o en las
épocas preindustriales. Entre las dos ramas del Partido se verifica algún
intercambio, pero solamente lo necesario para que los débiles sean

excluidos del Partido Interior y que los miembros ambiciosos del Partido
Exterior pasen a ser inofensivos al subir de categoría. En la práctica, los
proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos, que
podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son fichados por la
Policía del Pensamiento y eliminados. Pero semejante estado de cosas no es
permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido no es una
clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el poder
a sus hijos como tales descendientes directos, y si no hubiera otra manera
de mantener en los puestos de mando a los individuos más capaces, estaría
dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva de
entre las filas del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el
Partido no fuera un cuerpo hereditario contribuyó muchísimo a neutralizar
la oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra
algo que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que
no es hereditario no puede ser permanente. No comprendía que la
continuidad de una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar
que las aristocracias hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras
que organizaciones basadas en la adopción han durado centenares y miles
de años. Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de padre a
hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un
cierto modo de vida impuesto por los muertos a los vivos. Un grupo
dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrar a sus sucesores. El
Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí
mismo. No importa quién detenta el Poder con tal de que la estructura
jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes
mentales que caracterizan a nuestro tiempo sirven para sostener la mística
del Partido y evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibida por
la masa. La rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la
rebelión no es posible en nuestros días. Nada hay que temer de los
proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación y de
siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir
impulsos de rebelarse, sino sin la facultad de comprender que el mundo
podría ser diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en peligrosos si

el progreso de la técnica industrial hiciera necesario educarles mejor; pero
como la rivalidad militar y comercial ha perdido toda importancia, el nivel
de la educación popular declina continuamente. Las opiniones que tenga o
no tenga la masa se consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios
se les puede conceder la libertad intelectual por la sencilla razón de que no
tienen intelecto alguno. En cambio, a un miembro del Partido no se le puede
tolerar ni siquiera la más pequeña desviación ideológica.
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte,
vigilado por la Policía del Pensamiento. Incluso cuando está solo no puede
tener la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera que esté,
dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama,
puede ser inspeccionado sin previo aviso y sin que él sepa que lo
inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del
Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y
sus hijos, la expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las palabras
que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos de su
cuerpo, son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su
conducta, sino cualquier pequeña excentricidad, cualquier cambio de
costumbres, cualquier gesto nervioso que pueda ser el síntoma de una lucha
interna, será estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de
toda libertad para decidirse por una dirección determinada; no puede elegir
en modo alguno. Por otra parte, sus actos no están regulados por ninguna
ley ni por un código de conducta claramente formulado. En Oceanía no
existen leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean
la muerte segura, no están prohibidos expresamente y las interminables
purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones no se le aplican al individuo
como castigo por crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente
el barrido de personas que quizás algún día pudieran cometer un crimen
político. No sólo se le exige al miembro del Partido que tenga las opiniones
que se consideran buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas de
las creencias y actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas
estrictas y no podrían ser proclamadas sin incurrir en flagrantes
contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona es
ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama
piensabien) sabrá en
cualquier circunstancia, sin detenerse a pensarlo, cuál es la creencia
acertada o la emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamiento
mental complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a
las palabras neolingüísticas
paracrimen, negroblanco y doblepensar, le
convierte en un ser incapaz de pensar demasiado sobre cualquier tema.
Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas
y que su entusiasmo no se enfríe en ningún momento. Se supone que vive
en un continuo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y los
traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en
absoluta humildad y entrega ante el Poder y la sabiduría del Partido. Los
descontentos producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria son
suprimidos de raíz mediante la vibración emocional de los Dos Minutos de
Odio, y las especulaciones que podrían quizá llevar a una actitud escéptica
o rebelde son aplastadas en sus comienzos o, mejor dicho, antes de asomar
a la consciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La
primera etapa de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a los niños,
se llama en neolengua
paracrimen. Paracrimen significa la facultad de
parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento
peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no
percibir las analogías, de no darse cuenta de los errores de lógica, de no
comprender los razonamientos más sencillos si son contrarios a los
principios del Ingsoc, de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo
pensamiento orientado en una dirección herética.
Paracrimen equivale,
pues, a estupidez protectora. Pero no basta con la estupidez. Por el
contrario, la ortodoxia en su más completo sentido exige un control sobre
nuestros procesos mentales, un autodominio tan completo como el de una
contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica se apoya en definitiva
sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y que el Partido
es infalible. Pero como en realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el
Partido no es infalible, se requiere una incesante flexibilidad para
enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es
negroblanco. Como
tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene dos significados contradictorios.
Aplicada a un contrario, significa la costumbre de asegurar descaradamente
que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los hechos.

Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de
afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina del Partido lo exija.
Pero también se designa con esa palabra la facultad de
creer que lo negro es
blanco, más aún, de
saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez
se creyó lo contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posible
gracias al sistema de pensamiento que abarca a todo lo demás y que se
conoce con el nombre de
doblepensar.
La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales
es subsidiaria y, por decirlo así, de precaución. La razón subsidiaria es que
el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las condiciones
de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay
que cortarle radicalmente toda relación con el pasado, así como hay que
aislarlo de los países extranjeros, porque es necesario que se crea en
mejores condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el
nivel de comodidades materiales crece sin cesar. Pero la razón más
importante para «reformar» el pasado es la necesidad de salvaguardar la
infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos,
estadísticas y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del
Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse en ningún caso que la
doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque
cualquier variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por
ejemplo, Eurasia o Asia Oriental es la enemiga de hoy, es necesario que ese
país (el que sea de los dos, según las circunstancias) figure como el
enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que
cambiar los hechos. Así, la Historia ha de ser escrita continuamente. Esta
falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es
tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el
espionaje efectuados por el Ministerio del Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos
pretéritos no tienen existencia objetiva, sostiene el Partido, sino que
sobreviven sólo en los documentos y en las memorias de los hombres. El
pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria
humana. Pero como quiera que el Partido controla por completo todos los
documentos y también la mente de todos sus miembros, resulta que el

pasado será lo que el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el
pasado puede ser cambiado, nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En
efecto, cada vez que ha habido que darle nueva forma por las exigencias del
momento, esta nueva versión es
ya el pasado y no ha existido ningún
pasado diferente. Esto sigue siendo así incluso cuando —como ocurre a
menudo— el mismo acontecimiento tenga que ser alterado, hasta hacerse
irreconocible, varias veces en el transcurso de un año. En cualquier
momento se halla el Partido en posesión de la verdad absoluta y,
naturalmente, lo absoluto no puede haber sido diferente de lo que es ahora.
Se verá, pues, que el control del pasado depende por completo del
entrenamiento de la memoria. La seguridad de que todos los escritos están
de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exigen las circunstancias, no
es más que una labor mecánica. Pero también es preciso
recordar que los
acontecimientos ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar
de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos, también es
necesario
olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como
cualquier otra técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo
aprenden y desde luego lo consiguen muy bien todos aquellos que son
inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta
operación con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua
se le llama
doblepensar, aunque también es verdad que doblepensar
comprende muchas cosas.
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones
contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la
vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección han de ser
alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero
al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del
doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada. Este proceso
ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente
precisión, pero también tiene que ser inconsciente para que no deje un
sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad. El
doblepensar está
arraigado en el corazón mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del
Partido es el empleo del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza
de propósito que caracteriza a la auténtica honradez. Decir mentiras a la vez

que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga
recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por
el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar
ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega… todo
esto es indispensable. Incluso para usar la palabra
doblepensar es preciso
emplear el doblepensar. Porque para usar la palabra se admite que se están
haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo acto de doblepensar
se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la
mentira siempre unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al
doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de
años— de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se
anquilosaron o por haberse reblandecido excesivamente. O bien se hacían
estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias, y
eran vencidas, o bien se volvían liberales y cobardes, haciendo concesiones
cuando debieron usar la fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir,
cayeron por exceso de consciencia o por pura inconsciencia. El gran éxito
del Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la
consciencia como la inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y
ninguna otra base intelectual podría servirle al Partido para asegurar su
permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando siempre, es
imprescindible que desquicie el sentido de la realidad. Porque el secreto del
gobierno infalible consiste en combinar la creencia en la propia infalibilidad
con la facultad de aprender de los pasados errores.
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son
aquellos que lo inventaron y que saben perfectamente que este sistema es la
mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad, aquellos que
saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de
ver al mundo como realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor
autoengaño: los más inteligentes son en esto los menos cuerdos. Un claro
ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medida
que subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es
más racional son los súbditos de los territorios disputados. Para estas
gentes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por

encima de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente
indiferente cuál de los bandos va a ganar. Saben que un cambio de dueño
significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes, pero
sometidos a nuevos amos que los tratarán igual que los anteriores. Los
trabajadores algo más favorecidos, a los que llamamos proles, sólo se dan
cuenta de un modo intermitente de que hay guerra. Cuando es necesario se
les inculca el frenesí de odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son
capaces de olvidar durante largos períodos que existe una guerra. Y en las
filas del Partido, sobre todo en las del Partido Interior, hallamos el
verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo los que
saben que es imposible. Esta peculiar trabazón de elementos opuestos —
conocimiento con ignorancia, cinismo con fanatismo— es una de las
características distintivas de la sociedad oceánica. La ideología oficial
abunda en contradicciones incluso cuando no hay razón alguna que las
justifique. Así, el Partido rechaza y vilifica todos los principios que
defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa
condenación precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio
de las clases trabajadoras. Un desprecio al que nunca se había llegado, y a
la vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el
distintivo de los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón.
Sistemáticamente socava la solidaridad de la familia y al mismo tiempo
llama a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad
familiar. Incluso los nombres de los cuatro Ministerios que los gobiernan
revelan un gran descaro al tergiversar deliberadamente los hechos. El
Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; el Ministerio de la Verdad, de las
mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la
Abundancia, del hambre. Estas contradicciones no son accidentales, no
resultan de la hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque
sólo mediante la reconciliación de las contradicciones es posible retener el
mando indefinidamente. Si no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad
humana ha de ser evitada para siempre, si los Altos, como los hemos
llamado, han de conservar sus puestos de un modo permanente, será
imprescindible que el estado mental predominante sea la locura controlada.

Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber:
¿por qué debe ser evitada la igualdad humana? Suponiendo que la mecánica
de este proceso haya quedado aquí claramente descrita, debemos
preguntarnos ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo
planeado para congelar la historia en un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del
Partido, y sobre todo la del Partido Interior, depende del doblepensar. Pero a
más profundidad aún, se halla el motivo central, el instinto nunca puesto en
duda, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y
que produjo el doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y
todos los demás elementos que se han hecho necesarios para el
sostenimiento del Poder. Este motivo consiste realmente en…
Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un
nuevo ruido. Le parecía que Julia había estado completamente inmóvil
desde hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para
arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura
atravesándole los ojos. Su seno subía y bajaba poco a poco y con
regularidad.
—Julia.
No hubo respuesta.
—Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente
en el suelo, se echó y estiró la colcha sobre los dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto.
Entendía el
cómo; no entendía el porqué. El capítulo I, como el capítulo III,
no le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían servido
para sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer
aquellas páginas tenía una mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en
minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba estar loco. Había la
verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso
contra el mundo entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol
poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre la almohada. Winston
cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando

al suyo le daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba
bien y él se hallaba completamente seguro allí. Se durmió con el
pensamiento «La cordura no depende de las estadísticas», convencido de
que esta observación contenía una sabiduría profunda.


Comentarios

  1. Sobre el final del capítulo, Winston reflexiona sobre lo que leyó en el libro de Goldstein: "El capítulo I, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían servido para sistematizar los conocimientos que ya poseía". Siento que leer este capítulo fue para eso, sistematizar la información que los capítulos anteriores ya nos habían dado.
    Me costó mucho, lo sentí denso. Muchas alusiones a lo que realmente pasaba en Oceanía se parecen a nuestra realidad.
    Me quedo con algunos recortes:

    - "El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo."

    -"En neolengua no hay palabra para ciencia."

    -"El movimiento cíclico de la historia."

    -"Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente en el mismo aparato, terminó la vida privada."

    -"Sólo hay cuatro formas de que un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o permite la formación de un grupo medio que lo pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la voluntad de mando."
    ¿Creen que de alguna de esas cuatro formas caerá el gobierno actual?



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  2. Capítulo difícil por lo aburrido. Venía super bien con la lectura y de pronto había pasado un mes y seguía en el capítulo 9. Nos dan info que ya teníamos. Olvidable.

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