1984- Segunda parte - Capítulo IV + Películas 1984





Buen jueves de Club de lectura de Lapocalipsi.

En nuestro grupo de Whatsapp, Claris compartió link a la película "1984", filmada en el año 1956. Se trata de la primera adaptación fílmica de la novela, aunque hubo una versión para televisión de 1954.

Si no te molestan los spoilers, es una buena opción para este fin de semana. Hay quienes preferimos terminar el libro antes de verla, pero nos queda el enlace a mano en esta entrada.


Va la sinopsis y ficha técnica:
En 1984, Londres está gobernada por el partido totalitario del Gran Hermano. La intimidad y la libertad de pensamiento no existen. Las relaciones sexuales constituyen un delito. Winston Smith trabaja en los archivos del Ministerio de la Verdad reescribiendo y modificando la Historia. Su vida se verá seriamente amenazada cuando empiece a darse cuenta de que sus pensamientos no son tan ortodoxos como el Partido exige; además, tiene una relación amorosa clandestina con Julia, una joven del departamento de novelas afiliada a la Liga Antisexo. Ambos saben que tendrán que pagar un precio muy alto por el crimen que están cometiendo.

Dirección Michael Anderson Guión Ralph Gilbert Bettison, William Templeton (Novela: George Orwell) Reparto Edmond O'Brien, Jan Sterling, Michael Redgrave, Donald Pleasence, David Kossoff, Carol Wolveridge, Patrick Allen, Mervyn Johns, Ewen Solon, Michael Ripper

Se puede ver AQUÍ (versión 1956).



En el año 1984 también se filmó otra versión, protagonizada por John Hurt, Suzanna Hamilton y Richard Burton.

En el enlace que encontré se puede ver la película doblada al español. A falta de una mejor versión, por ahora dejo ese link AQUÍ (versión 1984).



Si alguien se anima a verlas, esperamos sus reseñas :)

¡Nos leemos en comentarios!

 Parte segunda - Capítulo IV


    Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington,
junto a la ventana, la enorme cama estaba preparada con viejas mantas y
una colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce
horas, seguía con su tic-tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón,
sobre la mesita, el pisapapeles de cristal que había comprado en su visita
anterior brillaba suavemente en la semioscuridad.
    En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo,
una sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington.
Winston puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno de café
de la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj
marcaban las siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.
    Julia llegaría a las diecinueve treinta.
    El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una
locura consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del
Partido podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea
había flotado en su cabeza en forma de una visión del pisapapeles de cristal
reflejado en la brillante superficie de la mesita. Como él lo había previsto,
el señor Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle la
habitación. Se alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le
proporcionaría. Tampoco parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas
indiscretas al quedar bien claro que Winston deseaba la habitación para un
asunto amoroso. Al contrario, se mantenía siempre a una discreta distancia
y con un aire tan delicado que daba la impresión de haberse hecho invisible
en parte. Decía que la intimidad era una cosa de valor inapreciable. Que
todo el mundo necesitaba un sitio donde poder estar solo de vez en cuando.
Y una vez que lo hubiera logrado, era de elemental cortesía, en cualquier

otra persona que conociera este refugio, no contárselo a nadie. Y para
subrayar en la práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la casa
tenía dos entradas, una de las cuales daba al patio trasero que tenía una
salida a un callejón.
    Alguien cantaba bajo la ventana. Winston se asomó por detrás de los
visillos. El sol de junio estaba aún muy alto y en el patio central una
monstruosa mujer sólida como una columna normanda, con antebrazos de
un color moreno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía
continuamente desde el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el
fregadero, colgando cada vez unos pañitos cuadrados que Winston
reconoció como pañales. Cuando la boca de la mujer no estaba impedida
por pinzas para tender, cantaba con poderosa voz de contralto:
    Era sólo una ilusión sin esperanza
que pasó como un día de abril;
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
    Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era
una de las producciones de una subsección del Departamento de Música
con destino a los proles. La letra de estas canciones se componía sin
intervención humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado
«versificador». Pero la mujer la cantaba con tan buen oído que el horrible
sonsonete se había convertido en unos sonidos casi agradables. Winston oía
la voz de la mujer, el ruido de sus zapatos sobre el empedrado del patio, los
gritos de los niños en la calle, y a cierta distancia, muy débilmente, el
zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación parecía
impresionantemente silenciosa gracias a la ausencia de telepantalla.
    «¡Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia
y él pudieran frecuentar este sitio más de unas semanas sin que los cazaran.
Pero la tentación de disponer de un escondite verdaderamente suyo bajo
techo y en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido
demasiado fuerte para él. Durante algún tiempo después de su visita al

campanario les había sido por completo imposible arreglar ninguna cita.
    Las horas de trabajo habían aumentado implacablemente en preparación de
la Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero los enormes y
complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los miembros del
Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de
acuerdo en volver a verse en el claro del bosque. La tarde anterior se
cruzaron en la calle. Como de costumbre, Winston no miró directamente a
Julia y ambos se sumaron a una masa de gente que empujaba en
determinada dirección. Winston se fue acercando a ella. Mirándola con el
rabillo del ojo notó en seguida que estaba más pálida que de costumbre.
    —Lo de mañana es imposible —murmuró Julia en cuanto creyó
prudente poder hablar.
    —¿Qué?
    —Que mañana no podré ir.
    La primera reacción de Winston fue de violenta irritación. Durante el
mes que la había conocido la naturaleza de su deseo por ella había
cambiado. Al principio había habido muy poca sensualidad real. Su primer
encuentro amoroso había sido un acto de voluntad. Pero después de la
segunda vez había sido distinto. El olor de su pelo, el sabor de su boca, el
tacto de su piel parecían habérsele metido dentro o estar en el aire que lo
rodeaba. Se había convertido en una necesidad física, algo que no
solamente quería sino sobre lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella dijo
que no podía venir, había sentido como si lo estafaran. Pero en aquel
momento la multitud los aplastó el uno contra el otro y sus manos se
unieron y ella le acarició los dedos de un modo que no despertaba su deseo,
sino su afecto. Una honda ternura, que no había sentido hasta entonces por
ella, se apoderó súbitamente de él. Le hubiera gustado en aquel momento
llevar ya diez años casado con Julia. Deseaba intensamente poderse pasear
con ella por las calles, pero no como ahora lo hacía, sino abiertamente, sin
miedo alguno, hablando trivialidades y comprando los pequeños objetos
necesarios para la casa. Deseaba sobre todo vivir con ella en un sitio
tranquilo sin sentirse obligado a acostarse cada vez que conseguían
reunirse. No fue en aquella ocasión precisamente, sino al día siguiente,
cuando se le ocurrió la idea de alquilar la habitación del señor Charrington.

Cuando se lo propuso a Julia, ésta aceptó inmediatamente. Ambos sabían
que era una locura. Era como si avanzaran a propósito hacia sus tumbas.
    Mientras la esperaba sentado al borde de la cama volvió a pensar en los
sótanos del Ministerio del Amor. Era notable cómo entraba y salía en la
conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí estaba, clavado en el
futuro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad como el 99 precede
al 100. No se podía evitar, pero quizá se pudiera aplazar. Y sin embargo, de
cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se decidía uno a
acortar el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.
    En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia
irrumpió en la habitación. Llevaba una bolsa de lona oscura y basta como la
que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero ella
apartóse nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa llena de
herramientas.
    —Un momento —dijo—. Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese
asqueroso café de la Victoria? Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo
necesitaremos. Mira.
    Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa abierta y de ella salieron varias
herramientas, entre ellas un destornillador, pero debajo venían varios
paquetes de papel. El primero que cogió Winston le produjo una sensación
familiar y a la vez extraña. Estaba lleno de algo arenoso, pesado, que cedía
donde quiera que se le tocaba.
    —No será azúcar, ¿verdad? —dijo, asombrado.
    —Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadera azúcar. Y aquí tienes
un magnífico pan blanco, no esas porquerías que nos dan, y un bote de
mermelada. Y aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en esto;
estoy orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de
saco para que no se conociera, porque…
    Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto
cuidado. El aroma que despedía aquello llenaba la habitación, un olor
exquisito que parecía emanado de su primera infancia, el olor que sólo se
percibía ya de vez en cuando al pasar por un corredor y antes de que le
cerraran a uno la puerta violentamente, ese olor que se difundía
misteriosamente por una calle llena de gente y que desaparecía al instante.

    —Es café —murmuró Winston—; café de verdad.
    —Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! —dijo Julia.
    —¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?
    —Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de
nada. Pero, claro está, los camareros, las criadas y la gente que los rodea
cogen cosas de vez en cuando. Y… mira: también te traigo un paquetito de
té.
    Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del
paquete y lo olió.
    —Es té auténtico.
    —Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así
    —dijo Julia vagamente—. Pero escucha, querido: quiero que te vuelvas de
espalda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te acerques
demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.
Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de
muselina. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y
viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la
boca y cantó con mucho sentimiento:
    Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años,
me retuercen el corazón.
    Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación
en el cálido aire estival, bastante armoniosa y cargada de una especie de
feliz melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido
perfectamente feliz si la tarde de junio no hubiera terminado nunca y la ropa
lavada para tender no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil
años tendiendo pañales y cantando tonterías. Le parecía muy curioso a
Winston no haber oído nunca a un miembro del Partido cantando
espontáneamente y en soledad. Habría parecido una herejía política, una

excentricidad peligrosa, algo así como hablar consigo mismo. Quizá la
gente sólo cantara cuando estuviera a punto de morirse de hambre.
    —Ya puedes volverte —dijo Julia.
    Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Había esperado
verla desnuda. Pero no lo estaba. La transformación había sido mucho
mayor. Se había pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje en
alguna tienda de los barrios proletarios. Tenía los labios de un rojo intenso,
las mejillas rosadas y la nariz con polvos. Incluso se había dado un
toquecito debajo de los ojos para hacer resaltar su brillantez. No se había
pintado muy bien, pero Winston entendía poco de esto. Nunca había visto ni
se había atrevido a imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la
cara. Era sorprendente el cambio tan favorable que había experimentado el
rostro de Julia. Con unos cuantos toques de color en los sitios adecuados, no
sólo estaba mucho más bonita, sino, lo que era más importante,
infinitamente más femenina. Su cabello corto y su mono juvenil de chico
realzaban aún más este efecto. Al abrazarla sintió Winston un perfume a
violetas sintéticas. Recordó entonces la semioscuridad de una cocina en un
sótano y la boca negra cavernosa de una mujer. Era el mismísimo perfume
que aquélla había usado, pero a Winston no le importaba esto por lo pronto.
    —¡También perfume! —dijo.
    —Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a
hacer ahora? Voy a buscarme en donde sea un verdadero vestido de mujer y
me lo pondré en vez de estos asquerosos pantalones. ¡Llevaré medias de
seda y zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a ser en esta habitación una
mujer y no una camarada del Partido.
    Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la
primera vez que él se desnudaba por completo en su presencia. Hasta ahora
había tenido demasiada vergüenza de su pálido y delgado cuerpo, con las
varices saliéndose en las pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de
su tobillo. No había sábanas, pero la manta sobre la que estaban echados
estaba gastada y era suave, y el tamaño y lo blando de la cama los tenía
asombrados.
    —Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué importa? —dijo Julia.

    No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de
los proles. Winston había dormido en una ocasionalmente en su niñez. Julia
no recordaba haber dormido nunca en una.
    Durmieron después un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj
marcaba cerca de las nueve de la noche. No se movieron porque Julia
dormía con la cabeza apoyada en el hueco de su brazo. Casi toda su pintura
había pasado a la cara de Winston o a la almohada, pero todavía le quedaba
un poco de colorete en las mejillas. Un rayo de sol poniente caía sobre el
pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el agua hervía a borbotones.
Ya no cantaba la mujer en el patio, pero seguían oyéndose los gritos de los
niños en la calle. Julia se despertó, frotándose los ojos, y se incorporó
apoyándose en un codo para mirar a la estufa de petróleo.
    —La mitad del agua se ha evaporado —dijo—. Voy a levantarme y a
preparar más agua en un momento. Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las
luces en tu casa?
    —A las veintitrés treinta.
    —Donde yo vivo apagan a las veintitrés en punto. Pero hay que entrar
antes porque… ¡Fuera de aquí, asquerosa!
    Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y
lo tiró a un rincón, igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a
la cara de Goldstein aquella mañana durante los Dos Minutos de Odio.
    —¿Qué era eso? —le preguntó Winston, sorprendido.
    —Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por un boquete que hay en
aquella pared. De todos modos le he dado un buen susto.
    —¡Ratas! —murmuró Winston—. ¿Hay ratas en esta habitación?
    —Todo está lleno de ratas —dijo ella en tono indiferente mientras
volvía a tumbarse—. Las tenemos hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay
partes de Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes que atacan
a los niños? Sí; en algunas calles de los proles las mujeres no se atreven a
dejar a sus hijos solos ni dos minutos. Las más peligrosas son las grandes y
oscuras. Y lo más horrible es que siempre…
    —¡No sigas, por favor! —dijo Winston, cerrando los ojos con fuerza.
    —¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
    —¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!

    Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos
durante un buen rato. Le había parecido volver a hallarse de lleno en una
pesadilla que se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco más o
menos igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y del otro lado de este
muro había algo capaz de enloquecer al más valiente. Algo infinitamente
espantoso. En el sueño sentíase siempre decepcionado porque sabía
perfectamente lo que ocurría detrás del muro de tinieblas. Con un esfuerzo
mortal, como si se arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre
despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba concretamente, pero
él
sabía
que era algo relacionado con lo que Julia había estado diciendo y
sobre todo con lo que iba a decirle cuando la interrumpió.
    —Lo siento —dijo—, no es nada. Lo que ocurre es que no puedo
soportar las ratas.
    —No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese
agujero con tela de saco antes de que nos vayamos. Y la próxima vez que
vengamos traeré un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.
    Ya había olvidado Winston aquellos instantes de pánico.
    Un poco avergonzado de sí mismo sentóse a la cabecera de la cama.
Julia se levantó, se puso el mono e hizo el café. El aroma resultaba tan
delicioso y fuerte que tuvieron que cerrar la ventana para no alarmar a la
vecindad. Pero mejor aún que el sabor del café era la calidad que le daba el
azúcar, una finura sedosa que Winston casi había olvidado después de
tantos años de sacarina. Con una mano en un bolsillo y un pedazo de pan
con mermelada en la otra se paseaba Julia por la habitación mirando con
indiferencia la estantería de libros, pensando en la mejor manera de arreglar
la mesa, dejándose caer en el viejo sillón para ver si era cómodo y
examinando el absurdo reloj de las doce horas con aire divertido y tolerante.
Cogió el pisapapeles de cristal y se lo llevó a la cama, donde se sentó para
examinarlo con tranquilidad. Winston se lo quitó de las manos, fascinado,
como siempre, por el aspecto suave, resbaloso, de agua de lluvia que tenía
aquel cristal.
    —¿Qué crees tú que será esto? —dijo Julia.
    —No creo que sea nada particular… Es decir, no creo que haya servido
nunca para nada concreto. Eso es lo que me gusta precisamente de este

objeto. Es un pedacito de historia que se han olvidado de cambiar; un
mensaje que nos llega de hace un siglo y que nos diría muchas cosas si
supiéramos leerlo.
    —Y aquel cuadro —señaló Julia— ¿también tendrá cien años?
    —Más, seguramente doscientos. Es imposible saberlo con seguridad. En
realidad hoy no se sabe la edad de nada.
    Julia se acercó a la pared de enfrente para examinar con detenimiento el
grabado. Dijo:
    —¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber estado aquí alguna vez.
—Es una iglesia o, por lo menos, solía serlo. Se llamaba San Clemente.
—La incompleta canción que el señor Charrington le había enseñado volvió
a sonar en la cabeza de Winston, que murmuró con nostalgia—:
Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente
.
    Y se quedó estupefacto al oír a Julia continuar:
    
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. ¿Cuándo
me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey

    —No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que termina así:
Aquí tienes
una vela para alumbrarte cuando te acuestes. Aquí tienes un hacha para
cortarte la cabeza
.
    Era como las dos mitades de una contraseña. Pero tenía que haber otro
verso después de «las campanas de Old Bailey». Quizá el señor Charrington
acabaría acordándose de este final.
    —¿Quién te lo enseñó? —dijo Winston.
    —Mi abuelo. Solía cantármelo cuando yo era niña. Lo vaporizaron
teniendo yo unos ocho años… No estoy segura, pero lo cierto es que
desapareció. Lo que no sé, y me lo he preguntado muchas veces, es qué
sería un limón —añadió—. He visto naranjas. Es una especie de fruta
redonda y amarillenta con una cáscara muy fina.
    —Yo recuerdo los limones —dijo Winston—. Eran muy frecuentes en
los años cincuenta y tantos. Eran unas frutas tan agrias que rechinaban los
dientes sólo de olerlas.
    —Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay chinches —dijo Julia—.
Lo descolgaré cualquier día para limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que

nos vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que quitarme esta pintura!
    Empezaré por mí y luego te limpiaré a ti la cara.
    Winston permaneció unos minutos más en la cama. Oscurecía en la
habitación. Volvióse hacia la ventana y fijó la vista en el pisapapeles de
cristal. Lo que le interesaba inagotablemente no era el pedacito de coral,
sino el interior del cristal mismo. Tenía tanta profundidad, y sin embargo
era transparente, como hecho con aire. Como si la superficie cristalina
hubiera sido la cubierta del cielo que encerrase un diminuto mundo con
toda su atmósfera.
    Tenía Winston la sensación de que podría penetrar en ese mundo
cerrado, que ya estaba dentro de él con la cama de caoba y la mesa rota y el
reloj y el grabado e incluso con el mismo pisapapeles. Sí, el pisapapeles era
la habitación en que se hallaba Winston, y el coral era la vida de Julia y la
suya clavadas eternamente en el corazón del cristal.

Comentarios

  1. Necesito que expliquen más del contexto general. No conocen los limones, Julia una vez vio una naranja. Como que hay cosas que tienen sentido y otras que son medio wtf.

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  2. Me quedo con esta expresión de Winston cuando hay un día que Julia le avisa que no podrá verlo según acordaron: "Se había convertido en una necesidad física, algo que no solamente quería sino sobre lo que a la vez tenía derecho".
    Creo que me hizo ruido leerlo.

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    1. Se me recontra pasó por alto esa frase! Pero sí reflexiono sobre la idea de relación que tienen. Por un lado esto de que llega un punto en el que él ya quería juntarse con ella sin "tener que" acostarse cada vez que se veían... Con todo lo que para mí significa "acostarse", por un lado... Y por otro, qué idea de femineidad tan horrenda la del cosmético y el vestido y medias de seda y tacones, como si alguien en su sano juicio fuera a extrañar un mundo sin tacones (bueno yo, tal vez, un poco)... Pero esta imagen corporal, de rol, mil cosas más que quedó ahí estancada en el tiempo y que hoy nos animamos también a cuestionar, y que aún en este mundo sin naranjas ni limones, el modelo de mujer vuelve a ser ese...
      Y a su vez ella diciendo que todo va a arreglar, que cuando vuelva va a limpiar, viendo cómo hacer de ese lugar un "hogar"... Puaj, 1984 se baja un escalón en mi estima con estas cosas tan poco cuestionadas...

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    2. Sí, también me hizo ruido esa idea de mujer, que en la vida cotidiana no viste más que un overol, pero en la clandestinidad elige maquillarse y vestirse para el hombre.
      Es maravilloso que podamos hablar de esto ahora. La novela fue escrita entre 1947 y 1948, creo que realmente la posibilidad de cuestionarse los estereotipos era muy poco común.

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  3. Acá poniéndome al día con los capítulos... Me quedo con esto de la canción que canta la señora de los antebrazos rojizos... "Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era
    una de las producciones de una subsección del Departamento de Música
    con destino a los proles. La letra de estas canciones se componía sin
    intervención humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado
    «versificador»." Orwell adelantó la IA además de la crítica hacia la masificación de cierta música orientada hacia "lxs proles" . Hoy que justo en el trabajo hablaban de "la nueva canción de Wanda"...

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    1. me encanta que cada una repara en un tema distinto, como si la novela nunca dejara de sorprendernos en los detalles.

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