1984 - Segunda parte - Capítulo II + Novela Nosotros




 

Buen jueves para ustedes. 

En la entrega de hoy quiero contarles que descubrí una distopía anterior a "1984" en la que aparentemente se inspiró Orwell para escribir su novela. Se llama "Nosotros" y su autor es el ruso Yevgueni Zamiatin, considerado, junto con Huxley y Orwell, los padres del género distópico. "Nosotros" fue escrita en 1920 y publicada en inglés en 1924. También la publicaron de manera clandestina en 1927 unos editores rusos en Praga. En Rusia no vio la luz hasta 1988, debido a la censura. 

Yevgueni Zamiatin (1884-1937)

Extraigo del prólogo de la edición digital de "Nosotros" esta sinopsis:

(Atención, no recomiendo que lean el prólogo completo ya que está lleno de spoilers, cuenta la historia completa, no tengo idea de por qué alguien haría eso. Aquí seleccioné unas partes nada más).

     "Aquí también hallamos una sociedad donde, aparentemente, reina la felicidad, bajo la férrea tutela de un Estado Único, regido por una sola persona, el Bienhechor, al que todos deben obediencia ciega.

    En esa sociedad han desaparecido los nombres y los apellidos de las personas. Éstas sólo son números y por sus números se les llama.

    Así, el personaje principal, un gran científico, ingeniero constructor de un cohete que irá a otros planetas, que nos narra parte de su vida, se llama D-503.

    Luego de doscientos años de guerras, los humanos viven en paz, rodeados por un muro verde que no deben traspasar, más allá del cual se halla un espacio desconocido y peligroso. Todo es tranquilidad, bienestar y orden absoluto". 

A mí me dio ganas de leerlo y buscar paralelismos con "1984", así que lo dejé disponible en el Drive colaborativo ARCHIVO DE DISTOPÍAS LAPOCALIPSI

Les dejo el hermoso capítulo II de la segunda parte♥


--

Clic en cada título para acceder al enlace:

Whatsapp del Club de Lectura de Lapocalipsi

Parte segunda - Capítulo II


    Winston emprendió la marcha por el campo. El aire parecía besar la piel.
Era el segundo día de mayo. Del corazón del bosque venía el arrullo de las
palomas. Era un poco pronto. El viaje no le había presentado dificultades y
la muchacha era tan experimentada que le infundía a Winston una gran
seguridad. Confiaba en que ella sabría escoger un sitio seguro. En general,
no podía decirse que se estuviera más seguro en el campo que en Londres.
    Desde luego, no había telepantallas, pero siempre quedaba el peligro de los
micrófonos ocultos que recogían vuestra voz y la reconocían. Además, no
era fácil viajar individualmente sin llamar la atención. Para distancias de
menos de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a veces
vigilaban patrullas alrededor de las estaciones de ferrocarril y examinaban
los documentos de todo miembro del Partido al que encontraran y le hacían
difíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte de no encontrar
patrullas y desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en
cuando cautamente hacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de
proles con aire de vacaciones, quizá porque el tiempo parecía de verano. El
vagón en que viajaba Winston llevaba asientos de madera y su
compartimiento estaba ocupado casi por completo con una única familia,
desde la abuela, muy vieja y sin dientes, hasta un niño de un mes. Iban a
pasar la tarde con unos parientes en el campo y, como le explicaron con
toda libertad a Winston, para adquirir un poco de mantequilla en el mercado
negro.
    Por fin, llegó a la vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre
los arbustos. No tenía reloj, pero no podían ser todavía las quince. Había
tantas flores silvestres, que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló y
empezó a coger algunas, en parte por echar algún tiempo fuera y también

con la vaga idea de reunir un ramillete para ofrecérselo a la muchacha.
    Pronto formó un gran ramo y estaba oliendo su enfermizo aroma cuando se
quedó helado al oír el inconfundible crujido de unos pasos tras él sobre las
ramas secas. Siguió cogiendo florecillas. Era lo mejor que podía hacer.
    Quizá fuese la chica, pero también pudieran haberlo seguido. Mirar para
atrás era mostrarse culpable. Todavía le dio tiempo de coger dos flores más.
    Una mano se le posó levemente sobre el hombro.
    Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta volvió la cabeza para
prevenirle de que siguiera callado, luego apartó las ramas de los arbustos
para abrir paso hacia el bosque. Era evidente que había estado allí antes,
pues sus movimientos eran los de una persona que tiene la costumbre de ir
siempre por el mismo sitio. Winston la siguió sin soltar su ramo de flores.
    Su primera sensación fue de alivio, pero mientras contemplaba el cuerpo
femenino, esbelto y fuerte a la vez, que se movía ante él, y se fijaba en el
ancho cinturón rojo, lo bastante apretado para hacer resaltar la curva de sus
caderas, empezó a sentir su propia inferioridad. Incluso ahora le parecía
muy probable que cuando ella se volviera y lo mirara, lo abandonaría. La
dulzura del aire y el verdor de las hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de
la estación, el sol de mayo le había hecho sentirse sucio y gastado, una
criatura de puertas adentro que llevaba pegado a la piel el polvo de Londres.
Se le ocurrió pensar que hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena
luz. Llegaron al árbol derribado del que la joven había hablado. Ésta saltó
por encima del tronco y, separando las grandes matas que lo rodeaban, pasó
a un pequeño claro. Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio estaba
rodeado todo por arbustos y oculto por ellos. La muchacha se detuvo y,
volviéndose hacia él, le dijo:
    —Ya hemos llegado.
    Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a
acercársele más.
    —No quise hablar en la vereda —prosiguió ella— por si acaso había
algún micrófono escondido. No creo que lo haya, pero no es imposible.
    Siempre cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos te reconozcan la voz.
    Aquí estamos bien.

    Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se
limitó a repetir tontamente:
    —Estamos bien aquí.
    —Sí. —Mira a los árboles, eran unos arbolillos de ramas finísimas—.
    No hay nada lo bastante grande para ocultar un micro. Además, ya he
estado aquí antes.
    Sólo hablaban. Él se había decidido ya a acercarse más a ella. Sonriente,
con cierta ironía en la expresión, la joven estaba muy derecha ante él como
preguntándose por qué tardaba tanto en empezar. El ramo de flores
silvestres se había caído al suelo. Winston le cogió la mano.
    —¿Quieres creer —dijo— que hasta este momento no sabía de qué
color tienes los ojos? —Eran castaños, bastante claros, con pestañas negras
—. Ahora que me has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi
presencia?
    —Sí, bastante bien.
    —Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi
mujer. Tengo varices y cinco dientes postizos.
    —Todo eso no me importa en absoluto —dijo la muchacha.
    Un instante después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus
brazos. Al principio, su única sensación era de incredulidad. El juvenil
cuerpo se apretaba contra el suyo y la masa de cabello negro le daba en la
cara y, aunque le pareciera increíble, le acercaba su boca y él la besaba. Sí,
estaba besando aquella boca grande y roja. Ella le echó los brazos al cuello
y empezó a llamarle «querido, amor mío, precioso…». Winston la tendió en
el suelo. Ella no se resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la
verdad era que no sentía ningún impulso físico, ninguna sensación aparte de
la del abrazo. Le dominaban la incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que
esto ocurriera, pero no tenía deseo físico alguno. Era demasiado pronto. La
juventud y la belleza de aquel cuerpo le habían asustado; estaba demasiado
acostumbrado a vivir sin mujeres. Quizá fuera por alguna de estas razones o
quizá por alguna otra desconocida. La joven se levantó y se sacudió del
cabello una florecilla que se le había quedado prendida en él. Sentóse junto
a él y le rodeó la cintura con su brazo.

    —No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde.
¿Verdad que es un escondite magnífico? Me perdí una vez en una excursión
colectiva y descubrí este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.
    —¿Cómo te llamas? —dijo Winston.
    —Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston… Winston Smith.
    —¿Cómo te enteraste?
    —Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir cosas, querido.
    Dime, ¿qué pensaste de mí antes de darte aquel papelito?
    Winston no tuvo ni la menor tentación de mentirle. Era una especie de
ofrenda amorosa empezar confesando lo peor.
    —Te odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarte. Hace dos semanas
pensé seriamente romperte la cabeza con una piedra. Si quieres saberlo, te
diré que te creía en relación con la Policía del Pensamiento.
    La muchacha se reía encantada, tomando aquello como un piropo por lo
bien que se había disfrazado.
    —¡La Policía del Pensamiento!, qué ocurrencias. No es posible que lo
creyeras.
    —Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto… quizá
por tu juventud y por lo saludable que eres; en fin, ya comprendes, creí que
probablemente…
    —Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos.
    Estandartes, desfiles, consignas, excursiones colectivas y todo eso. Y creíste
que a las primeras de cambio te denunciaría como criminal mental y haría
que te mataran.
    —Sí, algo así… Ya sabes que muchas chicas son de ese modo.
    —La culpa la tiene esa porquería —dijo Julia quitándose el cinturón
rojo de la Liga Anti-Sex y tirándolo a una rama, donde quedó colgado.
    Luego, como si el tocarse la cintura le hubiera recordado algo, sacó del
bolsillo de su mono una tableta de chocolate. La partió por la mitad y le dio
a Winston uno de los pedazos. Antes de probarlo, ya sabía él por el olor que
era un chocolate muy poco frecuente. Era oscuro y brillante, envuelto en
papel de plata. El chocolate, corrientemente, era de un color castaño claro y
desmigajaba con gran facilidad; y en cuanto a su sabor, era algo así como el
del humo de la goma quemada. Pero alguna vez había probado chocolate

como el que ella le daba ahora. Su aroma le había despertado recuerdos que
no podía localizar, pero que lo turbaban intensamente.
    —¿Dónde encontraste esto? —dijo.
    —En el mercado negro —dijo ella con indiferencia—. Yo me las
arreglo bastante bien. Fui jefe de sección en los Espías. Trabajo
voluntariamente tres tardes a la semana en la Liga Juvenil Anti-Sex. Me he
pasado horas y horas desfilando por Londres. Siempre soy yo la que lleva
uno de los estandartes. Pongo muy buena cara y nunca intento librarme de
una
lata. Mi lema es «Grita siempre con los demás». Es el único modo de
estar seguros.
    El primer trocito de chocolate se le había derretido a Winston en la
lengua. Su sabor era delicioso. Pero le seguía rondando aquel recuerdo que
no podía fijar, algo así como un objeto visto por el rabillo del ojo. Hizo por
librarse de él quedándole la sensación de que se trataba de algo que él había
hecho en tiempos y que hubiera preferido no haber hecho.
    —Eres muy joven —dijo—. Debes de ser unos diez o quince años más
joven que yo. ¿Qué has podido ver en un hombre como yo que te haya
atraído?
    —Algo en tu cara. Me decidí a arriesgarme. Conozco en seguida a la
gente de la acera de enfrente. En cuanto te vi supe que estabas contra
ellos.
    Ellos, por lo visto, quería decir el Partido, y sobre todo el Partido
Interior, sobre el cual hablaba Julia con un odio manifiesto que
intranquilizaba a Winston, aunque sabía que aquel sitio en que se hallaban
era uno de los poquísimos lugares donde nada tenían que temer. Le
asombraba la rudeza con que hablaba Julia. Se suponía que los miembros
del Partido no decían palabrotas, y el propio Winston apenas las decía como
no fuera entre dientes. Sin embargo, Julia no podía nombrar al Partido,
especialmente al Partido Interior, sin usar palabras de esas que solían
aparecer escritas con tiza en los callejones solitarios. A él no le disgustaba
eso, puesto que era un síntoma de la rebelión de la joven contra el Partido y
sus métodos. Y semejante actitud resultaba natural y saludable, como el
estornudo de un caballo que huele mala avena. Habían salido del claro y
paseaban por entre los arbustos. Iban cogidos de la cintura siempre que
tenían sitio suficiente para pasar los dos juntos. Notó que la cintura de Julia

resultaba mucho más suave ahora que se había quitado el cinturón. Seguían
hablando en voz muy baja. Fuera del claro, dijo Julia, era mejor ir con
prudencia. Llegaron hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.
    —No salgas a campo abierto. Podría haber alguien que nos viera.
Estaremos mejor detrás de las ramas.
    Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose
por las innumerables hojas, les seguía caldeando el rostro. Winston observó
el campo que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa sensación
de reconocer aquel lugar. Era tierra de pastos, con un sendero que la
cruzaba y alguna pequeña elevación de cuando en cuando. En la valla,
medio rota, que se veía al otro lado, se divisaban las ramas de unos olmos
que se balanceaban con la brisa, y sus hojas se movían en densas masas
como cabelleras femeninas. Seguramente por allí cerca, pero fuera de su
vista, habría un arroyuelo.
    —¿No hay por aquí cerca un arroyo? —murmuró.
    —Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces,
muy grandes por cierto. Se puede verlos en las charcas que se forman bajo
los sauces.
    —Es el País Dorado… casi —murmuró.
    —¿El País Dorado?
    —No tiene importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en
sueños.
    —¡Mira! —susurró Julia.
    Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y
casi al nivel de sus caras. Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos
a la sombra. Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su
sitio, inclinó la cabecita un momento, como si saludara respetuosamente al
sol y empezó a cantar torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía
el volumen de aquel sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La
música del ave continuó, minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y
sin repetirse nunca, casi como si estuviera demostrando a propósito su
virtuosismo. A veces se detenía unos segundos, extendía y recogía sus alas,
luego hinchaba su pecho moteado y empezaba de nuevo su concierto.
Winston lo contemplaba con un vago respeto. ¿Para quién, para qué cantaba

aquel pájaro? No tenía pareja ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le
impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario, regalándole su música
al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca.
Julia y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún aparato podría
registrar lo que ellos habían dicho, pero sí el canto del pájaro. Quizás al otro
extremo del instrumento algún hombrecillo mecanizado estuviera
escuchando con toda atención; sí, escuchando
aquello. Gradualmente la
música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era como un
líquido que saliera y se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre
hojas. Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su
brazo era suave y cálida. Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a
cara. El cuerpo de Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que
tocaran sus manos, cedía todo como si fuera agua. Sus bocas se unieron con
besos muy distintos de los duros besos que se habían dado antes. Cuando
volvieron a apartar sus rostros, suspiraron ambos profundamente.
El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo alarmado.
    Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies,
regresaron al claro. Cuando estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia
hacia él y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la
sonrisa había desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y
ella lo miró por un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las
manos. ¡Sí! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo
había imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el
mismo magnífico gesto con el cual toda una civilización parecía amilanarse.
    Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un momento él no
miró su cuerpo. Sus
ojos habían buscado ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca
sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.
    —¿Has hecho esto antes?
    —Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.
    —¿Con miembros del Partido?
    —Sí, siempre con miembros del Partido.
    —¿Con miembros del Partido del Interior?
    —No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son
tan sagrados como pretenden.

    Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que
oliera a corrupción le llenaba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez
el Partido estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol
no era más que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido
contagiarlos a todos con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera
hecho! Cualquier cosa con tal de podrir, de debilitar, de minar.
    La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas frente a frente.
    —Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo
comprendes?
    —Sí, perfectamente.
    —Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud
en ninguna parte. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta los
huesos.
    —Pues bien, debe irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.
    —¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la
cosa en sí.
    —Lo adoro.
    Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor
por una persona sino el instinto animal, el simple indiferenciado deseo. Ésta
era la fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la hierba entre las
campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus
pechos fue bajando hasta la velocidad normal y con un movimiento de
desamparo se fueron separando. El sol parecía haber intensificado su calor.
Los dos estaban adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió
parcialmente.
    Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo de media hora se
despertó Winston. Se incorporó y contempló a Julia, que seguía durmiendo
tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano. Aparte de la
boca, sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención, se
descubrían unas pequeñas arrugas en torno a los ojos. El cabello negro y
corto era extraordinariamente abundante y suave. Pensó entonces que
todavía ignoraba el apellido y el domicilio de ella.
    Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó
en él un compasivo y protector sentimiento. Pero la ternura que había

sentido mientras escuchaba el canto del pájaro había desaparecido ya. Le
apartó el mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos tiempos, pensó,
un hombre miraba el cuerpo de una muchacha y veía que era deseable y
aquí se acababa la historia. Pero ahora no se podía sentir amor puro o deseo
puro. Ninguna emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo
y el odio. Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un
golpe contra el Partido. Era un acto político.



Comentarios

  1. Rarísima la relación de Winston y Julia. Me cae bien igual. Banco.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¿Rarísima porque él le confesó que había querido abusar de ella y asesinarla?
      Es una extraña manera de arrancar una relación.
      Pero me gusta lo que pasa en el capítulo, saber que existen espacios ocultos y seguros.
      Me quedo con el final feliz capítulo:
      "Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contra el Partido. Era un acto político"💪

      Eliminar

Publicar un comentario