1984 - Segunda parte - Capítulo I + Edición ilustrada


 

Buen lunes de capítulo.

Estamos muy felices porque ya comenzamos la segunda parte de la novela.

Para hoy les dejamos como propuesta algunas imágenes de esta edición de "1984", la primera ilustrada en español.


El ilustrador es Luis Scafati, que ha plasmado en impactantes imágenes a tinta la impresión que le ha causado la lectura. También utiliza grafito, carboncillo y carbón para hacer los matices. 




El ilustrador mendocino dice sobre "1984" en esta nota de gráffica.info: "releer 1984 fue realmente un golpe(...) me encontré con que me estaban contando una situación psicosocial que hoy está atravesando el planeta, donde el poder se manifiesta en lo que sería la prensa hegemónica y donde hay muchísima violencia".








¿Alguien que ilustre en la sala? ¿se animan a plasmar en imágenes lo que la novela les sugiere?


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Parte segunda - Capítulo I

    A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.
Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo
pasillo brillantemente iluminado. Era la muchacha morena. Habían pasado
cuatro días desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda.
Al acercarse, vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo
derecho. De lejos no se había fijado en ello porque las vendas tenían el
mismo color que el mono. Probablemente, se habría aplastado la mano para
hacer girar uno de los grandes calidoscopios donde se fabricaban los
argumentos de las novelas. Era un accidente que ocurría con frecuencia en
el Departamento de Novela.
    Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un
traspié y se cayó de cara al suelo exhalando un grito de dolor. Por lo visto,
había caído sobre el brazo herido. Winston se paró en seco. La muchacha
logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por
contraste, más rojos que nunca. Clavó los ojos en Winston con una
expresión desolada que más parecía de miedo que de dolor.
    Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la
enemiga que procuraba su muerte. Frente a él, también, había una criatura
humana que sufría y que quizás se hubiera partido el hueso de la nariz. Se
acercó a ella instintivamente, para ayudarla. Winston había sentido el dolor
de ella en su propio cuerpo al verla caer con el brazo vendado.
    —¿Estás herida? —le dijo.
    —No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
    Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.
    —¿No te has roto nada?
    —No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.

    Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse. Le había
vuelto algo de color y parecía hallarse mucho mejor.
    —No ha sido nada —repitió poco después—. Lo que me dolió fue la
muñeca. ¡Gracias, camarada!
    Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si
realmente no le hubiera sucedido nada. El incidente no había durado más de
medio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los sentimientos,
y además cuando ocurrió aquello se hallaban exactamente delante de una
telepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido muy difícil no
traicionarse y manifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres
segundos en que ayudó a la joven a levantarse, ésta le había deslizado algo
en la mano. Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño
papel doblado. Al pasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el
bolsillo.
    Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del
bolsillo. Desde luego, tenía que haber algún mensaje en ese papel. Estuvo
tentado de entrar en uno de los
water-closets y leerlo allí. Pero eso habría
sido una locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés
que en los retretes.
    Volvió a su cabina, sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de
encima de la mesa, se puso las gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía
cinco minutos! —se dijo a sí mismo—, ¡por lo menos cinco minutos!». Le
galopaba el corazón en el pecho con aterradora velocidad.
    Afortunadamente, el trabajo que estaba realizando era de simple rutina —la
rectificación de una larga lista de números— y no necesitaba fijar la
atención.
    Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un
significado político. Había dos posibilidades, calculaba Winston. Una, la
más probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del
Pensamiento, como él temía. No sabía por qué empleaba la Policía del
Pensamiento ese procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía
tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza,
una orden de suicidarse, una trampa… Pero había otra posibilidad, aunque
Winston trataba de convencerse de que era una locura: que este mensaje no

viniera de la Policía del Pensamiento, sino de alguna organización
clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella
muchacha uno de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había
ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del papel en su mano.
Hasta unos minutos después no pensó en la otra posibilidad, mucho más
sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza le decía que el mensaje
significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y persistía en él
la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo
conseguir que no le temblara la voz mientras murmuraba las cantidades en
el hablescribe.
    Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo
neumático. Habían pasado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz,
suspiró y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar. Encima
estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él había escritas estas palabras
con letra impersonal:
    Te quiero.
    Winston se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba
delictiva en el «agujero de la memoria». Cuando por fin, reaccionando, se
dispuso a hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto peligro había en
manifestar demasiado interés por algún papel escrito, volvió a leerlo antes
para convencerse de que no había soñado.
Durante el resto de la mañana, le fue muy difícil trabajar. Peor aún que
fijar su mente sobre las tareas habituales, era la necesidad de ocultarle a la
telepantalla su agitación interior. Sintió como si le quemara un fuego en el
estómago. La comida en la atestada y ruidosa cantina le resultó un
tormento. Había esperado hallarse un rato solo durante el almuerzo, pero
tuvo la mala suerte de que el imbécil de Parsons se le colocara a su lado y le
soltara una interminable sarta de tonterías sobre los preparativos para la
Semana del Odio. Lo que más le entusiasmaba a aquel simple era un
modelo en cartón de la cabeza del Gran Hermano, de dos metros de
anchura, que estaban preparando en el grupo de espías al que pertenecía la
niña de Parsons. Lo más irritante era que Winston apenas podía oír lo que

decía Parsons y tenía que rogarle constantemente que repitiera las
estupideces que acababa de decir. Por un momento, divisó a la chica
morena, que estaba en una mesa con otras dos compañeras al otro extremo
de la estancia. Pareció no verle y él no volvió a mirar en aquella dirección.
    La tarde fue más soportable. Después de comer recibió un delicado y
difícil trabajo que le había de ocupar varias horas y acaparar su atención.
Consistía en falsificar una serie de informes de producción de dos años
antes con objeto de desacreditar a un prominente miembro del Partido
Interior que empezaba a estar mal visto. Winston servía para estas cosas y
durante más de dos horas logró apartar a la joven de su mente. Entonces le
volvió el recuerdo de su cara y sintió un rabioso e intolerable deseo de estar
solo. Porque necesitaba la soledad para pensar a fondo en sus nuevas
circunstancias. Aquella noche era una de las elegidas por el Centro
Comunal para sus reuniones. Tomó una cena temprana —otra insípida
comida— en la cantina, se marchó al Centro a toda prisa, participó en las
solemnes tonterías de un «grupo de polemistas», jugó dos veces al tenis de
mesa, se tragó varios vasos de ginebra y soportó durante una hora la
conferencia titulada «Los principios de Ingsoc en el juego de ajedrez». Su
alma se retorcía de puro aburrimiento, pero por primera vez no sintió el
menor impulso de evitarse una tarde en el Centro. A la vista de las palabras
Te quiero, el deseo de seguir viviendo le dominaba y parecía tonto
exponerse a correr unos riesgos que podían evitarse tan fácilmente. Hasta
las veintitrés, cuando ya estaba acostado en la oscuridad, donde estaba uno
libre hasta de la telepantalla con tal de no hacer ningún ruido, no pudo dejar
fluir libremente sus pensamientos.
    Se trataba de un problema físico que había de ser resuelto: ¿cómo
ponerse en relación con la muchacha y preparar una cita? No creía ya
posible que la joven le estuviera tendiendo una trampa. Estaba seguro de
que no era así por la inconfundible agitación que ella no había podido
ocultar al entregarle el papelito. Era evidente que estaba asustadísima, y con
motivo sobrado. A Winston no le pasó siquiera por la cabeza la idea de
rechazar a la muchacha. Sólo hacía cinco noches que se había propuesto
romperle el cráneo con una piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la
imaginaba desnuda como la había visto en su ensueño. Se la había figurado

idiota como las demás, con la cabeza llena de mentiras y de odios y el
vientre helado. Una angustia febril se apoderó de él al pensar que pudiera
perderla, que aquel cuerpo blanco y juvenil se le escapara. Lo que más
temía era que la muchacha cambiase de idea si no se ponía en relación con
ella rápidamente. Pero la dificultad física de esta aproximación era enorme.
    Resultaba tan difícil como intentar un movimiento en el juego de ajedrez
cuando ya le han dado a uno el mate. Adondequiera que fuera uno, allí
estaba la telepantalla. Todos los medios posibles para comunicarse con la
joven se le ocurrieron a Winston a los cinco minutos de leer la nota; pero
una vez acostado y con tiempo para pensar bien, los fue analizando uno a
uno como si tuviera esparcidas en una mesa una fila de herramientas para
probarlas.
    Desde luego, la clase de encuentro de aquella mañana no podía
repetirse. Si ella hubiera trabajado en el Departamento de Registro, habría
sido muy sencillo, pero Winston tenía una idea muy remota de dónde estaba
el Departamento de Novela en el edificio del Ministerio y no tenía pretexto
alguno para ir allí. Si hubiera sabido dónde vivía y a qué hora salía del
trabajo, se las habría arreglado para hacerse el encontradizo; pero no era
prudente seguirla a casa ya que esto suponía esperarla delante del
Ministerio a la salida, lo cual llamaría la atención indefectiblemente. En
cuanto a mandar una carta por correo, sería una locura. Ni siquiera se
ocultaba que todas las cartas se abrían, por lo cual casi nadie escribía ya
cartas. Para los mensajes que se necesitaba mandar, había tarjetas impresas
con largas listas de frases y se escogía la más adecuada borrando las demás.
En todo caso, no sólo ignoraba la dirección de la muchacha, sino incluso su
nombre. Finalmente, decidió que el sitio más seguro era la cantina. Si
pudiera ocupar una mesa junto a la de ella hacia la mitad del local, no
demasiado cerca de la telepantalla y con el zumbido de las conversaciones
alrededor, le bastaba con treinta segundos para ponerse de acuerdo con ella.
Durante una semana después, la vida fue para Winston como una
pesadilla. Al día siguiente, la joven no apareció por la cantina hasta el
momento en que él se marchaba cuando ya había sonado la sirena.
    Seguramente, la habían cambiado a otro turno. Se cruzaron sin mirarse. Al
día siguiente, estuvo ella en la cantina a la hora de costumbre, pero con

otras tres chicas y debajo de una telepantalla. Pasaron tres días
insoportables para Winston, en que no la vio en la cantina. Tanto su espíritu
como su cuerpo habían adquirido una hipersensibilidad que casi le
imposibilitaba para hablar y moverse. Incluso en sueños no podía librarse
por completo de aquella imagen. Durante aquellos días no abrió su Diario.
El único alivio lo encontraba en el trabajo; entonces conseguía olvidarla
durante diez minutos seguidos. No tenía ni la menor idea de lo que pudiera
haberle ocurrido y no había que pensar en hacer una investigación. Quizá la
hubieran vaporizado, quizá se hubiera suicidado o, a lo mejor, la habían
trasladado al otro extremo de Oceanía.
    La posibilidad a la vez mejor y peor de todas era que la joven,
sencillamente, hubiera cambiado de idea y le rehuyera.
Pero al día siguiente reapareció. Ya no traía el brazo en cabestrillo; sólo
una protección de yeso alrededor de la muñeca. El alivio que sintió al verla
de nuevo fue tan grande que no pudo evitar mirarla directamente durante
varios segundos. Al día siguiente, casi logró hablar con ella. Cuando
Winston llegó a la cantina, la encontró sentada a una mesa muy alejada de
la pared. Estaba completamente sola. Era temprano y había poca gente. La
cola avanzó hasta que Winston se encontró casi junto al mostrador, pero se
detuvo allí unos dos minutos a causa de que alguien se quejaba de no haber
recibido su pastilla de sacarina. Pero la muchacha seguía sola cuando
Winston tuvo ya servida su bandeja y avanzaba hacia ella. Lo hizo como
por casualidad fingiendo que buscaba un sitio más allá de donde se
encontraba la joven. Estaban separados todavía unos tres metros. Bastaban
dos segundos para reunirse, pero entonces sonó una voz detrás de él:
«¡Smith!». Winston hizo como que no oía. Entonces la voz repitió más alto:
«¡Smith!». Era inútil hacerse el tonto. Se volvió. Un muchacho llamado
Wilsher, a quien apenas conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en
un sitio vacío junto a él. No era prudente rechazar esta invitación. Después
de haber sido reconocido, no podía ir a sentarse junto a una muchacha sola.
Quedaría demasiado en evidencia. Haciendo de tripas corazón, le sonrió
amablemente al muchacho, que le miraba con un rostro beatífico. Winston,
como en una alucinación, se veía a sí mismo partiéndole la cara a aquel

estúpido con un hacha. La mesa donde estaba ella se llenó a los pocos
minutos.
    Por lo menos, la joven tenía que haberlo visto ir hacia ella y se habría
dado cuenta de su intención. Al día siguiente, tuvo buen cuidado de llegar
temprano. Allí estaba ella, exactamente, en la misma mesa y otra vez sola.
    La persona que precedía a Winston en la cola era un hombrecillo nervioso
con una cara aplastada y ojos suspicaces. Al alejarse Winston del
mostrador, vio que aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella. Sus
esperanzas se vinieron abajo. Había un sitio vacío una mesa más allá, pero
algo en el aspecto de aquel tipejo le convenció a Winston de que éste no se
instalaría en la mesa donde no había nadie para evitarse la molestia de verse
obligado a soportar a los desconocidos que luego se quisieran sentar allí.
    Con verdadera angustia, lo siguió Winston. De nada le serviría sentarse con
ella si alguien más los acompañaba. En aquel momento, hubo un ruido
tremendo. El hombrecillo se había caído de bruces y la bandeja salió
volando derramándose la sopa y el café. Se puso en pie y miró ferozmente a
Winston. Evidentemente, sospechaba que éste le había puesto la zancadilla.
    Pero daba lo mismo porque poco después, con el corazón galopándole, se
instalaba Winston junto a la muchacha.
    No la miró. Colocó en la mesa el contenido de su bandeja y empezó a
comer. Era importantísimo hablar en seguida antes de que alguna otra
persona se uniera a ellos. Pero le invadía un miedo terrible. Había pasado
una semana desde que la joven se había acercado a él. Podía haber
cambiado de idea, es decir, tenía que haber cambiado de idea. Era imposible
que este asunto terminara felizmente; estas cosas no suceden en la vida real,
y probablemente no habría llegado a hablarle si en aquel momento no
hubiera visto a Ampleforth, el poeta de orejas velludas, que andaba de un
lado a otro buscando sitio. Era seguro que Ampleforth, que conocía bastante
a Winston, se sentaría en su mesa en cuanto lo viera. Tenía, pues, un minuto
para actuar. Tanto él como la muchacha comían rápidamente. Era una
especie de guiso muy caldoso de habas. En voz muy baja, empezó Winston
a hablar. No se miraban. Se llevaban a la boca la comida y entre cucharada
y cucharada se decían las palabras indispensables en voz baja e inexpresiva.
    —¿A qué hora sales del trabajo?

    —Dieciocho treinta.
    —¿Dónde podemos vernos?
    —En la Plaza de la Victoria, cerca del Monumento.
    —Hay muchas telepantallas allí.
    —No importa, porque hay mucha circulación.
    —¿Alguna señal?
    —No. No te acerques hasta que no me veas entre mucha gente. Y no me
mires. Sigue andando cerca de mí.
    —¿A qué hora?
    —A las diecinueve.
    —Muy bien.
    Ampleforth no vio a Winston y se sentó en otra mesa. No volvieron a
hablar y, en lo humanamente posible entre dos personas sentadas una frente
a otra y en la misma mesa, no se miraban. La joven acabó de comer a toda
velocidad y se marchó. Winston se quedó fumando un cigarrillo.
    Antes de la hora convenida estaba Winston en la Plaza de la Victoria.
Dio vueltas en torno a la enorme columna en lo alto de la cual la estatua del
Gran Hermano miraba hacia el Sur, hacia los cielos donde había vencido a
los aviones eurasiáticos (pocos años antes, los vencidos fueron los aviones
de Asia Oriental), en la batalla de la Primera Franja Aérea. En la calle de
enfrente había una estatua ecuestre cuyo jinete representaba, según decían,
a Oliver Cromwell. Cinco minutos después de la hora que fijaron, aún no se
había presentado la muchacha. Otra vez le entró a Winston un gran pánico.
¡No venía! ¡Había cambiado de idea! Se dirigió lentamente hacia el norte de
la plaza y tuvo el placer de identificar la iglesia de San Martín, cuyas
campanas —cuando existían— habían cantado aquello de «me debes tres
peniques». Entonces vio a la chica parada al pie del monumento, leyendo o
fingiendo que leía un cartel arrollado a la columna en espiral. No era
prudente acercarse a ella hasta que se hubiera acumulado más gente. Había
telepantallas en todo el contorno del monumento. Pero en aquel mismo
momento se produjo una gran gritería y el ruido de unos vehículos pesados
que venían por la izquierda. De pronto, todos cruzaron corriendo la plaza.
    La joven dio la vuelta ágilmente junto a los leones que formaban la base del
monumento y se unió a la desbandada. Winston la siguió. Al correr, le oyó

decir a alguien que un convoy de prisioneros eurasiáticos pasaba por allí
cerca.
    Una densa masa de gente bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston,
que normalmente era de esas personas que rehuyen todas las
aglomeraciones, se esforzaba esta vez, a codazos y empujones, en abrirse
paso hasta el centro de la multitud. Pronto estuvo a un paso de la joven,
pero entre los dos había un corpulento prole y una mujer casi tan enorme
como él, seguramente su esposa. Entre los dos parecían formar un
impenetrable muro de carne. Winston se fue metiendo de lado y, con un
violento empujón, logró meter entre la pareja su hombro. Por un instante
creyó que se le deshacían las entrañas aplastadas entre las dos caderas
forzudas. Pero, con un esfuerzo supremo, sudoroso, consiguió hallarse por
fin junto a la chica. Estaban hombro con hombro y ambos miraban
fijamente frente a ellos.
    Una caravana de camiones, con soldados de cara pétrea armados con
fusiles ametralladoras, pasaban calle abajo. En los camiones, unos hombres
pequeños de tez amarilla y harapientos uniformes verdosos formaban una
masa compacta tan apretados como iban. Sus tristes caras mongólicas
miraban a la gente sin la menor curiosidad. De vez en cuando se oían ruidos
metálicos al dar un brinco alguno de los camiones. Este ruido lo producían
los grilletes que llevaban los prisioneros en los pies. Pasaron muchos
camiones con la misma carga y los mismos rostros indiferentes. Winston
conocía de sobra el contenido, pero sólo podía verlos intermitentemente. La
muchacha apoyaba el hombro y el brazo derecho, hasta el codo, contra el
costado de Winston. Sus mejillas estaban tan próximas que casi se tocaban.
Ella se había puesto inmediatamente a tono con la situación lo mismo que
lo había hecho en la cantina. Empezó a hablar con la misma voz
inexpresiva, moviendo apenas los labios. Era un leve murmullo apagado
por las voces y el estruendo del desfile.
    —¿Me oyes?
    —Sí.
    —¿Puedes salir el domingo?
    —Sí.

    —Entonces escucha bien. No lo olvides. Irás a la estación de
Paddington…
    Con una precisión casi militar que asombró a Winston, la chica le fue
describiendo la ruta que había de seguir: un viaje de media hora en tren;
torcer luego a la izquierda al salir de la estación; después de dos kilómetros
por carretera y, al llegar a un portillo al que le faltaba una barra, entrar por
él y seguir por aquel sendero cruzando hasta una extensión de césped; de
allí partía una vereda entre arbustos; por fin, un árbol derribado y cubierto
de musgo. Era como si tuviese un mapa dentro de la cabeza.
    —¿Te acordarás? —murmuró al terminar sus indicaciones.
    —Sí.
    —Tuerces a la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. Y
al portillo le falta una barra.
    —Sí. ¿A qué hora?
    —Hacia las quince. A lo mejor tienes que esperar. Yo llegaré por otro
camino. ¿Te acordarás bien de todo?
    —Sí.
    —Entonces, márchate de mi lado lo más pronto que puedas.
    No necesitaba habérselo dicho. Pero, por lo pronto, no se podía mover.
    Los camiones no dejaban de pasar y la gente no se cansaba de expresar su
entusiasmo. Aunque es verdad que solamente lo expresaban abriendo la
boca en señal de estupefacción. Al principio había habido algunos abucheos
y silbidos, pero procedían sólo de los miembros del Partido y pronto
cesaron. La emoción dominante era sólo la curiosidad. Los extranjeros, ya
fueran de Eurasia o de Asia Oriental, eran como animales raros. No había
manera de verlos, sino como prisioneros; e incluso como prisioneros no era
posible verlos más que unos segundos. Tampoco se sabía qué hacían con
ellos aparte de los ejecutados públicamente como criminales de guerra. Los
demás se esfumaban, seguramente en los campos de trabajos forzados. Los
redondos rostros mongólicos habían dejado paso a los de tipo más europeo,
sucios, barbudos y exhaustos. Por encima de los salientes pómulos, los ojos
de algunos miraban a los de Winston con una extraña intensidad y pasaban
al instante. El convoy se estaba terminando. En el último camión vio
Winston a un anciano con la cara casi oculta por una masa de cabello, muy

erguido y con los puños cruzados sobre el pecho. Daba la sensación de estar
acostumbrado a que lo ataran. Era imprescindible que Winston y la chica se
separaran ya. Pero en el último momento, mientras que la multitud los
seguía apretando el uno contra el otro, ella le cogió la mano y se la estrechó.
No habría durado aquello más de diez segundos y, sin embargo, parecía
que sus manos habían estado unidas durante una eternidad. Por lo menos,
tuvo Winston tiempo sobrado para aprenderse de memoria todos los detalles
de aquella mano de mujer. Exploró sus largos dedos, sus uñas bien
formadas, la palma endurecida por el trabajo con varios callos y la suavidad
de la carne junto a la muñeca. Sólo con verla la habría reconocido, entre
todas las manos. En ese instante se le ocurrió que no sabía de qué color
tenía ella los ojos. Probablemente, castaños, pero también es verdad que
mucha gente de cabello negro tiene ojos azules. Volver la cabeza y mirarla
hubiera sido una imperdonable locura. Mientras había durado aquel apretón
de manos invisible entre la presión de tanta gente, miraban ambos
impasibles adelante y Winston, en vez de los ojos de ella, contempló los del
anciano prisionero que lo miraban con tristeza por entre sus greñas de pelo.


Comentarios

  1. ¡Gran capítulo! Terribles nervios me dio ver a estas dos personas contactarse y acordar un encuentro.
    La segunda parte arrancó con todo. Casi parece que la primera parte fue toda introducción para llegar a este punto.

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