1984 - Parte primera - Capítulo VIII + Cancelaciones de 1984

 


¡Buen jueves!

Con el capítulo de hoy alcanzamos el primer tercio de la novela y también finalizamos la Primera Parte.

Muchas de las conversaciones del Club de Lectura de Lapocalipsi suceden en el grupo de whatsapp. Y es una idea que compartimos a medida que avanzamos con la novela, que la distopía se acerca mucho a la realidad, no solamente de esta Argentina 2024 (recién declarado "Año de la Defensa de la Vida, de la libertad y la Propiedad") sino también de este mundo de 2024.

Como propuesta les dejamos unos links a artículos periodísticos que hablan de la posible (en algunos casos, efectiva) cancelación de 1984 en algunas universidades o países. Clic en el título para abrir el artículo.

Bielorrusia prohibe 1984 de George Orwell, la gran crítica al totalitarismo, esto se comunicó el mismo día que el presidente bielorruso firmó un decreto para aplicar la pena de muerte por "intento de acto de terrorismo".

¿Crece la cultura de la cancelación? Universidades británicas advierten sobre libros de Harry Potter y la novela 1984.  En este artículo se aborda que algunas universidades colocan mensajes de advertencia en la bibliografía de ciertas asignaturas, por material que puede considerarse "ofensivo o molesto" para los alumnos.

Las ventas de '1984' de Orwell se disparan en Rusia coincidiendo con la guerra de Ucrania

Se disparan las ventas de 1984 al inicio de la era Trump (después de que una de sus asesoras admitiera que el gobierno presentaba "versiones alternativas" de los hechos).
En la vereda opuesta a los primeros dos links, en estos últimos habla de que se disparan las ventas del libro cuando el contexto violento y autoritario, obliga a buscar respuestas. Y las respuestas se buscan en las novelas, en la ficción, en una distopía. 

¿Les suena?

¿Qué pasa con la novela? ¿para quiénes es una amenaza? ¿qué verdades nos ofrece 1984? ¿qué herramientas?

Nos leemos en comentarios,


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Clic en cada título para acceder al enlace:

Whatsapp del Club de Lectura de Lapocalipsi



Parte Primera - Capítulo VIII

    Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado —café de verdad, no
café de la Victoria—, un aroma penetrante. Winston se detuvo
involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio olvidado
de su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado
tan de repente como un sonido.
    Winston había andado varios kilómetros por las calles y se le habían
irritado sus varices. Era la segunda vez en tres semanas que no había
llegado a tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual era muy
peligroso ya que el número de asistencias al Centro era anotado
cuidadosamente. En principio, un miembro del Partido no tenía tiempo libre
y nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que, de no hallarse
trabajando, comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún recreo
colectivo. Hacer algo que implicara una inclinación a la soledad, aunque
sólo fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una palabra
para ello en neolengua:
vidapropia, es decir, individualismo y
excentricidad. Pero esa tarde, al salir del Ministerio, el aromático aire
abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul más intenso que en todo el
año y de pronto le había resultado intolerable a Winston la perspectiva del
aburrimiento, de los juegos anotadores, de las conferencias, de la falsa
camaradería lubricada por la ginebra… Sintió el impulso de marcharse de la
parada del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero hacia el
Sur, luego hacia el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles
desconocidas y sin preocuparse apenas por la dirección que tomaba.
    «Si hay esperanza —habría escrito en el Diario—, está en los proles».
Estas palabras le volvían como afirmación de una verdad mística y de un
absurdo palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor

de lo que en tiempos había sido la estación de San Pancracio. Marchaba por
una calle empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y cuyas
puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores. De trecho en trecho
había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las
casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de personas: muchachas en la
flor de la edad con bocas violentamente pintadas, muchachos que
perseguían a las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes,
vivas pruebas de lo que serían las muchachas cuando tuvieran diez años
más, ancianos que se movían dificultosamente y niños descalzos que
jugaban en los charcos y salían corriendo al oír los irritados chillidos de sus
madres. La cuarta parte de las ventanas de la calle estaban rotas y tapadas
con cartones. La mayoría de la gente no prestaba atención a Winston.
Algunos lo miraban con cauta curiosidad. Dos monstruosas mujeres de
brazos rojizos cruzados sobre los delantales hablaban en una de las puertas.
Winston oyó algunos retazos de la conversación.
    —Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras
estado en mi lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de
criticar —le dije—, pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
    —Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.
    Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a
Winston con hostil silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente
hostilidad sino una especie de alerta momentánea como cuando nos
cruzamos con un animal desconocido. El mono azul del Partido no se veía
con frecuencia en una calle como ésta. Desde luego, era muy poco prudente
que lo vieran a uno en semejantes sitios a no ser que se tuviera algo muy
concreto que hacer allí: las patrullas le detenían a uno en cuanto lo
sorprendían en una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres enseñarme
la documentación camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del
trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?», y así
sucesivamente. No es que hubiera una disposición especial prohibiendo
regresar a casa por un camino insólito, mas era lo suficiente para hacerse
notar si la Policía del Pensamiento lo descubría.
    De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por
todas partes. Hombres, mujeres y niños se metían veloces en sus casas

como conejos. Una joven salió como una flecha por una puerta cerca de
donde estaba Winston, cogió a un niño que jugaba en un charco, lo envolvió
con el delantal y entró de nuevo en su casa; todo ello realizado con increíble
rapidez. En el mismo instante, un hombre vestido de negro, que había salido
de una callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole nervioso el cielo.
    —¡El vapor! —gritó—. Mire, maestro. ¡Échese pronto en el suelo!
«El vapor» era el apodo que, no se sabía por qué, le habían puesto los
proles a las bombas cohetes.
    Winston se tiró al suelo rápidamente. Los proles llevaban casi siempre
razón cuando daban una alarma de esta clase. Parecían poseer una especie
de instinto que les prevenía con varios segundos de anticipación de la
llegada de un cohete, aunque se suponía que los cohetes volaban con más
rapidez que el sonido. Winston se protegió la cabeza con los brazos. Se oyó
un rugido que hizo temblar el pavimento, una lluvia de pequeños objetos le
cayó sobre la espalda. Cuando se levantó, se encontró cubierto con pedazos
de cristal de la ventana más próxima. Siguió andando. La bomba había
destruido un grupo de casas de aquella calle doscientos metros más arriba.
En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra nube, ésta de
polvo, envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya una multitud.
    Había un pequeño montón de yeso en el pavimento delante de él y en medio
se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a ver qué
era vio que se trataba de una mano humana cortada por la muñeca. Aparte
del sangriento muñón, la mano era tan blanca que parecía un molde de yeso.
    Le dio una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la multitud, torció por
una calle lateral a la derecha. A los tres o cuatro minutos estaba fuera de la
zona afectada por la bomba y la sórdida vida del suburbio se había
reanudado como si nada hubiera ocurrido. Eran casi las veinte y los
establecimientos de bebida frecuentados por los proles (les llamaban, con
una palabra antiquísima, «tabernas») estaban llenas de clientes. De sus
puertas oscilantes, que se abrían y cerraban sin cesar, salía un olor mezclado
de orines, serrín y cerveza.
    En un ángulo formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos
tres hombres. El de en medio tenía en la mano un periódico doblado que los
otros dos miraban por encima de sus hombros. Antes ya de acercarse lo

suficiente para ver la expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por la
inmovilidad de sus cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era
seguramente algo de mucha importancia. Estaba a pocos pasos de ellos
cuando de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres empezaron a
discutir violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.
    —¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número
terminado en siete ha ganado en estos catorce meses.
    —Te digo que sí.
    —No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo
apuntados todos en un papel desde hace dos años. Nunca dejo de copiar el
número. Y te digo que ningún número ha terminado en siete…
    —Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete.
    Fue en febrero… En la segunda semana de febrero.
    —Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado.
    —Bueno, a ver si lo dejáis —dijo el tercer hombre.
    Estaban hablando de la lotería. Winston volvió la cabeza cuando ya
estaba a treinta metros de distancia. Todavía seguían discutiendo
apasionadamente. La lotería, que pagaba cada semana enormes premios, era
el único acontecimiento público al que los proles concedían una seria
atención. Probablemente, había millones de proles para quienes la lotería
era la principal razón de su existencia. Era toda su delicia, su locura, su
estimulante intelectual. En todo lo referente a la lotería, hasta la gente que
apenas sabía leer y escribir parecía capaz de intrincados cálculos
matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas. Toda una tribu de
proles se ganaba la vida vendiendo predicciones, amuletos, sistemas para
dominar el azar y otras cosas que servían a los maniáticos. Winston nada
tenía que ver con la organización de la lotería, dependiente del Ministerio
de la Abundancia. Pero sabía perfectamente (como cualquier miembro del
Partido) que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se pagaban
pequeñas sumas y los ganadores de los grandes premios eran personas
inexistentes. Como no había verdadera comunicación entre una y otra parte
de Oceanía, esto resultaba muy fácil.
    Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial.
Decirlo, sonaba a cosa razonable, pero al mirar aquellos pobres seres

humanos, se convertía en un acto de fe. La calle por la que descendía
Winston, le despertó la sensación de que ya antes había estado por allí y que
no hacía mucho tiempo fue una calle importante. Al final de ella había una
escalinata por donde se bajaba a otra calle en la que estaba un mercadillo de
legumbres. Entonces recordó Winston dónde estaba: en la primera esquina,
a unos cinco minutos de marcha, estaba la tienda de compraventa donde él
había adquirido el libro en blanco donde ahora llevaba su Diario. Y en otra
tienda no muy distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.
    Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la
calle había una sórdida taberna cuyas ventanas parecían cubiertas de
escarcha; pero sólo era polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos,
encorvado, pero bastante activo, empujó la puerta oscilante y entró.    
    Mientras observaba desde allí, se le ocurrió a Winston que aquel viejo, que
por lo menos debía de tener ochenta años, habría sido ya un hombre maduro
cuando ocurrió la Revolución. Él y unos cuantos como él eran los últimos
eslabones que unían al mundo actual con el mundo desaparecido del
capitalismo. En el Partido no había mucha gente cuyas ideas se hubieran
formado antes de la Revolución. La generación más vieja había sido barrida
casi por completo en las grandes purgas de los años cincuenta y sesenta y
los pocos que sobrevivieron vivían aterrorizados y en una entrega
intelectual absoluta. Si vivía aún alguien que pudiera contar con veracidad
las condiciones de vida en la primera mitad del siglo, tenía que ser un prole.
De pronto recordó Winston el trozo del libro de historia que había copiado
en su Diario y le asaltó un impulso loco. Entraría en la taberna, trabaría
conocimiento con aquel viejo y le interrogaría. Le diría: «Cuénteme su vida
cuando era usted un muchacho, ¿se vivía entonces mejor que ahora o
peor?». Precipitadamente, para no tener tiempo de asustarse, bajó la
escalinata y cruzó la calle. Desde luego, era una locura. Como de
costumbre, no había ninguna prohibición concreta de hablar con los proles
y frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar inadvertido ya que era
rarísimo que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna patrulla, Winston podría
decir que se había sentido mal, pero no lo iban a creer. Empujó la puerta y
le dio en la cara un repugnante olor a queso y a cerveza agria. Al entrar él,
las voces casi se apagaron. Todos los presentes le miraban su mono azul.

    Unos individuos que jugaban al blanco con unos dardos se interrumpieron
durante medio minuto. El viejo al que él había seguido estaba acodado en el
bar discutiendo con el barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y
enormes antebrazos. Otros clientes, con vasos en la mano, contemplaban la
escena.
    —¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? —decía
el viejo.
    —¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? —preguntó el
tabernero inclinándose sobre el mostrador con los dedos apoyados en él.
    —Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste
hay que mandarle a la escuela.
    —Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros,
medios litros… Ahí enfrente tiene usted los vasos en ese estante para cada
cantidad de líquido.
    —Cuando yo era joven —insistió el viejo— no bebíamos por litros ni
por medios litros.
    —Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles
    —dijo el tabernero guiñándoles el ojo a los otros clientes.
    Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada por la llegada de
Winston parecía haber desaparecido. El viejo enrojeció, se volvió para
marcharse, refunfuñando, y tropezó con Winston. Winston lo cogió
deferentemente por el brazo.
    —¿Me permite invitarle a beber algo? —dijo.
    —Usted es un caballero —dijo el otro, que parecía no haberse fijado en
el mono azul de Winston—. ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! —añadió
agresivo dirigiéndose al tabernero.
    Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la
única bebida que se podía conseguir en los establecimientos de bebidas de
los proles. Éstos no estaban autorizados a beber cerveza aunque en la
práctica se la proporcionaban con mucha facilidad. El tiro al blanco con
dardos estaba otra vez en plena actividad y los hombres que bebían en el
mostrador discutían sobre billetes de lotería. Todos olvidaron durante unos
momentos la presencia de Winston. Había una mesa debajo de una ventana
donde el viejo y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era terriblemente

peligroso, pero no había telepantalla en la habitación. De esto se había
asegurado Winston en cuanto entró.
    —Debe usted de haber visto grandes cambios desde que era usted un
muchacho —empezó a explorar Winston.
    La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde
los cambios habían ocurrido.
    —La cerveza era mejor —dijo por último—; y más barata. Cuando yo
era un jovencito, la cerveza costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso era
antes de la guerra, naturalmente.
    —¿Qué guerra era ésa? —preguntó Winston.
    —Siempre hay alguna guerra —dijo el anciano con vaguedad. Levantó
el vaso y brindó—. ¡A su salud, caballero!
    En su delgada garganta la nuez puntiaguda hizo un movimiento de
sorprendente rapidez arriba y abajo y la cerveza desapareció. Winston se
acercó al mostrador y volvió con otros dos medios litros.
    —Usted es mucho mayor que yo —dijo Winston—. Cuando yo nací
sería usted ya un hombre hecho y derecho. Usted puede recordar lo que
pasaba en los tiempos anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi
edad no sabe nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que
dicen los libros puede no ser verdad. Me gustaría saber su opinión sobre
esto. Los libros de historia dicen que la vida anterior a la Revolución era
por completo distinta de la de ahora. Había una opresión terrible,
injusticias, pobreza… en fin, que no puede uno imaginar siquiera lo malo
que era aquello. Aquí, en Londres, la gran masa de gente no tenía qué
comer desde que nacían hasta que morían. La mitad de aquellos
desgraciados no tenían zapatos que ponerse. Trabajaban doce horas al día,
dejaban de estudiar a los nueve años y en cada habitación dormían diez
personas. Y a la vez había algunos individuos, muy pocos, sólo unos
cuantos miles en todo el mundo, los capitalistas, que eran ricos y poderosos.
Eran dueños de todo. Vivían en casas enormes y suntuosas con treinta
criados, sólo se movían en autos y coches de cuatro caballos, bebían
champán y llevaban sombrero de copa.
    El viejo se animó de pronto.

    —¡Sombreros de copa! —exclamó—. Es curioso que los nombre usted.
    Ayer mismo pensé en ellos no sé por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace
que no se ve un sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La
última vez que llevé uno fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue…
pues por lo menos hace cincuenta años, aunque la fecha exacta no puedo
saberla. Claro, ya comprenderá usted que lo alquilé para aquella ocasión…
    —Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia —dijo
Winston con paciencia—. Pero estos capitalistas —ellos, unos cuantos
abogados y sacerdotes y los demás auxiliares que vivían de ellos— eran los
dueños de la tierra. Todo lo que existía era para ellos. Ustedes, la gente
corriente, los trabajadores, eran sus esclavos. Los capitalistas podían hacer
con ustedes lo que quisieran. Por ejemplo, mandarlos al Canadá como
ganado. Si se les antojaba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y
cuando se enfadaban, los azotaban a ustedes con un látigo llamado el gato
de nueve colas. Si se encontraban ustedes a un capitalista por la calle, tenían
que quitarse la gorra. Cada capitalista salía acompañado por una pandilla de
lacayos que…
    —¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que no he oído desde hace
muchísimos años. ¡Lacayos! Eso me recuerda muchas cosas pasadas. Hará
medio siglo aproximadamente, solía pasear yo a veces por Hyde Park los
domingos por la tarde para escuchar a unos tipos que pronunciaban
discursos: Ejército de Salvación, católicos, judíos, indios… En fin, allí
había de todo. Y uno de ellos…, no puedo recordar el nombre, pero era un
orador de primera, no hacía más que gritar: «¡Lacayos, lacayos de la
burguesía! ¡Esclavos de las clases dirigentes!». Y también le gustaba mucho
llamarlos parásitos y a los otros les llamaba hienas. Sí, una palabra algo así
como hiena. Claro que se refería al Partido Laborista, ya se hará usted
cargo.
    Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por
su cuenta. Debía orientar un poco la conversación:
    —Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que hoy día tenemos
más libertad que en la época de usted. ¿Le tratan a usted más como un ser
humano? En el pasado, los ricos, los que estaban en lo alto…
    —La Cámara de los Lores —evocó el viejo.

    —Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a usted si esa gente le
trataba como a un inferior por el simple hecho de que ellos eran ricos y
usted pobre. Por ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la gorra y
llamarles «señor» cuando se los cruzaba usted por la calle?
    El hombre reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un
cuarto de litro de cerveza.
    —Sí —dijo por fin—. Les gustaba que uno se llevara la mano a la
gorra. Era una señal de respeto. Yo no estaba conforme con eso, pero lo
hacía muchas veces. No tenía más remedio.
    —¿Y era habitual —tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que
he leído en nuestros libros de texto para las escuelas—, era habitual en
aquella gente, en los capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para tener
libre el paso?
    —Uno me empujó una vez —dijo el anciano—. Lo recuerdo como si
fuera ayer. Era un día de regatas nocturnas y en esas noches había mucha
gente grosera, y me tropecé con un tipo joven y jactancioso en la avenida
Shaftesbury. Era un caballero, iba vestido de etiqueta y con sombrero de
copa. Venía haciendo zigzags por la acera y tropezó conmigo. Me dijo:
«¿Por qué no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A ver si se ha creído
usted que ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a dar a
usted para el pelo si se descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted
está borracho y, si quiero, acabo con usted en medio minuto». Sí señor, eso
le dije y no sé si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi me
manda debajo de las ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y
me dispuse a darle su merecido; sin embargo…
    Winston perdía la esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La
memoria de aquel hombre no era más que un montón de detalles. Aunque
se pasara el día interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus
«declaraciones», los libros de Historia publicados por el Partido podían
seguir siendo verdad, después de todo; podían ser incluso completamente
verídicos. Hizo un último intento.
    —Quizás no me he explicado bien. Lo que trato de decir es esto: usted
ha vivido mucho tiempo; la mitad de su vida ha transcurrido antes de la
Revolución. En 1925, por ejemplo, era usted ya un hombre. ¿Podría usted

decir, por lo que recuerda de entonces, que la vida era en 1925 mejor que
ahora o peor? Si tuviera usted que escoger, ¿preferiría usted vivir entonces o
ahora?
    El anciano contempló meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó
su cerveza con más lentitud que la vez anterior y por último habló con un
tono filosófico y tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.
    —Ya sé lo que espera usted que le diga. Usted querría que le dijera que
prefiero volver a ser joven. Muchos lo dicen porque en la juventud se tiene
salud y fuerza. En cambio, a mis años nunca se está bien del todo. Tengo
muchos achaques. He de levantarme seis y siete veces por la noche cuando
me da el dolor. Por otra parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por
ejemplo, las mujeres no le preocupan a uno y eso es una gran ventaja. Yo
hace treinta años que no he estado con una mujer, no sé si me creerá usted.
Pero lo más grande es que no he tenido ganas.
    Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a
pedir más cerveza cuando el viejo se levantó de pronto y se dirigió
renqueando hacia el urinario apestoso que estaba al fondo del local.
Winston siguió unos minutos sentado contemplando su vaso vacío y, casi
sin darse cuenta, se encontró otra vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo
más —pensó—, la inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida antes de la
Revolución mejor que ahora?» dejaría de tener sentido por completo. Pero
ya ahora era imposible contestarla, puesto que los escasos supervivientes
del mundo antiguo eran incapaces de comparar una época con otra.
    Recordaban un millón de cosas insignificantes, una pelea con un compañero
de trabajo, la búsqueda de una bomba de bicicleta que habían perdido, la
expresión habitual de una hermana fallecida hacía muchos años, los
torbellinos de polvo que se formaron en una mañana tormentosa hace
setenta años… pero todos los hechos trascendentales quedaban fuera del
radio de su atención. Eran como las hormigas, que pueden ver los objetos
pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los
testimonios escritos eran falsificados, las pretensiones del Partido de haber
mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser aceptadas
necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de
vida con el cual pudieran ser comparadas.

    En aquel momento el fluir de sus pensamientos se interrumpió de
repente. Se detuvo y levantó la vista. Se hallaba en una calle estrecha con
unas cuantas tiendecitas oscuras salpicadas entre casas de vecinos.
Exactamente encima de su cabeza pendían unas bolas de metal descoloridas
que habían sido doradas. Conocía este sitio. Era la tienda donde había
comprado el Diario. Sintió miedo. Ya había sido bastante arriesgado
comprar el libro y se había jurado a sí mismo no aparecer nunca más por
allí. Sin embargo, en cuanto permitió a sus pensamientos que corrieran en
libertad, le habían traído sus pies a aquel mismo sitio. Precisamente, había
iniciado su Diario para librarse de impulsos suicidas como aquél. Al mismo
tiempo, notó que aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda.
    Creyendo que sería más prudente estar oculto dentro de la tienda que a la
vista de todos en medio de la calle, entró. Si le preguntaban podía decir que
andaba buscando hojas de afeitar.
    El dueño acababa de encender una lámpara de aceite que echaba un olor
molesto, pero tranquilizador. Era un hombre de unos sesenta años, de
aspecto frágil, y un poco encorvado, con una nariz larga y simpática y ojos
de suave mirar a pesar de las gafas de gruesos cristales. Su cabello era casi
blanco, pero las cejas, muy pobladas, se conservaban negras. Sus gafas, sus
movimientos acompasados y el hecho de que llevaba una vieja chaqueta de
terciopelo negro le daban un cierto aire intelectual como si hubiera sido un
hombre de letras o quizás un músico. De voz suave, algo apagada, tenía un
acento menos marcado que la mayoría de los proles.
    —Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado —dijo
inmediatamente—. Usted es el caballero que me compró aquel álbum para
regalárselo, seguramente, a alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel
crema» solían llamarle. Por lo menos hace cincuenta años que no se ha
vuelto a fabricar un papel como ése —miró a Winston por encima de sus
gafas—. ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo quería usted echar un
vistazo?
    —Pasaba por aquí —dijo Winston vagamente—. He entrado a mirar
estas cosas. No deseo nada concreto.
    —Me alegro —dijo el otro— porque no creo que pudiera haberle
servido. —Hizo un gesto de disculpa con su fina mano derecha—. Ya ve

usted; la tienda está casi vacía. Entre nosotros, le diré que el negocio de
antigüedades está casi agotado. Ni hay clientes ni disponemos de género.
Los muebles, los objetos de porcelana y de cristal… todo eso ha ido
desapareciendo poco a poco, y los hierros artísticos y demás metales han
sido fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a ver un candelabro de
bronce desde hace muchos años.
    En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos,
pero casi ninguno de ellos tenía el más pequeño valor. Había muchos
cuadros que cubrían por completo las paredes. En el escaparate se exhibían
portaplumas rotos, cinceles mellados, relojes mohosos que no pretendían
funcionar y otras baratijas. Sólo en una mesita de un rincón había algunas
cosas de interés: cajitas de rapé, broches de ágata, etc. Al acercarse Winston
a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y brillante que cogió para
examinarlo.
    Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy
especial, tanto por su color como por la calidad del cristal. En su centro,
aumentado por la superficie curvada, se veía un objeto extraño que
recordaba a una rosa o una anémona.
    —¿Qué es esto? —dijo Winston, fascinado.
    —Eso es coral —dijo el hombre—. Creo que procede del océano
Índico. Solían engarzarlo dentro de una cubierta de cristal. Por lo menos
hace un siglo que lo hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.
    —Es de una gran belleza —dijo Winston.
    —De una gran belleza, sí, señor —repitió el otro con tono de entendido
—. Pero hoy día no hay muchas personas que lo sepan reconocer —
carraspeó—. Si usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares.
Recuerdo el tiempo en que una cosa como ésta costaba ocho libras, y ocho
libras representaban… en fin, no sé exactamente cuánto; desde luego,
muchísimo dinero. Pero ¿quién se preocupa hoy por las antigüedades
auténticas, por las pocas que han quedado?
    Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el
codiciado objeto en el bolsillo. Lo que le atraía de él no era tanto su belleza
como el aire que tenía de pertenecer a una época completamente distinta de
la actual. Aquel cristal no se parecía a ninguno de los que él había visto. Era

de una suavidad extraordinaria, con reflejos acuosos. Era el coral
doblemente atractivo por su aparente inutilidad, aunque Winston pensó que
en tiempos lo habían utilizado como pisapapeles. Pesaba mucho, pero
afortunadamente, no le abultaba demasiado en el bolsillo. Para un miembro
del Partido era comprometedor llevar una cosa como aquélla. Todo lo
antiguo, y mucho más lo que tuviera alguna belleza, resultaba vagamente
sospechoso. El dueño de la tienda pareció alegrarse mucho de cobrar los
cuatro dólares. Winston comprendió que se habría contentado con tres e
incluso con dos.
    —Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara a usted ver —le
propuso—. No hay gran cosa en ella, pero tengo dos o tres piezas…
    Llevaremos una luz.
    Encendió otra lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada
escalera, de peldaños medio rotos. Luego entraron por un pasillo estrecho
siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle, sino a un patio y a un
bosque de chimeneas. Winston notó que los muebles estaban dispuestos
como si fuera a vivir alguien en el cuarto. Había una alfombra en el suelo,
un cuadro o dos en las paredes, y un sillón junto a la chimenea. Un antiguo
reloj de cristal, en cuya esfera figuraban las doce horas, estilo antiguo,
emitía su tic-tac desde la repisa de la chimenea. Bajo la ventana y ocupando
casi la cuarta parte de la estancia había una enorme cama con el colchón
descubierto.
    —Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer —dijo el vendedor
disculpándose—. Voy vendiendo los muebles poco a poco. Ésa es una
preciosa cama de caoba. Lo malo son las chinches. Si hubiera manera de
acabar con ellas…
    Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar toda la habitación
y a su débil luz resultaba aquel sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió
pensar que sería muy fácil alquilar este cuarto por unos cuantos dólares a la
semana si se decidiera a correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde
luego, pero el dormitorio había despertado en él una especie de nostalgia,
un recuerdo ancestral. Le parecía saber exactamente lo que se
experimentaba al reposar en una habitación como aquélla, hundido en un
butacón junto al fuego de la chimenea mientras se calentaba la tetera en las

brasas. Allí solo, completamente seguro, sin nadie más que le vigilara a
uno, sin voces que le persiguieran ni más sonido que el murmullo de la
tetera y el amable tic-tac del reloj.
    —¡No hay telepantalla! —se le escapó en voz baja.
    —Ah —dijo el hombre—. Nunca he tenido esas cosas. Son demasiado
caras. Además no veo la necesidad… Fíjese en esa mesita de aquella
esquina. Aunque, naturalmente, tendría usted que poner nuevos goznes si
quisiera utilizar las alas.
    En otro rincón había una pequeña librería. Winston se apresuró a
examinarla. No había ningún libro interesante en ella. La caza y destrucción
de libros se había realizado de un modo tan completo en los barrios proles
como en las casas del Partido y en todas partes. Era casi imposible que
existiera en toda Oceanía un ejemplar de un libro impreso antes de 1960. El
vendedor, sin dejar la lámpara, se había detenido ante un cuadrito
enmarcado en palo rosa, colgado al otro lado de la chimenea, frente a la
cama.
    —Si le interesan a usted los grabados antiguos… —propuso
delicadamente.
    Winston se acercó para examinar el cuadro. Era un grabado en acero de
un edificio ovalado con ventanas rectangulares y una pequeña torre en la
fachada. En torno al edificio corría una verja y al fondo se veía una estatua.
Winston la contempló unos momentos. Le parecía algo familiar, pero no
podía recordar la estatua.
    —El marco está clavado en la pared —dijo el otro—, pero podría
destornillarlo si usted lo quiere.
    —Conozco ese edificio —dijo Winston por fin—. Está ahora en ruinas,
cerca del Palacio de Justicia.
    —Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años. En tiempos fue
una iglesia. Creo que la llamaban San Clemente. —Sonrió como
disculpándose por haber dicho algo ridículo y añadió—: «Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente».
    —¿Cómo? —dijo Winston.
    —Es de unos versos que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente». Ya no recuerdo cómo

sigue. Pero sí me acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela para
alumbrarte cuando te vayas a acostar. Aquí tienes un hacha para cortarte la
cabeza». Era una especie de danza. Unos tendían los brazos y otros pasaban
por dentro y cuando llegaban a aquello de «He aquí el hacha para cortarte la
cabeza», bajaban los brazos y le cogían a uno. La canción estaba formada
por los nombres de varias iglesias, de todas las principales que había en
Londres.
    Winston se preguntó a qué siglo pertenecerían las iglesias. Siempre era
difícil determinar la edad de un edificio de Londres. Cualquier construcción
de gran tamaño e impresionante aspecto, con tal de que no se estuviera
derrumbando de puro vieja, se decía automáticamente que había sido
construida después de la Revolución, mientras que todo lo anterior se
adscribía a un oscuro período llamado la Edad Media. Los siglos de
capitalismo no habían producido nada de valor. Era imposible aprender
historia a través de los monumentos y de la arquitectura. Las estatuas,
inscripciones, lápidas, los nombres de las calles, todo lo que pudiera arrojar
alguna luz sobre el pasado, había sido alterado sistemáticamente.
    —No sabía que había sido una iglesia —dijo Winston.
    —En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a
otros fines —le aclaró el dueño de la tienda—. Ahora recuerdo otro verso:
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me
debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
    No puedo recordar más versos.
    —¿Dónde estaba San Martín? —dijo Winston.
    —¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto
al Museo de Pinturas. Es una especie de porche triangular con columnas y
grandes escalinatas.
    Winston conocía bien aquel lugar. El edificio se usaba para propaganda
de varias clases: exposiciones de maquetas de bombas cohete y de
fortalezas volantes, grupos de figuras de cera que ilustraban las atrocidades
del enemigo y cosas por el estilo.

    —San Martín de los Campos, como le llamaban —aclaró el otro—,
aunque no recuerdo que hubiera campos por esa parte.
    Winston no compró el cuadro. Hubiera sido una posesión aún más
incongruente que el pisapapeles de cristal e imposible de llevar a casa a no
ser que le hubiera quitado el marco. Pero se quedó unos minutos más
hablando con el dueño, cuyo nombre no era Weeks —como él había
supuesto por el rótulo de la tienda—, sino Charrington. El señor
Charrington era viudo, tenía sesenta y tres años y había habitado en la
tienda desde hacía treinta. En todo este tiempo había pensado cambiar el
nombre que figuraba en el rótulo, pero nunca había llegado a convencerse
de la necesidad de hacerlo. Durante toda su conversación, la canción medio
recordada le zumbaba a Winston en la cabeza.
Naranjas y limones, dicen
las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las
campanas de San Martín
. Era curioso que al repetirse esos versos tuviera la
sensación de estar oyendo campanas, las campanas de un Londres
desaparecido o que existía en alguna parte. Winston, sin embargo, no
recordaba haber oído campanas en su vida.
    Salió de la tienda del señor Charrington. Se había adelantado a él desde
el piso de arriba. No quería que lo acompañase hasta la puerta para que no
se diera cuenta de que reconocía la calle por si había alguien. En efecto,
había decidido volver a visitar la tienda cuando pasara un tiempo
prudencial; por ejemplo, un mes. Después de todo, esto no era más
peligroso que faltar una tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido
volver después de comprar el Diario sin saber si el dueño de la tienda era de
fiar. Sin embargo…
    Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos.
    Compraría el grabado de San Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco
escondiéndolo debajo del mono. Le haría recordar al señor Charrington el
resto de aquel poema. Incluso el desatinado proyecto de alquilar la
habitación del primer piso, le tentó de nuevo. Durante unos cinco segundos,
su exaltación le hizo imprudente y salió a la calle sin asegurarse antes por el
escaparate de que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con música
improvisada.

    Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me
debes tres peniques, dicen las

    De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una
figura en mono azul avanzaba hacia él a unos diez metros de distancia. Era
la muchacha del Departamento de Novela, la joven del cabello negro.
    Anochecía, pero podía reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a
la cara y luego apresuró el paso y pasó junto a él como si no lo hubiera
visto.
    Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego
torció a la derecha y anduvo sin notar que iba en dirección equivocada. De
todos modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberlo
seguido hasta allí, pues no podía creerse que por pura casualidad hubiera
estado paseando en la misma tarde por la misma callejuela oscura a varios
kilómetros de distancia de todos los barrios habitados por los miembros del
Partido. Era una coincidencia demasiado grande. Que fuera una agente de la
Policía del Pensamiento o sólo una espía aficionada que actuase por
oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera viéndolo.
Probablemente, lo había visto también en la taberna.
    Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el
bolsillo le golpeaba el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy
lejos. Lo peor era que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la
seguridad de que se moriría si no encontraba en seguida un retrete público.
Pero en un barrio como aquél no había tales comodidades.
    Afortunadamente, se le pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo
dolor.
    La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría.
   Mas hizo lo único que le era posible, volver a recorrerla hasta la salida.
    Sólo hacía tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si corría,
podría alcanzarla. Podría seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí
el cráneo con una piedra. Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en
seguida esta idea, ya que le era intolerable realizar un esfuerzo físico. No
podía correr ni dar el golpe. Además, la muchacha era joven y vigorosa y se
defendería bien. Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y estarse

allí hasta que cerraran para tener una coartada de su empleo del tiempo
durante la tarde. Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el
proyecto era imposible de realizar. Le invadió una mortal laxitud. Sólo
quería llegar a casa pronto y descansar.
    Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a
las veintitrés treinta. Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra
de la Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del
cajón. Pero no lo abrió en seguida. En la telepantalla una violenta voz
femenina cantaba una canción patriótica a grito pelado. Observó la tapa del
libro intentando inútilmente no prestar atención a la voz.
    Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes
de que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas
desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor
desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y
cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con
asombro en la inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del
cuerpo humano, que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es
necesario realizar algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la
muchacha morena sólo con haber actuado rápida y eficazmente; pero
precisamente por lo extremo del peligro en que se hallaba había perdido la
facultad de actuar. Le sorprendió que en los momentos de crisis no estemos
luchando nunca contra un enemigo externo, sino siempre contra nuestro
propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de la ginebra, la sorda molestia de su
vientre le impedía pensar ordenadamente. Y lo mismo ocurre en todas las
situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En el campo de batalla, en la
cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre por qué
se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el universo, e incluso cuando
no estamos paralizados por el miedo o chillando de dolor, la vida es una
lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el insomnio, contra un
estómago dolorido o un dolor de muelas.
    Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla
había empezado una nueva canción. Su voz se le clavaba a Winston en el
cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O’Brien, a quien
dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le

sucederían cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No importaba
que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero antes de
morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que
pasar por la rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo
misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y los
mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el
mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni
dejaba de confesar. El culpable de
crimental estaba completamente seguro
de que lo matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que
nada alteraba?
    Por fin, consiguió evocar la imagen de O’Brien. «Nos encontraremos en
el sitio donde no hay oscuridad», le había dicho O’Brien en el sueño.
    Winston sabía lo que esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar donde
no hay oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se vería; pero, por
adivinación, podría uno participar en él místicamente. Con la voz de la
telepantalla zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación. Se puso
un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un
polvillo amargo que luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano
flotaba en su mente desplazando al de O’Brien. Lo mismo que había hecho
unos días antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le
miraba pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía
bajo el oscuro bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el cerebro
de Winston:
    LA GUERRA ES LA PAZ
    LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
    LA IGNORANCIA ES LA FUERZA


Comentarios

  1. Capitulazo. Y finalizamos la Parte 1. Le tengo muchísima fe y muchísimas ganas a la Parte 2. De hecho recuerdo cositas que aún no pasaron y como las recuerdo a medias necesito leerlas ya mismo.

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  2. Me gustó este capítulo en el que Winston sigue corriendo riesgos en su búsqueda de la verdad y de la historia. Está muy comprometido en descubrir el verdadero pasado. Muy lindo el personaje del anticuario.
    Quiero saber ya mismo a qué lleva ese encuentro con la chica.

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