1984 - Parte primera - Capítulo III + Películas distópicas

    



    Queda publicado el Capítulo III de la primera parte de "1984".

    Para quienes no conocen nuestro funcionamiento, el Club de Lectura cuenta también con un grupo de Whatsapp, en el que comentamos cómo vamos con la lectura, intercambiamos memes e ideas. Esta semana conversamos sobre películas y otras novelas distópicas. Surgieron ideas para recopilar ese material y que quede accesible para todos.      

    Les dejamos el link a la lista de películas distópicas que elaboró nuestra amiga Cinecinlimites. Recomendamos que la sigan en Instagram ya que sus críticas y análisis son muy certeros y comprometidos. Además pueden sumar sus recomendaciones al listado que ya comenzó:

Listado de películas distópicas @cinecinlimites


¡Nos leemos en comentarios!


Flor.-


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Lista de reproducción de canciones inspiradas en 1984

Drive colaborativo de novelas distópicas 

Listado de películas distópicas @cinecinlimites 

Foto por @elbestjuego



PARTE PRIMERA - CAPÍTULO III


    Winston estaba soñando con su madre. Él debía de tener unos diez u once
años cuando su madre murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien
silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su padre
lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido
siempre con impecables trajes oscuros (Winston recordaba sobre todo las
suelas extremadamente finas de los zapatos de su padre) y usaba gafas.
    Seguramente, tanto el padre como la madre debieron de haber caído en una
de las primeras grandes
purgas de los años cincuenta.
    En aquel momento en el sueño, su madre estaba sentada en un sitio
profundo junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana sólo recordaba
Winston que era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada y con
ojos grandes que se fijaban en todo. Se hallaban las dos en algún sitio
subterráneo, por ejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda,
pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de él, se iba hundiendo
sin cesar. Sí, era la cámara de un barco que se hundía y la madre y la
hermana lo miraban a él desde la tenebrosidad de las aguas que invadían el
buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su hermanita podían verlo
todavía y él a ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo instante,
de ir cayendo en las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento a
otro las ocultarían para siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire
libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y ellas se
hundían
porque él estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo
sabían y él descubría en las caras de ellas este conocimiento. Pero la
expresión de las dos no le reprochaba nada ni sus corazones tampoco —él
lo sabía— y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían para

que él pudiera seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden
inevitable de las cosas.
    No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba
seguro de que, de un modo u otro, las vidas de su madre y su hermana
fueron sacrificadas para que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a
pesar de utilizar toda la escenografía onírica habitual, son una continuación
de nuestra vida intelectual y en los que nos damos cuenta de hechos e ideas
que siguen teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de pronto
sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo que había soñado, fue que la
muerte de su madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y
dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia
pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época
en que había aún intimidad —vida privada, amor y amistad— y en que los
miembros de una familia permanecían juntos sin necesidad de tener una
razón especial para ello. El recuerdo de su madre le torturaba porque había
muerto amándole cuando él era demasiado joven y egoísta para devolverle
ese cariño y porque de alguna manera —no recordaba cómo— se había
sacrificado a un concepto de la lealtad que era privatísimo e inalterable.
Bien comprendía Winston que esas cosas no podían suceder ahora. Lo que
ahora había era miedo, odio y dolor físico, pero no emociones dignas ni
penas profundas y complejas. Todo esto lo había visto, soñando, en los ojos
de su madre y su hermanita, que lo miraban a él a través de las aguas
verdeoscuras, a una inmensa profundidad y sin dejar de hundirse.
    De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que
los rayos oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le
aparecía ahora se le presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca
estaba completamente seguro de si lo había visto alguna vez en la vida real.
    Cuando estaba despierto, lo llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos
mordidos por los conejos con un sendero que serpenteaba por él y, aquí y
allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo, se veían unos
olmos que se balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes parecían
cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro
arroyuelo de lento fluir.
    La muchacha morena venía hacia él por aquel campo.

    Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó
despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no
despertaba deseo en Winston, que se limitaba a contemplarlo. Lo que le
llenaba de entusiasmo en aquel momento era el gesto con que la joven se
había librado de sus ropas. Con la gracia y el descuido de aquel gesto,
parecía estar aniquilando toda su cultura, todo un sistema de pensamiento,
como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran
ser barridos y enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo.
También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó
con la palabra «Shakespeare» en los labios.
    La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado silbido que partía
el tímpano y que continuaba en la misma nota treinta segundos. Eran las
cero-siete-quince, la hora de levantarse para los oficinistas. Winston se echó
abajo de la cama desnudo porque los miembros del Partido Exterior
recibían sólo tres mil cupones para vestimenta durante el año y un pijama
—necesitaba seiscientos cupones— y se puso un sucio
singlet y unos shorts
que estaban sobre una silla. Dentro de tres minutos empezarían las
Sacudidas Físicas. Inmediatamente le entró el ataque de tos habitual en él
en cuanto se despertaba.
    Vació tanto sus pulmones que, para volver a respirar, tuvo que tenderse
de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y en rápida
sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus varices le
habían empezado a escocer.
    —¡Grupo de treinta a cuarenta! —ladró una penetrante voz de mujer—.
¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupad vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual
había aparecido ya la imagen de una mujer más bien joven, musculosa y de
facciones duras, vestida con una túnica y calzando sandalias de gimnasia.
    —¡Doblad y extended los brazos! —gritó—. ¡Contad a la vez que yo!
¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco
de vida en lo que hacéis! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!…
    La intensa molestia de su ataque de tos no había logrado desvanecer en
Winston la impresión que le había dejado el ensueño y los movimientos
rítmicos de la gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo. Mientras

doblaba y desplegaba mecánicamente los brazos —sin perder ni por un
instante la expresión de contento que se consideraba apropiada durante las
Sacudidas Físicas—, se esforzaba por resucitar el confuso período de su
primera infancia. Pero le resultaba extraordinariamente difícil. Más allá de
los años cincuenta y tantos —final de la década— todo se desvanecía. Sin
datos externos de ninguna clase a que referirse era imposible reconstruir ni
siquiera el esquema de la propia vida. Se recordaban los acontecimientos de
enormes proporciones —que muy bien podían no haber acaecido—, se
recordaban también detalles sueltos de hechos sucedidos en la infancia, de
cada uno, pero sin poder captar la atmósfera. Y había extensos períodos en
blanco donde no se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo había
sido diferente. Incluso los nombres de los países y sus formas en el mapa.
    La Franja Aérea número 1, por ejemplo, no se llamaba así en aquellos días:
la llamaban Inglaterra o Bretaña, aunque Londres —Winston estaba casi
seguro de ello— se había llamado siempre Londres.
    No podía recordar claramente una época en que su país no hubiera
estado en guerra, pero era evidente que había un intervalo de paz bastante
largo durante su infancia porque uno de sus primeros recuerdos era el de un
ataque aéreo que parecía haber cogido a todos por sorpresa. Quizá fue
cuando la bomba atómica cayó en Colchester. No se acordaba del ataque
propiamente dicho, pero sí de la mano de su padre que le tenía cogida la
suya mientras descendían precipitadamente por algún lugar subterráneo
muy profundo, dando vueltas por una escalera de caracol que finalmente le
había cansado tanto las piernas que empezó a sollozar y su padre tuvo que
dejarle descansar un poco. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los
seguía a bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de Winston, o
quizá sólo llevase un lío de mantas. Winston no estaba seguro de que su
hermanita hubiera nacido por entonces. Por último, desembocaron a un sitio
ruidoso y atestado de gente, una estación de Metro.
    Muchas personas se hallaban sentadas en el suelo de piedra y otras,
arracimadas, se habían instalado en diversos objetos que llevaban. Winston
y sus padres encontraron un sitio libre en el suelo y junto a ellos un viejo y
una vieja se apretaban el uno contra el otro. El anciano vestía un buen traje
oscuro y una boina de paño negro bajo la cual le asomaba abundante

cabello muy blanco. Tenía la cara enrojecida; los ojos, azules y lacrimosos.
    Olía a ginebra. Ésta parecía salírsele por los poros en vez del sudor y podría
haberse pensado que las lágrimas que le brotaban de los ojos eran ginebra
pura. Sin embargo, a pesar de su borrachera, sufría de algún dolor auténtico
e insoportable. De un modo infantil, Winston comprendió que algo terrible,
más allá del perdón y que jamás podría tener remedio, acababa de ocurrirle
al viejo. También creía saber de qué se trataba. Alguien a quien el anciano
amaba, quizás alguna nietecita, había muerto en el bombardeo. Cada pocos
minutos, repetía el viejo:
    —No debíamos habernos fiado de ellos. ¿Verdad que te lo dije,
abuelita? Nos ha pasado esto por fiarnos de ellos. Siempre lo he dicho.
Nunca debimos confiar en esos canallas.
    Lo que Winston no podía recordar es a quién se refería el viejo y
quiénes eran esos de los que no había que fiarse.
    Desde entonces, la guerra había sido continua, aunque hablando con
exactitud no se trataba siempre de la misma guerra. Durante algunos meses
de su infancia había habido una confusa lucha callejera en el mismo
Londres y él recordaba con toda claridad algunas escenas. Pero hubiera sido
imposible reconstruir la historia de aquel período ni saber quién luchaba
contra quién en un momento dado, pues no quedaba ningún documento ni
pruebas de ninguna clase que permitieran pensar que la disposición de las
fuerzas en lucha hubiera sido en algún momento distinta a la actual. Por
ejemplo, en este momento, en 1984 (si es que efectivamente era 1984),
Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Asia Oriental. En
ningún discurso público ni conversación privada se admitía que estas tres
potencias se hubieran hallado alguna vez en distinta posición cada una
respecto a las otras. Winston sabía muy bien que, hacía sólo cuatro años,
Oceanía había estado en guerra contra Asia Oriental y aliada con Eurasia.
    Pero aquello era sólo un conocimiento furtivo que él tenía porque su
memoria «fallaba» mucho, es decir, no estaba lo suficientemente
controlada. Oficialmente, nunca se había producido un cambio en las
alianzas. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por tanto, Oceanía siempre
había luchado contra Eurasia. El enemigo circunstancial representaba

siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente imposible
cualquier acuerdo pasado o futuro con él.
    Lo horrible, pensó por diezmilésima vez mientras se forzaba los
hombros dolorosamente hacia atrás (con las manos en las caderas, giraban
sus cuerpos por la cintura, ejercicio que se suponía conveniente para los
músculos de la espalda), lo horrible era que todo ello podía ser verdad. Si el
Partido podía alargar la mano hacia el pasado y decir que este o aquel
acontecimiento
nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más horrible
que la tortura y la muerte.
    El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él,
Winston Smith, sabía que Oceanía había estado aliada con Eurasia cuatro
años antes. Pero, ¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia
conciencia, la cual, en todo caso, iba a ser aniquilada muy pronto. Y si
todos los demás aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los
testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se
convertía en verdad. «El que controla el pasado —decía el
slogan del
Partido—, controla también el futuro. El que controla el presente, controla
el pasado». Y, sin embargo, el pasado, alterable por su misma naturaleza,
nunca había sido alterado. Todo lo que ahora era verdad, había sido verdad
eternamente y lo seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único que se
necesitaba era una interminable serie de victorias que cada persona debía
lograr sobre su propia memoria. A esto le llamaban «control de la realidad».
Pero en
neolengua había una palabra especial para ello: doblepensar.
    —¡Descansen! —ladró la instructora, cuya voz parecía ahora menos
malhumorada.
    Winston dejó caer los brazos de sus costados y volvió a llenar de aire
sus pulmones. Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del
doplepensar. Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente
verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener
simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin
embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad
mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el
Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario
olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en

cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el
mismo proceso al procedimiento mismo. Ésta era la más refinada sutileza
del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse
inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de
autosugestión. Incluso comprender la palabra
doblepensar implicaba el uso
del
doblepensar.
    La instructora había vuelto a llamarles la atención:
    —Y ahora, a ver cuáles de vosotros pueden tocarse los dedos de los pies
sin doblar las rodillas —gritó la mujer con gran entusiasmo—. ¡Por favor,
camaradas! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos…!
    A Winston le fastidiaba indeciblemente este ejercicio que le hacía doler
todo el cuerpo y a veces le causaba golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus
meditaciones. El pasado, pensó Winston, no sólo había sido alterado, sino
que estaba siendo destruido. Pues, ¿cómo iba usted a establecer el hecho
más evidente si no existía más prueba que el recuerdo de su propia
memoria? Trató de recordar en qué año había oído hablar por primera vez
del Gran Hermano. Creía que debió de ser hacia el sesenta y tantos, pero era
imposible estar seguro. Por supuesto, en los libros de historia editados por
el Partido, el Gran Hermano figuraba como jefe y guardián de la
Revolución desde los primeros días de ésta. Sus hazañas habían ido
retrocediendo en el tiempo cada vez más y ya se extendían hasta el mundo
fabuloso de los años cuarenta y treinta cuando los capitalistas, con sus
extraños sombreros cilíndricos, cruzaban todavía por las calles de Londres
en relucientes automóviles o en coches de caballos —pues aún quedaban
vehículos de éstos—, con lados de cristal. Desde luego, se ignoraba cuánto
había de cierto en esta leyenda y cuánto de inventado. Winston no podía
recordar ni siquiera en qué fecha había empezado el Partido a existir. No
creía haber oído la palabra «Ingsoc» antes de 1960. Pero era posible que en
su forma viejolingüística —es decir, «socialismo inglés»— hubiera existido
antes. Todo se había desvanecido en la niebla. Sin embargo, a veces era
posible poner el dedo sobre una mentira concreta. Por ejemplo, no era
verdad, como pretendían los libros de historia lanzados por el Partido, que
éste hubiera inventado los aeroplanos. Winston recordaba los aeroplanos
desde su más temprana infancia. Pero tampoco podría probarlo. Nunca se

podía probar nada. Sólo una vez en su vida había tenido en sus manos la
innegable prueba documental de la falsificación de un hecho histórico. Y en
aquella ocasión…
    —¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—; ¡6079 Smith W! ¡Sí, tú!
¡Inclínate más, por favor! Puedes hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más
doblado, haz el favor. Ahora está mucho mejor, camarada. Descansad todos
y fijaos en mí.
    Winston sudaba por todo su cuerpo, pero su cara permanecía
completamente inescrutable. ¡Nunca os manifestéis desanimados! ¡Nunca
os mostréis resentidos! Un leve pestañeo podría traicionarnos. Por eso,
Winston miraba impávido a la instructora mientras ésta levantaba los brazos
por encima de la cabeza y, si no con gracia, sí con notable precisión y
eficacia, se dobló y se tocó los dedos de los pies sin doblar las rodillas.
—¡Ya habéis visto, camaradas; así es como quiero que lo hagáis!
Miradme otra vez. Tengo treinta y nueve años y cuatro hijos. Mirad —
volvió a doblarse—. Ya veis que mis rodillas no se han doblado. Todos
vosotros podéis hacerlo si queréis —añadió mientras se ponía derecha—.
Cualquier persona de menos de cuarenta y cinco años es perfectamente
capaz de tocarse así los dedos de los pies. No todos nosotros tenemos el
privilegio de luchar en el frente, pero por lo menos podemos mantenernos
en forma. ¡Recordad a nuestros muchachos en el frente Malabar! ¡Y a los
marineros de las fortalezas flotantes! Pensad en las penalidades que han de
soportar. Ahora, probad otra vez. Eso está mejor, camaradas, mucho mejor
—añadió en tono estimulante dirigiéndose a Winston, el cual, con un
violento esfuerzo, había logrado tocarse los dedos de los pies sin doblar las
rodillas. Desde varios años atrás, no lo conseguía.


Comentarios

  1. (El protagonista menciona algo que me gustaría se trate en profundidad más adelante: las grandes purgas).

    Tanto en el capítulo anterior como en éste se habla de sueños, en este caso sueños que son recuerdos. No soy muy amante de los sueños en la ficción, pero en este caso el mundo de los sueños es el único lugar donde las personas no son vigiladas y tiene sentido que Winston no sólo sueñe sino que le dé importancia a dichos sueños.
    Me interesa mucho todo el asunto del Partido atribuyéndose cosas como la invensión de los aeroplanos y el misterio que nos plantea el final del capítulo, el hecho de que Winston tuvo en sus manos "la innegable prueba documental de la falsificación de un hecho histórico". Necesito saber YA qué pasó esa vez, ¿intentó Winston probar que el Partido había mentido? De ser así, ¿lo intervinieron? ¿intentaron convencerlo de que las pruebas eran falsas? ¿o simplemente él decidió deshacerse del material?

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    Respuestas
    1. Como en el capítulo anterior hablan de ese rincón de la mente, en este capítulo los sueños...

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  2. Me perturba bastante de este capítulo esa aparente "niebla mental" en la que están todo el tiempo, recordando y olvidando hechos, reemplazando el pasado vivido por nuevas versiones del mismo, como su estuvieran drogados y confusos. ¿De qué manera logran ese efecto? En Un mundo feliz es directamente con drogas. Acá parecería que con ese bombardeo de información auditiva y visual que les llega a cada rato. 
    Y hago referencia nuevamente a la novela Cadáver exquisito, porque en ella también la gente es convencida de actuar y hablar de determinada manera, y aceptar cosas horrendas pero seguir viviendo en esa nueva normalidad.
    Con respecto a la neolengua, acá se explica la palabra DOBLEPENSAR. Me encanta que exista una palabra que explique lo que aparentemente no sucede/no debería suceder: "Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente
    verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas".

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  3. Mi relación de este capítulo con la realidad Argentina es este fragmento: "Creer que la democracia es imposible y que el
    Partido es el guardián de la democracia". Me hace pensar en la constante contradicción en la que estamos viviendo. La libertad que nos hace menos libres. El estado-no estado. La casta-no casta. Y así.

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