1984 - Parte primera - Capítulo II + Literatura especulativa

Foto por @sherrymmoreno


 

    Publicamos el capítulo II de la primera parte de la novela "1984". Quedan, como ya saben, invitadxs a dejar sus impresiones, opiniones y polémicas en la sección de comentarios.

    Además les dejamos como propuesta esta nota titulada La distopía ya llegó, publicada hace unos días en Página 12. En ella, la escritora, docente e investigadora María Laura Pérez Gras cuenta la existencia de un grupo de estudio llamado "la literatura argentina especulativa en el siglo XXI" en la Universidad del Salvador, que está leyendo distopías argentinas contemporáneas. Menciona algunas novelas que nos pueden resultar interesantes y que releen el pasado para imaginar un futuro. Lectura recomendada, que además nos ayuda a armar la lista de las próximas distopías que leeremos.


Flor.-


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https://www.pagina12.com.ar/698370-la-distopia-ya-llego

Foto por @sherrymmoreno



PARTE PRIMERA - CAPÍTULO II


    Al poner la mano en el pestillo recordó Winston que había dejado el Diario
abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el
ABAJO EL GRAN HERMANO repetido en toda ella con letras
grandísimas. Pero Winston sabía que incluso en su pánico no había querido
estropear el cremoso papel cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera
secado.
    Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió
una sensación de alivio. Una mujer insignificante, avejentada, con el
cabello revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.
    —¡Oh, camarada! —empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y
quejumbrosa—, te sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al
desagüe del fregadero. Se nos ha atascado…
    Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era
una palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos
camaradas, pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era
una mujer de unos treinta años, pero aparentaba mucha más edad. Se tenía
la impresión de que había polvo reseco en las arrugas de su cara. Winston la
siguió por el pasillo. Estas reparaciones de aficionado constituían un
fastidio casi diario. Las
Casas de la Victoria eran unos antiguos pisos
construidos hacia 1930 aproximadamente y se hallaban en estado ruinoso.
Caían constantemente trozos de yeso del techo y de la pared, las tuberías se
estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la calefacción
funcionaba sólo a medias cuando funcionaba, porque casi siempre la
cerraban por economía. Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno
por sí mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían
retrasar dos años incluso la compostura de un cristal roto.

    —Si le he molestado es porque Tom no está en casa —dijo la señora
Parsons vagamente.
    El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más
descuidado. Todo parecía roto y daba la impresión de que allí acababa de
agitarse un enorme y violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos
artículos para deportes: patines de hockey, guantes de boxeo, un balón de
reglamento, unos pantalones vueltos del revés y sobre la mesa había un
montón de platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las paredes,
unos carteles rojos de la Liga Juvenil y de los Espías y un gran cartel con el
retrato de tamaño natural del Gran Hermano. Por supuesto, se percibía el
habitual olor a verduras cocidas que era el dominante en todo el edificio,
pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que se notaba desde el
primer momento, aunque no alcanzaba uno a decir por qué era el sudor de
una mujer que no se hallaba presente entonces. En otra habitación, alguien
con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la
música militar que brotaba todavía de la telepantalla.
    —Son los niños —dijo la señora Parsons, lanzando una mirada
aprensiva hacia la puerta—. Hoy no han salido. Y, desde luego…
    Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad.
    El fregadero de la cocina estaba lleno casi hasta el borde con agua sucia y
verdosa que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó el
ángulo de la tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba
emplear sus manos y también tener que arrodillarse, porque esa postura le
hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:
    —Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento.
Le gustan esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy…
    Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la
Verdad. Era un hombre muy grueso, pero activo y de una estupidez
asombrosa, una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los
cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento, dependía la
estabilidad del Partido. A sus treinta y cinco años acababa de salir de la
Liga Juvenil, y antes de ser admitido en esa organización había conseguido
permanecer en la de los Espías un año más de lo reglamentario. En el
Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado para el que no se

requería inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura
sobresaliente del Comité Deportivo y de todos los demás comités dedicados
a organizar excursiones colectivas, manifestaciones espontáneas, las
campañas pro ahorro y en general todas las actividades «voluntarias».
Informaba a quien quisiera oírle, con tranquilo orgullo y entre chupadas a
su pipa, que no había dejado de acudir ni un solo día al Centro de la
Comunidad durante los cuatro años pasados. Un fortísimo olor a sudor, una
especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y energía, le
seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba lejos.
    —¿Tiene usted un destornillador? —dijo Winston tocando el tapón del
desagüe.
    —Un destornillador —dijo la señora Parsons, inmovilizándose
inmediatamente—. Pues, no sé. Es posible que los niños…
    En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos
con el peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el
agua y quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se
limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua fría del grifo y volvió a la
otra habitación.
    —¡Arriba las manos! —chilló una voz salvaje.
    Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años,
había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola
automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos,
hacía el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con
pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el
uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la
broma sentía cierta inquietud por el gesto de maldad que veía en el niño.
    —¡Eres un traidor! —gritó el chico—. ¡Eres un criminal mental! ¡Eres
un espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de
sal!
    De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él
gritando: «¡Traidor!». «¡Criminal mental!», imitando la niña todos los
movimientos de su hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo así
como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto
se convertirán en devoradores de hombres. Había una especie de ferocidad

calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen
golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser
ya casi lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué suerte que el niño no
tenga en la mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.
    La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a
Winston y de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz,
pudo notar Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente
polvo.
    —Hacen tanto ruido… —dijo ella—. Están disgustados porque no
pueden ir a ver ahorcar a ésos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto.
    Yo no puedo llevarlos; tengo demasiado que hacer. Y Tom no volverá de su
trabajo a tiempo.
    —¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan? —gritó el pequeño
con su tremenda voz, impropia de su edad.
    —¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! —canturreaba la
chiquilla mientras saltaba.
    Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían
ahorcados en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir
una vez al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les
hacía gran ilusión asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se
dirigió hacia la puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo
le dio en el cuello por detrás produciéndole un terrible dolor. Era como si le
hubieran aplicado un alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver
cómo retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se
guardaba un tirachinas en el bolsillo.
    —¡Goldstein! —gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la
puerta, pero lo que más asustó a Winston fue la mirada de terror y
desamparo de la señora Parsons.
    De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y
volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido
cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz militar
estaba leyendo, con una especie de brutal complacencia, una descripción de
los armamentos de la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada
entre Islandia y las islas Feroe.

    Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar
una vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían
descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces
eran horribles. Lo peor de todo era que esas organizaciones, como la de los
Espías, los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes
ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba a rebelarse
contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a
todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas,
las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de
juguete, los
slogans gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano…
todo ello era para los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía
hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los
traidores, saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal que
personas de más de treinta años les tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y
con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el
Times publicara unas
líneas describiendo cómo alguna viborilla —la denominación oficial era
«heroico niño»— había denunciado a sus padres a la Policía del
Pensamiento contándole a ésta lo que había oído en casa.
    La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le había pasado.
Winston volvió a coger la pluma preguntándose si no tendría algo más que
escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O’Brien.
    Años atrás —cuánto tiempo hacía, quizás siete años— había soñado
Winston que paseaba por una habitación oscura… Alguien sentado a su
lado le había dicho al pasar él: «Nos encontraremos en el lugar donde no
hay oscuridad». Se lo había dicho con toda calma, de una manera casual,
más como una afirmación cualquiera que como una orden. Él había seguido
andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras no le
habían impresionado. Fue sólo más tarde y gradualmente cuando
empezaron a tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o
después de tener el sueño cuando había visto a O’Brien por vez primera; y
tampoco podía recordar cuándo había identificado aquella voz como la de
O’Brien. Pero, de todos modos, era indudablemente O’Brien quien le había
hablado en la oscuridad.

    Nunca había podido sentirse absolutamente seguro —incluso después
del fugaz encuentro de sus miradas esta mañana— de si O’Brien era un
amigo o un enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que
existía entre ellos un vínculo de comprensión más fuerte y más importante
que el afecto o el partidismo. «Nos encontraremos en el lugar donde no hay
oscuridad», le había dicho. Winston no sabía lo que podían significar estas
palabras, pero sí sabía que se convertirían en realidad.
    La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque
de trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:
«Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En este momento nos
llega un notirrelámpago del frente Malabar. Nuestras fuerzas han
logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy
autorizado para decir que la batalla a que me refiero puede
aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del
notirrelámpago…».
    Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un
repugnante realismo, del aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con
fantásticas cifras de muertos y prisioneros… para decirnos luego que, desde
la semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez
de los treinta de ahora.
    Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba
desanimado. La telepantalla —no se sabe si para celebrar la victoria o para
quitar el mal sabor del chocolate perdido— lanzó los acordes de
Oceanía,
todo para ti
. Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque
estuviera solo, tenía que escucharlo de pie. Sin embargo, Winston se
aprovechó de que la telepantalla no lo veía y siguió sentado.
    Oceanía, todo para ti, terminó y empezó la música ligera. Winston se
dirigió hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla. El día era
todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo
y prolongado. Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a
la semana.

    Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra
Ingsoc aparecía y desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc.
Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar
recorriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo
monstruo era él mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era
inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser
humano estaba de su parte? Y ¿cómo iba a saber si el dominio del Partido
no duraría siempre? Como respuesta, los tres
slogans sobre la blanca
fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron que:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
    Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en
ella, en letras pequeñas, pero muy claras, aparecían las mismas frases y, en
el reverso de la moneda, la cabeza del Gran Hermano. Los ojos de éste le
perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos
de correo, en pancartas, en las envolturas de los paquetes de los cigarrillos,
en las portadas de los libros, en todas partes. Siempre los ojos que os
contemplaban y la voz que os envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando
o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape.
Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de
su cráneo.
    El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la
Verdad, en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de
una fortaleza. Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era
demasiado fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete
podrían abatirla. Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario, ¿para el
pasado, para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la
muerte, sino algo peor, el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría
reducido a cenizas y a él lo
vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento
leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran
incluso de la memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni

una sola huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a
sobrevivir físicamente?
    En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro
de diez minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué
curioso: las campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma
solitario diciendo una verdad que nadie oiría nunca. De todos modos,
mientras Winston pronunciara esa verdad, la continuidad no se rompería. La
herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por el
hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y
escribió:
    Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda
pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros
y no vivan solitarios… Para cuando la verdad exista y lo que se
haya hecho no pueda ser deshecho:
    Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad,
la Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar… ¡muchas
felicidades!
    Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora,
en que empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había
dado el paso definitivo. Las consecuencias de cada acto van incluidas en el
acto mismo. Escribió:
    El crimental (el crimen de la mente) no implica la muerte; el
crimental es la muerte misma
.
    Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo
más posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era
exactamente uno de esos detalles que le pueden delatar a uno. Cualquier
entrometido del Ministerio (probablemente, una mujer: alguna como la del
cabello color de arena o la muchacha morena del Departamento de Novela)
podía preguntarse por qué habría usado una pluma anticuada y
qué habría
escrito… y luego dar el soplo a donde correspondiera. Fue al cuarto de baño
y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le
limaba la piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su
propósito.
    Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender
esconderlo; pero, por lo menos, podía saber si lo habían descubierto o no.
Un cabello sujeto entre las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con
la yema de un dedo recogió una partícula de polvo de posible identificación
y la depositó sobre una esquina de la tapa, de donde tendría que caerse si
cogían el libro.





Comentarios

  1. Acá se abre un poco más el mundo de lo vincular. En su interacción con la camarada Parsons y sus hijos Winston no siente más que aprension por la tarea de ayudarle. Las infancias nacidas bajo el régimen son utilizadas cómo espías, probablemente una referencia a la juventud Hitleriana o la sección juvenil de la Falange de Franco, pero también a la corrupción de la inocencia. Además vemos las fake news sobre los triunfos militares y al final el anuncio del recorte a las raciones de chocolate, nos resuena muy cerca las tapas de los diarios diciéndo que ganamos la guerra de Malvinas. Todas estas situaciones hacen reflexionar a nuestro personaje principal y parece darle un empujón de adrenalina a la monótona y solitaria vida de Winston si el hecho de pensar en su odio a GH es un crimen tal y la muerte inescapable entonces no tiene nada que perder, y un hombre sin nada que perder es peligrosamente libre.

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    1. Al toque conecté las noticias falsas de "ir ganando la guerra" y el chocolate con la guerra de Malvinas. Escalofríos.
      Qué vértigo el hombre que no tiene nada que perder.

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  2. Capítulo breve.
    Me llamaron la atención los olores, los niños rebeldes manifestándose contra los traidores (llegando a denunciar a sus propios padres) y los ahorcamientos públicos.
    Emocionado por el sueño posiblemente premonitorio con O'Brien.
    Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad.

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    1. Los ahorcamientos públicos los retoma atwood en el cuento de la criada, viste?

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    2. Y tema niños se vuelve tan horroroso, siniestro. Que también de ahí abreva atwood

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    3. No leí ni vi El Cuento de la Criada. ¿El libro es uno solo? ¿O es una saga?

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    4. Cap 2: Ministerio de la Verdad y los niños que denuncian me hizo acordar al nazismo, como les lavaron el cerebro y la LIBERTAD es ESCLAVITUD me lleva a pensar que 1984 es demasiado actual, da miedo.

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    5. Primero diré que no puedo creer lo vieja que es esta foto que aparece en mi perfil de comentadora (ni siquiera sé cuándo la puse ni adónde ir a cambiarla). Dicho esto, quiero leer El cuento de la criada! Lo buscaré en formato epub. ¿Estará? Ro, ¿viste la serie? Quería saber si me recomendabas el libro o la serie o ambas.
      En relación a 1984 pienso también en la porción de población joven que sigue al señor este que está de presidente en Argentina. No abono al discurso que postula que ganó gracias a ese apoyo pero sí pienso en las formas de seducir a lxs jóvenes que sectores de izquierda o del progresismo no tuvieron. Algo de eso dice Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? (no lo leí todo, aclaro). Y pienso en cómo el autoritarismo o la sensación de poder pueden ser seductoras para niñeces, adolescentes, jóvenes... Sigo pensando...

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    6. Los ahorcamiento públicos me remiten a una práctica medieval, ambiente que retoma totalmente El cuento de la criada, donde todas las prácticas parecen medievales.
      Aprovecho para avisar que en el Drive colaborativo ya subí el pdf de esa novela (link en el whatsapp).
      Sobre lo que dice Aluminé, los niños que denuncian a sus padres también me hicieron pensar en los jóvenes captados por la derecha.

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    7. Lo de los niños me hizo acordar al fanatismo en torno a la serie El juego del calamar entre los mas chiquitos de estas épocas... Ese escalofrío que siente Winston al verlos jugar y desconfiar de ellos... y también el hecho de despojar de inocencia a la infancia... qué mundo horrible que ni la niñez provoca ternura...

      Los ahorcamientos también me remitieron a El cuento de la criada. Para quien pregunta, es un gran libro y también una gran serie, ambas recomendables. El libro es el libro, tiene mas profundidad, otros tiempos, atrapante. La serie tiene unas interpretaciones zarpadas y visualmente es muy impactante por la estética, los colores, la tensión todo el tiempo presente sin aflojar ni un segundo... hasta la 3ra temporada es un lujo, después la historia se extiende mas allá de lo escrito y bueno, es interesante pero es una serie de acción más.

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  3. Me interesa mucho detenerme en las variaciones en el lenguaje, en este capítulo rescato: "Señora era una palabra desterrada por el partido, ya que había que llamar a todos camaradas". Entiendo que el uso de "camarada" busca denotar que todxs comparten ideología o al menos están del mismo lado, aun cuando eso no sea cierto.
    Extraigo este fragmento de la entrada "camarada" de Wikipedia, porque me gustó, simplemente, que estén incluidos los poetas:

    Camarada significa correligionario o compañero, especialmente en partidos políticos, sindicatos, fuerzas militares, compañeros de trabajo y poetas.
    Camaradería era la estrecha amistad entre soldados y oficiales que vivían en la misma cámara, en el Ejército Español del siglo xvi. 

    Con respecto al avance de la historia, si en el primer capítulo nos dio alguna pista de cómo es el trabajo en la sociedad de 1984, en éste da una muestra de cómo es la vida familiar.
    Lxs niñxs denunciando/arruinando la vida de lxs adultxs, encarnando lo peor del régimen a modo de juego. Me quedo pensando en esto, también en los ahorcamientos como castigo ejemplar y espectáculo popular.
    De qué forma se maneja el "desahogo público", sumando esto a los 2 minutos de odio.

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  4. Muy interesante este aspecto de la vida en esa distopía porque nos demuestra la profunda SOLEDAD en la que vive todo el mundo. Me imagino qué hará falta para que dos personas quieran tener hijos en ese contexto...
    La resignación y el abandono por parte del estado permanentemente en guerra que justifica la austeridad porque hay que derrotar a un enemigo inventado, me suena a este ir y venir entre derecha e izquierda, peronismo o coalición, en el que siempre tenemos que sacrificar el presente por un futuro mejor que todos prometen pero nunca llega. Cuánto tiempo se puede vivir así? Claramente toda la vida...

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  5. Cosas que me llamaron la atención y me dispararon pensamientos:

    - Cuando comenta el artículo del Times sobre el pibe que delata a los padres, que el diario nombra como "niño heroico" y para él es un viborillas... pensaba sobre la batalla por el sentido que se libra todos los días en los medios, en la palabra pública, en el sentido que busca imponerse por repetición y no por el sentido mismo. Ahí la policía del pensamiento de ambos lados, del dominante, pero también la del derrotado, y me quedé pensando en esos "cuantos centímetros cúbicos dentro del cráneo" donde se atrincheran por supervivencia, la verdad y la libertad.

    - Winston me hace acordar a Bernard Marx, el protagonista de Un Mundo Feliz, en ese sentimiento solitario de no saber si él es el único que tiene esta parte de conciencia que debe ocultar y mantener a raya.

    Me guardo esta frase de esperanza, inspiración y gran desafío para nuestra distopía actual: "La herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por el hecho de permanecer cuerdo"

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    1. "Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo". Tremendo ese sentimiento de que ningún espacio es íntimo y propio mas que nuestra mente. Voy a mencionar una frase del filósofo contemporáneo Bob Esponja Pantalones Cuadrados, que vengo citando a menudo y que es en lo que pensé al leer ese fragmento: "Al menos estoy a salvo adentro de mi mente". ¿Se puede permanecer cuerdo en esas circunstancias?

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