1984 - Parte primera - Capítulo I + Lista de reproducción



    Bienvenidxs al Club de Lectura de Lapocalipsi.

    Estrenamos el año leyendo la Parte Primera, Capítulo I de la novela "1984" de George Orwell.
¿Ya conocen la obra? ¿Con qué expectativas encaran esta lectura? ¿Alguien la está releyendo?

Para acompañar la lectura, les dejo una lista de reproducción en Youtube, con canciones escritas bajo la influencia de la novela que nos ocupa. La escuchan aquí: 




    Dejo uno de los capítulos que leeremos esta semana. 
    Queda habilitada la sección de comentarios para que puedan volcar sus opiniones, ideas, sensaciones con respecto a la lectura, comparaciones con la realidad, polémicas y demás. Se permiten spoilers.
Recuerden que deben tener un usuario de Gmail para poder escribir allí.
¡COMENZAMOS!

Flor.-



1984 - Parte primera - Capítulo I

    Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston
Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el
molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal
de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar
que una ráfaga polvorienta se colara con él.
    El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un
cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba
pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro
de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran
bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia
las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con
frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día.
Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio.
Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y
una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente,
descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del
ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de
esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno
adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las
palabras al pie.
    Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo
que ver con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa
oblonga de metal, una especie de espejo empañado, que formaba parte de la
superficie de la pared situada a la derecha. Winston hizo funcionar su
regulador y la voz disminuyó de volumen aunque las palabras seguían
distinguiéndose. El instrumento (llamado telepantalla) podía ser
amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del todo. Winston fue hacia
la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada por
el mono azul, uniforme del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara
sanguínea y la piel embastecida por un jabón malo, las romas hojas de
afeitar y el frío de un invierno que acababa de terminar.
    Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía
frío. Calle abajo se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los
papeles rotos subían en espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba
intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los carteles pegados por
todas partes. La cara de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas
que dominaban la circulación. En la casa de enfrente había uno de estos
cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras,
mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle,
en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba
espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo
alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba
entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se
lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada
de vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las
patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía
del Pensamiento.
    A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando
datos sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La
telepantalla recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que
hiciera Winston superior a un susurro, era captado por el aparato. Además,
mientras permaneciera dentro del radio de visión de la placa de metal, podía
ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de saber si le
contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era figurarse la
frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar
un hilo privado. Incluso se concebía que los vigilaran a todos a la vez. Pero,
desde luego, podían intervenir la línea de usted cada vez que se les antojara.
Tenía usted que vivir —y en esto el hábito se convertía en un instinto— con
la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y
escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus
movimientos serían observados.
    Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro;
aunque, como él sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora.
A un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba
Winston, se elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto es
Londres», pensó con una sensación vaga de disgusto; Londres, principal
ciudad de la Franja Aérea 1, que era a su vez la tercera de las provincias
más pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún
recuerdo infantil que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo
siempre estas vistas de decrépitas casas decimonónicas, con los costados
revestidos de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos
remendados con planchas de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de
antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos restos de yeso y
cemento revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y
los lugares donde las bombas habían abierto claros de mayor extensión y
habían surgido en ellos sórdidas colonias de chozas de madera que parecían
gallineros? Pero era inútil, no podía recordar: nada le quedaba de su
infancia excepto una serie de cuadros brillantemente iluminados y sin
fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.
    El Ministerio de la Verdad —que en neolengua (la lengua oficial de
Oceanía) se le llamaba el Miniver— era diferente, hasta un extremo
asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una
enorme estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se
elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde
donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada
en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
    Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre
el nivel del suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En
Londres sólo había otros tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos
aplastaban de tal manera la arquitectura de los alrededores que desde el
techo de las Casas de la Victoria se podían distinguir, a la vez, los cuatro
edificios. En ellos estaban instalados los cuatro Ministerios entre los cuales
se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se
dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El
Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor,
encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia,
al que correspondían los asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua:
Miniver, Minipax, Minimor Minindantia.
    El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto.
Winston nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había
acercado a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un
asunto oficial y en ese caso había que pasar por un laberinto de caminos
rodeados de alambre espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de
ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas extremas,
estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y uniformes negros,
armados con porras.
    Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro
instantáneamente la expresión de tranquilo optimismo que era prudente
llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la habitación hacia la
diminuta cocina. Por haber salido del Ministerio a esta hora tuvo que
renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no le
quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que
debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una
botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: Ginebra
de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el espíritu de arroz
chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios para el choque, y
se lo tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.
    Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle.
Este líquido era como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma
sensación que si le dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de goma.
Sin embargo, unos segundos después, desaparecía la incandescencia del
vientre y el mundo empezaba a resultar más alegre. Winston sacó un
cigarrillo de una cajetilla sobre la cual se leía: Cigarrillos de la Victoria, y
como lo tenía cogido verticalmente por distracción, se le vació en el suelo.
Con el próximo pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al
cuarto de estar y se sentó ante una mesita situada a la izquierda de la
telepantalla. Del cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en
blanco de tamaño in-quarto, con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón
imitaban el mármol.
    Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una
posición insólita. En vez de hallarse colocada, como era normal, en la pared
del fondo, desde donde podría dominar toda la habitación, estaba en la
pared más larga, frente a la ventana. A un lado de ella había una alcoba que
apenas tenía fondo, en la que se había instalado ahora Winston. Era un
hueco que, al ser construido el edificio, habría sido calculado seguramente
para alacena o biblioteca. Sentado en aquel hueco y situándose lo más
dentro posible, Winston podía mantenerse fuera del alcance de la
telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía evitar que oyera sus
ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que le
indujo a lo que ahora se disponía a hacer.
    Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del
cajón. Era un libro excepcionalmente bello. Su papel, suave y cremoso, un
poco amarillento por el paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta años
que no se fabricaba. Sin embargo, Winston suponía que el libro tenía
muchos años más. Lo había visto en el escaparate de un establecimiento de
compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente
en qué barrio había sido) y en el mismísimo instante en que lo vio, sintió un
irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros del Partido no deben entrar
en las tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en tono de severa censura,
«traficar en el mercado libre»), pero no se acataba rigurosamente esta
prohibición porque había varios objetos —como cordones para los zapatos
y hojas de afeitar— que era imposible adquirir de otra manera. Winston,
antes de entrar en la tienda, había mirado en ambas direcciones de la calle
para asegurarse de que no venía nadie y, en pocos minutos, adquirió el libro
por dos dólares cincuenta. En aquel momento no sabía exactamente para
qué deseaba el libro. Sintiéndose culpable se lo había llevado a su casa,
guardado en su cartera de mano. Aunque estuviera en blanco, era
comprometido guardar aquel libro.
    Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se
consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes),
pero si lo detenían podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por
lo menos a veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumín
en el portaplumas y lo chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era
ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar,
pero él se había procurado una, furtivamente y con mucha dificultad,
simplemente porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso
merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con un lápiz tinta. Pero
lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las
notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente
inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y
luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había producido un ruido
que podía delatarle. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En
una letra pequeña e inhábil escribió:
4 de abril de 1984.
    Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo
primero que no sabía con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984.
Desde luego, la fecha había de ser aquélla muy aproximadamente, puesto
que él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero, «¡cualquiera va a
saber hoy en qué año vive!», se decía Winston.
    Y se le ocurrió de pronto preguntarse: ¿Para qué estaba escribiendo él
este Diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se
posó durante unos momentos en la fecha que había escrito a la cabecera y
luego se le presentó, sobresaltándose terriblemente, la palabra
neolingüística doblepensar. Por primera vez comprendió la magnitud de lo
que se proponía hacer. ¿Cómo iba a comunicar con el futuro? Esto era
imposible por su misma naturaleza. Una de dos: o el futuro se parecía al
presente y entonces no le haría ningún caso, o sería una cosa distinta y, en
tal caso, lo que él dijera carecería de todo sentido para ese futuro.
    Durante algún tiempo permaneció contemplando estúpidamente el
papel. La telepantalla transmitía ahora estridente música militar. Es curioso:
Winston no sólo parecía haber perdido la facultad de expresarse, sino haber
olvidado de qué iba a ocuparse. Por espacio de varias semanas se había
estado preparando para este momento y no se le había ocurrido pensar que
para realizar esa tarea se necesitara algo más que atrevimiento. El hecho
mismo de expresarse por escrito, creía él, le sería muy fácil. Sólo tenía que
trasladar al papel el interminable e inquieto monólogo que desde hacía
muchos años venía corriéndole por la cabeza. Sin embargo, en este
momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus varices habían
empezado a escocerle insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque
siempre que lo hacía se le inflamaba aquello. Transcurrían los segundos y él
sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto
vacío de esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de
la música militar, y una leve sensación de atontamiento producido por la
ginebra.
    De repente, empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el
pánico, dándose apenas cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba
trazando líneas torcidas y si primero empezó a «comerse» las mayúsculas,
luego suprimió incluso los puntos:
4 de abril de 1984.
    Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eran de guerra.
Había una muy buena de un barrio lleno de refugiados que lo
bombardeaban no sé dónde del Mediterráneo. Al público lo
divirtieron mucho los planos de un hombre muy muy gordo que
intentaba escaparse nadando de un helicóptero que lo perseguía,
primero se le veía en el agua chapoteando como una tortuga,
luego lo veías por los visores de las ametralladoras del
helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y el
agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se hundía
como si el agua le entrara por los agujeros que le habían hecho
las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba
hundiendo en el agua, y también una lancha salvavidas llena de
niños con un helicóptero que venía dando vueltas y más vueltas
había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y
estaba sentada en la proa con un niño en los brazos que quizás
tuviera unos tres años, el niño chillaba con mucho pánico, metía
la cabeza entre los pechos de la mujer y parecía que se quería
esconder así y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo consolaba
como si ella no estuviese también aterrada y como si por tenerlo
así en los brazos fuera a evitar que le mataran al niño las balas.
Entonces va el helicóptero y tira una bomba de veinte kilos sobre
el barco y no queda ni una astilla de él, que fue una explosión
pero qué magnífica, y luego salía su primer plano maravilloso del
brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con
su cámara debe de haberlo seguido así por el aire y la gente
aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entre los
proletarios empezó a armar un escándalo terrible chillando que
no debían echar eso, no debían echarlo delante de los críos, que
no debían, hasta que la policía la sacó de allí a rastras no creo
que le pasara nada, a nadie le importa lo que dicen los
proletarios, la reacción típica de los proletarios y no se hace caso
nunca
    Winston dejó de escribir, en parte debido a que le daban calambres. No
sabía por qué había soltado esta sarta de incongruencias. Pero lo curioso era
que mientras lo hacía se le había aclarado otra faceta de su memoria hasta el
punto de que ya se creía en condiciones de escribir lo que realmente había
querido poner en su libro. Ahora se daba cuenta de que si había querido
venir a casa a empezar su Diario precisamente hoy era a causa de este otro
incidente.
    Había ocurrido aquella misma mañana en el Ministerio, si es que algo
de tal vaguedad podía haber ocurrido.
    Cerca de las once y ciento en el Departamento de Registro, donde
trabajaba Winston, sacaban las sillas de las cabinas y las agrupaban en el
centro del vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose para los Dos
Minutos de Odio. Winston acababa de sentarse en su sitio, en una de las
filas de en medio, cuando entraron dos personas a quienes él conocía de
vista, pero a las cuales nunca había hablado. Una de estas personas era una
muchacha con la que se había encontrado frecuentemente en los pasillos.
No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Novela.
Probablemente —ya que la había visto algunas veces con las manos
grasientas y llevando paquetes de composición de imprenta— tendría
alguna labor mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una
joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro,
cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el mono ceñido por
una estrecha faja roja que le daba varias veces la vuelta a la cintura
realzando así la atractiva forma de sus caderas; y ese cinturón era el
emblema de la Liga Juvenil Anti-Sex. A Winston le produjo una sensación
desagradable desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de
este mal efecto: la atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de
excursiones colectivas y el aire general de higiene mental que trascendía de
ella. En realidad, a Winston le molestaban casi todas las mujeres y
especialmente las jóvenes y bonitas porque eran siempre las mujeres, y
sobre todo las jóvenes, lo más fanático del Partido, las que se tragaban
todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las espías
aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de
los demás. Pero esta muchacha determinada le había dado la impresión de
ser más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la
joven le dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos dejó
aterrado a Winston. Incluso se le había ocurrido que podía ser una agente de
la Policía del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin
embargo, Winston siguió sintiendo una intranquilidad muy especial cada
vez que la muchacha se hallaba cerca de él, una mezcla de miedo y
hostilidad. La otra persona era un hombre llamado O’Brien, miembro del
Partido Interior y titular de un cargo tan remoto e importante, que Winston
tenía una idea muy confusa de qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por
el grupo ya instalado en las sillas cuando vieron acercarse el mono negro de
un miembro del Partido Interior. O’Brien era un hombre corpulento con un
ancho cuello y un rostro basto, brutal, y sin embargo rebosante de buen
humor. A pesar de su formidable aspecto, sus modales eran bastante
agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que tranquilizaba a sus
interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y esto era sorprendente
tratándose de algo tan leve. Ese gesto —si alguien hubiera sido capaz de
pensar así todavía— podía haber recordado a un aristócrata del siglo XVI
ofreciendo rapé en su cajita. Winston había visto a O’Brien quizás sólo una
docena de veces en otros tantos años. Sentíase fuertemente atraído por él y
no sólo porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de
O’Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho más por una
convicción secreta —que quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo
una esperanza— de que la ortodoxia política de O’Brien no era perfecta.
Algo había en su cara que le impulsaba a uno a sospecharlo
irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba
escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos
su aspecto era el de una persona a la cual se le podría hablar si, de algún
modo, se pudiera eludir la telepantalla y llevarlo aparte. Winston no había
hecho nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y es que, en
verdad, no había manera de hacerlo. En este momento, O’Brien miró su
reloj de pulsera y, al ver que eran las once y ciento, seguramente decidió
quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran los Dos
Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado de
él por dos sillas. Una mujer bajita y de cabello color arena, que trabajaba en
la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del
cabello negro se sentó detrás de Winston.
    Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una
monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla
situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno
los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel
Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes
silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y
asco. Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía
recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi
con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado
a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se
había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los
programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno
de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por
excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del
Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos
de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían
directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando.
Quizás se encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de sus amos
extranjeros, e incluso era posible que, como se rumoreaba alguna vez,
estuviera escondido en algún sitio de la propia Oceanía.
    El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de
Goldstein sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro
judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una
cara inteligente que tenía, sin embargo, algo de despreciable y una especie
de tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían
en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una oveja y su misma
voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el
que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan
exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que sus
acusaciones no se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible para
que pudiera uno alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias algunas
personas ignorantes. Insultaba al Gran Hermano, acusaba al Partido de
ejercer una dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con
Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad
de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la
Revolución había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez asombrosa
que era una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido
e incluso utilizando palabras de neolengua, quizás con más palabras
neolingüísticas de las que solían emplear los miembros del Partido en la
vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás de él desfilaban interminables
columnas del ejército de Eurasia, para que nadie interpretase como simple
palabrería la oculta maldad de las frases de Goldstein. Aparecían en la
pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con impasibles rostros
asiáticos; se acercaban a primer término y desaparecían. El sordo y rítmico
clap-clap de las botas militares formaba el contrapunto de la hiriente voz de
Goldstein.
    Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los
espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha
y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a
sus espaldas, era demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente.
Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira
automáticamente. Era él un objeto de odio más constante que Eurasia o que
Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas
potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar
de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran,
a pesar de que apenas pasaba día —y cada día ocurría esto mil veces— sin
que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla,
en las tribunas públicas, en los periódicos y en los libros… a pesar de todo
ello, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos
dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías
y saboteadores que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados
por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército
que actuaba en la sombra, una subterránea red de conspiradores que se
proponían derribar al Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la
Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un libro terrible,
compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que
circulaba clandestinamente. Era un libro sin título. La gente se refería a él
llamándole sencillamente el libro. Pero de estas cosas sólo era posible
enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no
hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores
saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la
perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se
había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que
acaban de dejar en tierra. Incluso O’Brien tenía la cara congestionada.
Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si
estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada
exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar:
«¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de
neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la
nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez
descubrió Winston que estaba chillando histéricamente como los demás y
dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo
horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que
desempeñar allí un papel, sino al contrario, que era absolutamente
imposible evitar la participación porque era uno arrastrado
irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de
miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un
martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente
eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco
gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía era una
emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como
la llama de una lámpara de soldadura autógena. Así, en un momento
determinado, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra
el propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del
Pensamiento; y entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado
hereje de la pantalla, único guardián de la verdad y la cordura en un mundo
de mentiras. Pero al instante siguiente, se hallaba identificado por completo
con la gente que le rodeaba y le parecía verdad todo lo que decían de
Goldstein. Entonces, su odio contra el Gran Hermano se transformaba en
adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible torre, como
una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas asiáticas, y
Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda que
flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz
de acabar con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra
dirección mediante un esfuerzo de voluntad. De pronto, por un esfuerzo
semejante al que nos permite separar de la almohada la cabeza para huir de
una pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se
encontraba detrás de él. Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y
deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma
hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas
como a san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le cortaría la
garganta. Sin embargo se dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba.
La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la
cama con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y
cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había
más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.
    El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se
había convertido en un auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había
llegado a ser el de una oveja, se transformó en la cara de un soldado de
Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible, sobre los espectadores
disparando atronadoramente su fusil ametralladora. Enteramente parecía
salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes se
echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo
con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se
fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su
negra cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y
de misteriosa calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo
que el gran camarada estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para
animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla,
y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza
por el simple hecho de ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la
monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres
slogans del Partido en grandes letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
    Pero daba la impresión de un fenómeno óptico psicológico de que el
rostro del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos,
como si el «impacto» que había producido en las retinas de los espectadores
fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujeruca del
cabello color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila
anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como «¡Mi
salvador!», extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara
entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su manera.
    Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y
profundo: «¡Ge-Hache. Ge-Hache… Ge-Hache!», dejando una gran pausa
entre la G y la H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían
oírse pisadas de pies desnudos y el batir de los tam-tam. Este canturreo duró
unos treinta segundos. Era un estribillo que surgía en todas las ocasiones de
gran emoción colectiva. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y
majestad del Gran Hermano; pero, más aún, constituía aquello un
procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia
mediante un ruido rítmico. A Winston parecían enfriársele las entrañas. En
los Dos Minutos de Odio, no podía evitar que la oleada emotiva le
arrastrase, pero este infrahumano canturreo «¡G-H… G-H… G-H!» siempre
le llenaba de horror. Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio.
Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los
demás era una reacción natural. Pero durante un par de segundos, sus ojos
podían haberlo delatado. Y fue precisamente en esos instantes cuando
ocurrió aquello que a él le había parecido significativo… si es que había
ocurrido.
    Momentáneamente, sorprendió la mirada de O’Brien. Éste se había
levantado; se había quitado las gafas volviéndoselas a colocar con su
delicado y característico gesto. Pero durante una fracción de segundo, se
encontraron sus ojos con los de Winston y éste supo —sí, lo supo— que
O’Brien pensaba lo mismo que él. Un inconfundible mensaje se había
cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se hubieran abierto y los
pensamientos hubieran volado de la una a la otra a través de los ojos.
«Estoy contigo», parecía estarle diciendo O’Brien. «Sé en qué estás
pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes;
¡estoy contigo!». Y luego la fugacísima comunicación se había
interrumpido y la expresión de O’Brien volvió a ser tan inescrutable como
la de todos los demás.
    Esto fue todo y ya no estaba seguro de si había sucedido efectivamente.
Tales incidentes nunca tenían consecuencias para Winston. Lo único que
hacían era mantener viva en él la creencia o la esperanza de que otros,
además de él, eran enemigos del Partido. Quizás, después de todo,
resultaran ciertos los rumores de extensas conspiraciones subterráneas;
quizás existiera de verdad la Hermandad. Era imposible, a pesar de los
continuos arrestos y las constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro
de que la Hermandad no era sencillamente un mito. Algunos días lo creía
Winston; otros, no. No había pruebas, sólo destellos que podían significar
algo o no significar nada: retazos de conversaciones oídas al pasar, algunas
palabras garrapateadas en las paredes de los lavabos, y, alguna vez, al
encontrarse dos desconocidos, ciertos movimientos de las manos que
podían parecer señales de reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones
que podían resultar totalmente falsas. Winston había vuelto a su cubículo
sin mirar otra vez a O’Brien. Apenas cruzó por su mente la idea de
continuar este momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente
peligroso incluso si hubiera sabido él cómo entablar esa relación. Durante
uno o dos segundos, se había cruzado entre ellos una mirada equívoca, y
eso era todo. Pero incluso así, se trataba de un acontecimiento memorable
en el aislamiento casi hermético en que uno tenía que vivir.
Winston se sacudió de encima estos pensamientos y tomó una posición
más erguida en su silla. Se le escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo
su efecto.
    Volvieron a fijarse sus ojos en la página. Descubrió entonces que
durante todo el tiempo en que había estado recordando, no había dejado de
escribir como por una acción automática. Y ya no era la inhábil escritura
retorcida de antes. Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el
suave papel, imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo siguiente:
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
    Una vez y otra, hasta llenar media página.
    No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir
aquellas palabras no era más peligroso que el acto inicial de abrir un Diario;
pero, por un instante, estuvo tentado de romper las páginas ya escritas y
abandonar su propósito.
    Sin embargo, no lo hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de
escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o no escribirlo, era completamente
igual. Seguir con el Diario o renunciar a escribirlo, venía a ser lo mismo. La
Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había
cometido —seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar
la pluma sobre el papel— el crimen esencial que contenía en sí todos los
demás. El crimental (crimen mental), como lo llamaban. El crimental no
podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a
tenerlo oculto años enteros, pero antes o después lo descubrían a uno.
Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba
uno sobresaltado porque una mano le sacudía a uno el hombro, una linterna
le enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al
lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta
oficialmente de la detención. La gente desaparecía sencillamente y siempre
durante la noche. El nombre del individuo en cuestión desaparecía de los
registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho
y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera
existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado.
Winston sintió una especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó
a escribir rápidamente y con muy mala letra:
me matarán no me importa me matarán me dispararán en la nuca
me da lo mismo abajo el gran hermano siempre lo matan a uno
por la nuca no me importa abajo el gran hermano
    Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó
la pluma sobre la mesa. De repente, se sobresaltó espantosamente. Habían
llamado a la puerta.
    ¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la
tonta esperanza de que quien fuese se marchara al ver que no le abrían. Pero
no, la llamada se repitió. Lo peor que podía hacer Winston era tardar en
abrir. Le redoblaba el corazón como un tambor, pero es muy probable que
sus facciones, a fuerza de la costumbre, resultaran inexpresivas. Levantóse
y se acercó pesadamente a la puerta.





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Fuentes;
https://rockologia.wordpress.com/2021/02/27/canciones-basadas-en-1984-de-george-orwell/
https://www.youtube.com/watch?v=EeI2hcvwxvo&ab_channel=DeArte
https://www.youtube.com/watch?v=SdnSjGs1UXA&ab_channel=GoWithKar
Acompañamiento: https://www.instagram.com/elbestjuego/

Comentarios

  1. Buenas! Llegando acá, vuelvo a releer en español después de muuuchos años. Me fascina que aunque parezca que la ironía es demasiado obvia Orwell destrabó una manera de demostrar cómo piensan bajo el régimen. La idea de que el enemigo es Goldstein porque pide libertad de pensamiento, prensa etc es calcado del discurso libertario de Zurdos de mword, son ustedes los fachos. Otra cosa que me llamó la atención es que los Slogans del partido "La guerra es la paz" etc son opuestos y contradictorios pero que las personas que viven bajo ese régimen parecen no ver o incluso ignorar. Los 2 minutos de odio y la propaganda me traen memorias de los cortos de guerra del nazismo, franquismo, etc. La gente encuentra ahí tal vez la única manera de demostrar sentimientos y por eso esa catarsis funciona. Goldstein parece ser una obvia alusión a Trostky.

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    1. Quiero destacar lo que decis de "Los 2 minutos de odio (...) La gente encuentra ahí tal vez la única manera de demostrar sentimientos y por eso esa catarsis funciona." Lo peligrosisimo de estos sistemas de control es lo bien pensados y articulados para manipular todos los aspectos humanos asi cuando te das cuenta ya entraste como caballo, y sobre todo recordar que poco o nada de esto que se describe escapa a ambitos de nuestra realidad actual. Tremennnndo.

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  2. No leo 1984 desde hace muchísimos años y me estoy encontrando con su historia como si fuera la primera vez, más allá de las cosas que uno ya sabe por ser cultura popular, como la existencia del Gran Hermano.
    Me gusta Winston como personaje que nos presta sus ojos y su pensamiento para que entendamos el mundo en el que vive, no se sabe mucho de él pero empatizás enseguida. Me sorprende que Orwell haya escrito esto en los años 40 basándose en lo que la sociedad ya conocía pero adelantándose en el tiempo. De por sí me sorprenden los escritores que imaginan el futuro.
    Si fuera una serie, el final del primer capítulo haría que veas el segundo episodio aunque sea la hora de irte a dormir. Ya quiero saber quién llamó a la puerta, pero no empezaré el segundo capítulo hasta que sea hora de leerlo.

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    1. Leí 1984 en los 70, me conmovió y lo sigue haciendo, fue escrito en 1950, tan actual, tan lógico, tan terrible por su crudeza como cuando escribe: la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza...la realidad de hoy. Vamos por más.

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  3. Es la segunda vez que intento leer 1984, la anterior no pasé de este primer capítulo.
    Me costó entrar en el mundo que propone Orwell, aunque va explicando a medida que caminamos con Winston, detalles del funcionamiento.

    Esta vez me quedé con varias anotaciones y bastante que me resuena de la situación actual de Argentina.
    La existencia de (solamente) 4 ministerios que manejan todos los aspectos del gobierno.
    El nombre de esos ministerios y el uso contradictorio que hace de las palabras (Ministerio de la Paz: se encarga de asuntos de Guerra; Ministerio del Amor: encargado de mantener la ley y el orden; Ministerio de la Verdad: espectáculos, noticias, educación y bellas artes; Ministerio de la Abundancia: asuntos económicos) me llevaron directamente al Ministerio de Capital Humano, uno de los organismos inventados por el gobierno actual, que suena sospechosamente parte de una distopía.

    Los eslóganes (a los que hace referencia Cinthia en el primer comentario) también llaman la atención por contradictorios.
    La guerra es la paz
    La libertad es la esclavitud
    La ignorancia es la fuerza
    Me hace pensar en La libertad avanza, eslogan actual de este país real, que suena a amenaza, cuando lo que menos parece avanzar es la libertad (¿Qué hacer cuando la "libertad avanza" y retroceden los derechos?)

    Me interesa ver el uso que se hace de la neolengua en los próximos capítulos.
    Me recuerda a la novela "Cadáver exquisito", otra distopía en la que hay palabras que no se pueden usar, o que se usan de forma diferente de lo habitual.
    Me viene a la mente el artículo de una de las nuevas leyes argentinas, que plantea que cierta palabra no se puede usar en un contexto específico: https://www.perfil.com/noticias/politica/la-ley-omnibus-de-milei-prohibe-que-se-use-la-palabra-gratuito-para-prestaciones-o-servicios.phtml
    Pienso que las palabras configuran una realidad y quien quiera controlarlas es alguien peligroso.

    Quedo a la espera de saber quién golpea a la puerta, como plantea Elbestjuego.
    Me gusta mucho este Winston que escribe a escondidas.

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    1. Si, casi imposible dejar de ver el paralelismo a medida que se avanza en la lectura. La sola idea me resulta asfixiante.

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    2. Escribe como en trance, no se puede detener, siente liberación y condena al mismo tiempo, es tan hermoso como está tematizado el tema de la escritura. Pero también es fuerte el tema de la verdad, cómo se escapa del ser a partir del acto de escribir.

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  4. Para no volver a decir lo que ya se dijo, comparto mis anotaciones... Me llamó la atención la figura de Goldstein como una especie de Satán, que fue parte del partido pero que traicionó y fue condenado y ahora dirige la hermandad desde las tinieblas de un rincón de algún mundo... Y todo el odio dirigido a él como único culpable de todo lo malo.
    Otra cosa que me llamó la atención fue la chica que es miembro de la "Liga Juvenil Anti-Sex" que a su vez usa una faja que remarca su figura, nueva contradicción sutil, en un aspecto íntimo en el que al final todas las ideologías se meten. Como esa pantalla que ve todo y registra todo dentro de cada casa. Como esa gente que le pone cinta a la cámara de la notebook y esas publicidades que nos aparecen cuando elogiamos las zapas nuevas de un amigue...
    Re gancho ese final de capítulo!!

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  5. Sumado a todo lo que plantean lxs compas en sus comentarios, recupero algo que, conforme avanzo en la lectura, me sigue llamando la atención: la destrucción sistemática del lenguaje, la intención de volver a la lengua una simple rotuladora de la realidad. Esto último, a mi entender, colabora en la alienación colectiva, en la imposibilidad de nombrar lo injusto, de comunicarlo, cuestionarlo y, por lo tanto, de confrontarlo. Ligado a esta pérdida inducida de los significados y los matices del lenguaje, pienso en cómo Winston sufre el hecho de no poder reconstruir un pasado del que tal vez fue parte. Cómo ese proceso de internalización del régimen fue tan contundente que las personas no tienen una noción de lo "real", ni las herramientas para contrastar con esa realidad impuesta a través de los discursos. El vaciamiento de sentido es tal, que los sujetos terminan por aceptar ese día a día como el único posible.
    Al pensar en todo esto, me es inevitable relacionarlo con la realidad que vivimos: en los discursos de odio que se internalizan y se repiten hasta el cansancio, en esas palabras que nombran realidades de las que no formamos parte, pero que muchos defienden a capa y espada. y, por último, en la construcción de esa otredad enemiga a la que hay que combatir, destruir, borrar a toda costa.

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    1. Al mismo tiempo, esa limitación en el lenguaje enriquece mucho la historia, porque cada detalle, cada micro-gesto cobra un sentido esencial en la comunicación entre los personajes.

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    2. Me gusta esto que recuperaste sobre Winston, cuando no puede recordar si Londres fue siempre así. También lo marqué por lo fuerte que es no poder dar cuenta del propio pasado. Acuerdo mucho con tu reflexión.

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  6. Hay varias situaciones que creo que hay que poner en foco en esta primer lectura. Por un lado, que es un libro escrito en 1948 y publicado en 1949. Por supuesto que no es un dato menor teniendo en cuenta que va a hablar de 35 años después. Me parece también relevante que un año antes de escribir esta novela había fallecido su esposa, y que en 1950, un año después de publicarla, haya fallecido él. No creo que sean datos aleatorios.
    Ahora bien, de la escritura:
    En la segunda página el autor hace algo que me parece interesante. Comienza hablando sobre Witson y contando la historia en 3era persona para pasar a hablar al lector "Usted". Generar esa cercanía con "Lo que también te puede pasar a vos" creo que le da el toque justo para entrar en el libro.
    Más adelante, cuando ya llega la escena de Goldestein en pantalla, creo que hay un guiño a quien haya leído Rebelión en la granja. Por un lado por la idea de encontrar un culpable a todos los males, un traidor, alguien que se encarga de hacer el mal: en 1984 Goldestein, en Rebelión en la granja Snowball. Y además porque el público termina al grito de "Cerdo" (Puede ser que sea pura falopa de mi cabeza a la que le encanta encontrar estas cosas en los libros)
    No quiero dejar de mencionar que me parece interesantísimo la idea de lo que no se puede ocultar en una mirada. Por un lado, porque es la contra cara de que el gran hermano todo lo ve, por el otro porque, como dice Julio, la mirada cuenta lo que quiere decir el alma. Creo que es el flechazo justo de Orwell para terminar de convencer de seguir leyendo al lector.
    Tengo otras observaciones pero no quiero que sea largo ni repetitivo a otras intervenciones de los demás.
    ¡Nos seguimos leyendo!

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